sábado, 17 de marzo de 2012

Luz de amor

- Edward -, dijo Carlotta-. Quiero divorciarme.
Edward dejó su tazo, con ligero clic, en el platillo. Puso plato y taza en la mesa baja entre su butaca y la de Carlotta. Se alzó y, sin responder inmediatamente, se dirigió hacia las ventanas que tenía a su espalda en el lado oeste de la habitación y se quedó mirando afuera. La ancha extensión de césped color esmeralda, cuatro pisos más abajo, estaba bañada en la luz dorada del sol de media tarde (...) Ayer mismo, habiéndose despertado anticipadamente de una siesta después del almuerzo, había estado aquí contemplando a Carlotta y a Rupert, que regresaban por el camino después de un paseo entre el olivar; y había sido allí, precisamente allí, en ese lado de la fuente, en donde habían colocado el banco de piedra, junto al camino, donde había visto cómo sus manos, una junto a la otra, se habían unido fuertemente durante una docena de paso. Entonces, naturalmente, supo la verdad que ya sospechaba.
Había habido señales. Había habido gestos, inflexiones de voz y el mudo pero lúcido lenguaje de la mirada. Estas señales seguras de amor habían comenzado poco después de que Rupert se hubiera trasladado al 4C, tres puertas más allá del pasillo, unos seis meses antes. Cada vez más consciente, a medida que las señales se hacían gradualmente más visibles, Edward, había mantenido la calma enterrando en silencio su conocimiento con su angustia. Después de todo, era comprensible que una mujer vital y ardiente como Carlotta fuese susceptible al encanto innegable de un hombre como Rupert, esbelto y erguido, favorecido por un aspecto atractivo y lleno de gracia (...). La distracción pasaría. Con el tiempo, y al no haber sido descubierta su traición, el amor de Carlotta volvería a Edward, al lugar que le pertenecía, sin haber estado, de hecho, alejado de allí. Sin embargo, no había sido así. No había vuelto. Y Carlotta, mientras bebían el té, había dicho que quería divorciarse. Edward, en la ventana, contempló las astillas de cristal del surtidor cayendo sin hacer ruido en el estanque tranquilo. Más allá, al final del camino asfaltado, los olivos sacudían sus hojas plateadas bajo una luz dorada y lánguida (...)
- Es Rupert, supongo -, dijo en voz baja.
- Así que lo has adivinado. ¿Era tan obvio?
- No tienes práctica en el engaño. Además, te conozco muy bien.
- Lo siento Edward. La última cosa que deseo en el mundo es causarte pena. ¿Me creerá si te digo que he intentado evitarlo?
- No tengo motivo alguno para creer lo contrario.
- Ha sido algo que no hemos podido evitar. Comenzó de repente y creció y creció casi sin sentirlo...
- ¿Estás segura de que no será un capricho? -. Le preguntó.
- Sí. Muy segura.
- En ese caso, me parece que no tenemos nada más que hablar.
- ¿Estás de acuerdo, entonces, en el divorcio?
- No voy a interponerme en tu camino.
- Gracias, Edward. Sabía que te portarías como un caballero (...)
¿Tan frágiles y pasajeros son en la tierra esos valores que uno cree inalterables? Unas palabras navegaron como pequeños cúmulos surgiendo de la nada hasta la mente de Edward: "...cosas antiguas y sagradas se desvanecen como un sueño". Volviendo a colocar el plato y la taza en la bandeja del té, se levantó.
- Creo que daré un paseo y me fumaré un cigarro antes de la cena - dijo -. Excúsame, por favor.
Se puso el sombrero, cogió su bastón y salió. Descendió en el ascensor a la entrada, en donde giró por un pasaje que le condujo a una amplia terraza, en la parte posterior del edificio, que dominaba la extensión de prado esmeralda que había contemplado pocos minutos antes desde la ventana, cuatro pisos más arriba. Bajó unos pocos escalones y caminó lentamente por el camino de asfalto hacia la muerte. A medio camino, se detuvo, se sentó en el banco de piedra. Dejó el bastón en el banco junto a él y sacó un cigarro del bolsillo superior de su chaqueta. Desenvolvió el cigarro, guardando pulcramente el papel en otro bolsillo, y recortó con cuidado un extremo del cigarro con una pequeña herramienta que había sido regalo de Carlotta. Cuando tuvo el cigarro bien encendido y tirando suavemente, se apoyó en el respaldo y cruzó las piernas, extendiendo su brazo derecho a lo largo del banco. (...)
¿Hasta dónde habían llegado? Ese era el pensamiento que continuamente se filtraba en su cerebro y corrompía el sosegado día. ¿Hasta qué grado de intimidad habían sido arrastrados Carlotta y Rupert por su extravagante pasión? ¿Qué aislamiento habían podido conseguir, dadas las circunstancias, para la expresión de su amor? En la calenturienta mente de Edward se formó una visión de cuerpos abrazados, y se sintió enfermo.
Dando la vuelta a la fuente, continuó caminando lentamente hasta el lejano grupo de olivos rusos en donde encontró otro banco de piedra. Se sentó y acabó su cigarro, y continúo sentado mucho después de que las sombras de los olivos se alargasen prolongándose hacia el este.
Volvió a tiempo para cenar, pero no acudió al comedor. Se encontró con Carlotta una hora más tarde en el salón. Parecía existir entre ambos un pacto tácito de que ninguno de ellos hablaría del asunto que ocupaba sus mentes.
Edwar se sentó junto a la ventana e intentó leer, pero las palabras no tenían poder y no lograban traspasar los cristales de sus gafas; en cualquier caso, su mente también carecía del poder para darles orden y significado. Carlotta conectó el aparato de televisión y se sentó delante de la pantalla, reduciendo el volumen para no molestar a Edward, pero ella también estaba ciega a las sombras de las figuras que actuaban con acompañamiento de murmullos. Fuera, la luz se escurría lentamente alejándose de la tierra.
Apareció la luna entre las estrellas, allí donde antes había estado el sol. El libro de Edward yacía cerrado en su regazo. Carlotta se levantó, desconectó el televisor e hizo una pausa. Mirando a Edward, levantó una mano en un pequeño gesto extraño de ruego, pero él no la miró, y ella no dijo nada. Transcurrido un momento, ella se fue silenciosamente a la cama.
Había pasado una hora quizá cuando Edward se movió. Se levantó bruscamente, y el libro, olvidado en su regazo, cayó al suelo con un golpe. Si se dio cuenta lo ignoró. Le dolía la cabeza y sentía necesidad de estirar las piernas. Hasta podría atreverse con otro cigarro antes de retirarse. Mirando el reloj, vio que todavía no eran las diez de la noche. La puerta de la terraza no se cerraba hasta las diez, según recordaba. Bien, todavía tendría tiempo para dar un paseo y respirar un poco de aire fresco y quizá fumar el cigarro.
Al principio, creyó que tenía toda la terraza para él, pero pronto observó que no era así. Un ascua brillante entre las sombras indicaba una presencia. Alguien, al fondo, estaba sentado en una de las grandes losas de piedra que coronaban la barandilla que rodeaba la terraza. Acercándose entre las sombras, Edward vio que era Rupert. Entre ellos, a medida que se acortaba la distancia, se creó una tensa línea de comunicación en la que nada se decía, pero todo quedaba comprendido.
El dolor, avivado, desgarraba furiosamente el corazón de Edward.
- Buenas noches, Rupert - dijo.
- Buenas noches, Edward. ¿Un último cigarro antes de dormir?
- Ya lo ves.
- Fumaré contigo, si no te importa.
Sacó el envoltorio de su cigarro y lo metió en el bolsillo que aún contenía el envoltorio de antes. La pequeña herramienta que preparó para recortar el extremo del cigarro se le escurrió de los dedos hasta el suelo de la terraza. Se inclinó para cogerla. Al nivel de sus ojos, balanceándose, punto central de repentino y terrible significado, vio un pie de Rupert elegantemente calzado, y el cerebro de Edward, resonando de pronto con toda la frescura de una innovación, surgió el vago principio del viejo lamento de los vengativos amantes despreciados: "¡Si no ha de ser mía, no será de nadie!"
Alzándose rápidamente, con los dedos enlazados para formar un estribo, cogió el pie colgante de Rupert y lo hizo girar limpiamente y caer por el otro lado de la barandilla.
En el interior del edificio, nadie había oído nada. Aparentemente, nadie había visto nada. Rupert yacía destrozado en un charco de sangre, y allí, con suerte, podía yacer hasta la mañana. Con el cigarro sin fumar en el bolsillo, y su pequeña herramienta recuperada del suelo de la terraza, Edward se alejó de la barandilla, entró y volvió junto a Carlotta.
- Me he despertado - dijo - y no estabas. Me sentía un poco preocupada.
- No importa, - dijo él -. No estaba lejos.
- ¿Dónde has estado? (...)
Era casi seguro que se supondría que Rupert, por la razón que fuese, había caído accidentalmente desde la terraza encontrando la muerte. Si él, Edwar, mentía ahora a Carlotta con convicción, hasta era posible que ella creyese que era verdad o, por lo menos, con el tiempo aprendiese a aceptar la sospecha de que no lo era. El problema estaba en que Edward no podía, no sabía mentirle a Carlotta. Siempre había sido totalmente sincero con ella y sabía que no podía ser menos en las circunstancias actuales.
En lo que concernía a Carlotta, su modelo de conducta estaba claramente trazado y no admitía ninguna desviación. Se acercó y se sentó a su lado, al borde de la cama.
- He estado en la terraza - dijo -. Rupert estaba allí.
- ¿Rupert?
- Si. Todo está arreglado entre nosotros.
- Me alegro. Espero que seáis amigos.
- Eso va a ser imposible. Rupert está muerto. Le he matado.
- ¿Muerto? ¿Matado? ¿Ha dicho que Rupert está muerto y que tú le has matado?
- Si. Ha sido un acto impulsivo, realmente. El estaba sentado en la barandilla y, sencillamente, le he empujado. No tengo excusa excepto que, de pronto, no he podido permitir que él se quedase contigo.
Continuó mirándole fijamente, muda e inmóvil en la cama, con la boca ligeramente entreabierta, los ojos brillantes y febriles. Su cara, observó él, su rápida y sutil sucesión de expresiones, fue como la superficie lisa de un estanque oscuro sobre le cual las ramas que lo cubrían, agitándose en el aire y filtrando el sol, creaban una variedad infinita de dibujos. Estupefacción, incredulidad, convicción, alarma, ira, una especie de astucia incipiente, todo pasó por turno en su rostro dúctil y se alejó y desvaneció como las sombras en sus ojos. Entonces, con gran horror por parte de él, pareció que la cara de ella se endurecía repentinamente, formando arrugas de una coquetería espectral y por un instante él tuvo la impresión, totalmente ilusoria, de que ella se había vuelto ligeramente de lado y estaba mirándole maliciosamente por encima del hombro y por encima del borde de su abanico abierto. Inclinándose, ella se acercó a Edward, cogió su cabeza y la colocó sobre su pecho.
- Edward, querido - murmuró -. Ni tan siquiera soñaba que me quisieras tanto. Al final todo irá bien. Ya verás, todo saldrá bien.
Por un momento, él permitió que su cabeza fuese acunada allí, entre las manos de ella, agudamente consciente del calor de la carne, el aroma de espliego, el rápido palpitar de su corazón. Después, se alejó de ella y se quedó sentado mirándola fijamente.
- Naturalmente - dijo, tú harás lo que creas que has de hacer. ¿Te ha visto alguien?
- No lo creo. Parecerá un hecho casual, un accidente.
- No te preocupes. Todo irá bien, Edward. Ya verás.
Él se levantó, con la mirada fija en ella, y dijo:
- Ahora vuelve a dormir. Ya hablaremos de ello por la mañana.
- No podría dormir. Estoy demasiado excitada.
- ¿Has tomado tu sedante?
- Si, pero no bastará.
- Toma el mío también. No hay necesidad de que ambos estemos despiertos.
En la pequeña mesita entre las dos camas, Edward pudo ver la pequeña cápsula azul, su asignación nocturna, colocada allí para él. Se puso en pie y rodeó la cama de ella, entrando en la pequeña isla que les separaba en sus horas de sueño. Le entregó la cápsula y le sirvió un vaso de agua.
- Dos no te harán daño - dijo -. Tómala y duerme.
- No podré - respondió ella.
Pero pudo. Edward apagó la luz de su lamparilla dejando la habitación iluminada solamente por la pálida luz de la luna que descendía y se acercó a las ventanas sentándose bajo la tenue iluminación. Permaneció allí durante un rato largo, mirando atentamente hacia fuera, a través de un cristal que solamente revelaba una escena de sombras distorsionadas más allá de su propio reflejo débil. (...)
Finalmente se levantó y se encaminó hacia ella, encendió la luz y se quedó mirándola. Las sombras de sus pestañas caían sobre sus mejillas de cera. Sus manos delgadas estaban entrelazadas.
Dando la vuelta se dirigió hacia su propia cama, cogió la almohada y regresó con ella. Dulcemente, colocó la almohada sobre la cara de ella y después se inclinó apoyando todo el peso de su cuerpo. Ella era frágil y casi no se defendió, muriendo rápidamente.
De vuelta, junto a la ventana, en la habitación iluminadas por la luna, se sentó solo lo que restaba de noche. Estaba vacío. Tenía el corazón muerto. Seguía viendo en el cristal la cara de ella fija en aquella expresión final de coquetería lúgubre. No podía aceptar la verdad de que había vivido cincuenta años con una extraña.


Por Fleches Flora

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