miércoles, 28 de marzo de 2012

Abbey Grange

No fue hasta después de tomar una taza de té y ya sentados en el tren, camino de Kent, en una fría mañana de invierno, cuando Holmes se decidió a hablar.
Sacó una nota de su bolsillo y la leyó:
"Abbey Grange. Marsham, Kent. 3,30 de la madrugada.
Estimado Sr. Holmes, me encantaría contar con su ayuda en un caso que se presenta muy prometedor. Todo está igual que lo encontré, pero sir Eustace no debería permanecer mucho más tiempo aquí. Atentamente, Stanley Hopkins".
- Hopkins ha recurrido a mí en siete ocasiones, y siempre justificadas - dijo Holmes.
- Esta vez parece que se trata de un asesinato.
- ¿Cree que sir Eustace está muerto?
- Así parece.
La figura juvenil e impaciente del inspector Hopkins nos esperaba en la entrada de la casa.
- ¡Le agradezco que haya venido, Mr. Holmes! Pero me temo que les he molestado sin necesidad. En cuanto recuperó el conocimiento, la dama dio una explicación muy clara y convincente de lo que había ocurrido. ¿Se acuerda de esa banda de ladrones de Lewisham?
- ¿Quiénes?, ¿los Randal?
- Sí, el padre y sus dos hijos. Ha sido obra suya. Hace tan sólo dos semanas dieron un golpe en Sydenham.
- ¿Mataron a sir Eustace?
- Le destrozaron la cabeza con el atizador de la chimenea. ¡Sir Eustace Brackenstall, uno de los hombres más ricos de Kent! Su mujer, lady Brackenstall está en el saloncito.
Lady Brackenstall era una mujer elegante y atractiva.
Sobre una ceja tenía una enorme moratón que su doncella, una mujer alta y seria, empapaba continuamente en agua y vinagre. Estaba tendida sobre un diván y al vernos entrar se puso en guardia.
- Ya le he contado todo lo que ocurrió, Mr. Hopkins. Pero si lo cree necesario lo repetiré a estos señores. "Me casé con sir Eustace hace un año, pero nuestro matrimonio no ha sido feliz. La razón principal es que sir Eustace era un borracho impenitente. ¡Oh, era espantoso! En esta casa todos los sirvientes duermen en el ala nueva, salvo Theresa, mi doncella, que duerme encima de mi habitación. Ningún sonido podría alertar a los que están en el ala más alejada. Los ladrones debían saberlo. Sir Eustace se retiró sobre las diez y media de la noche. Los sirvientes se habían ido ya a sus habitaciones y yo me encontraba en este saloncito absorta en un libro. Poco después de las once, como acostumbro a hacer todas las noches, di una vuelta para comprobar que todo estaba en orden. Fui a la cocina, a la despensa, a la sal de armas, a la de billar, al salón y, por último, al comedor. El frío viento se colaba a través de las pesadas cortinas de la ventana que da al jardín, así que pensé que alguien olvidó cerrarla y me acerqué para hacerlo, cuando vi la cara de un hombre ya entrado en años, de aspecto fuerte, y dos jóvenes tras él. Retrocedí, pero el hombre me golpeó salvajemente con el puño encima del ojo. Debí permanecer varios minutos inconsciente porque al volver a mí descubrí que habían utilizado la cuerda de la campanilla para atarme con ella a un sillón y estaba amordazada con un pañuelo. En aquel instante entró mi infortunado marido. Debía sospechar que algo ocurría puesto que llevaba un garrote en la mano. Pero apenas tuvo tiempo de reaccionar. El hombre viejo le propinó un fortísimo golpe en la cabeza con el atizador de la chimenea. Cayó sin emitir ni un gemido y ya no volvió a moverse. Yo me desmayé de nuevo. Cuando recuperé la conciencia comprobé que seguían allí, bebiendo una botella de vino que había en el comedor y la plata había desaparecido. Luego se marcharon por la misma ventana, cerrándola. Hasta un cuarto de hora después no pude quitarme la mordaza. Entonces empecé a gritar y acudió Theresa, que llamó a la policía.
- Gracias, lady Brackenstall, no la molestaré más. Pero me gustaría conocer la opinión de su doncella - dijo Holmes.
- Anoche estaba sentada junto a la ventana de mi habitación - dijo la doncella- cuando, a la luz de la luna, vi a tres hombres a lo lejos, junto a la caseta del portero. Pero no le di importancia. No oí gritar a la señora hasta una hora después. Corrí hasta aquí y la encontré atada al sillón, y a él tendido en el suelo. ¡Había salpicaduras de sangre por toda la habitación, incluso en su vestido! ¡Aquello era suficiente para enloquecer a cualquiera pero a miss Mary Fraser, de Adelaida, nunca le ha faltado el valor, y lady Brackenstall, de Abbeyt Grange, no ha cambiado de modo de ser! Creo que ya le han interrogado demasiado, señores, ahora la acompañaré a su cuarto para que descanse.
Nosotros nos dirigimos al comedor, una habitación muy amplia.
La ventana en cuestión estaba situada en el extremo más alejado. A su derecha se abrían otras tres ventanas, más pequeñas, y a la izquierda, una espaciosa chimenea. Caído junto a un sillón se encontraba el cordón, de color rojo, con el que habían atado a lady Brackenstall. En el suelo, yacía el cadáver de sir Eustace.
Estaba tumbado de espaldas. Por encima de la cabeza sujetaba un garrote con las dos manos. El atizador con el que le habían pegado estaba a su lado.
- Ese hombre, Randall, debe ser muy fuerte - comentó Holmes.
- Sí - respondió Hopkins. Nos llegaron rumores de que tras su anterior golpe la banda se había ido a América, pero ahora es evidente que continúa aquí.
Pero, ¿qué busca usted, Holmes? 
Este se había arrodillado y miraba con gran atención los nudos del cordón con que habían atado a lady Brackenstall. Luego observó cuidadosamente el punto en que había sido cortado.
- Al arrancarlo, la campanilla debía sonar con fuerza en la cocina.
- Aun así, nadie la hubiera oído, ya que se encuentra en esta zona de la casa.
- ¿Pero sabía el ladrón que nadie la oiría?
- Exacto, Mr. Holmes. Sospecho que conocían muy bien la casa y sus costumbres.
- ¿Y qué se llevaron?
- Poca cosa... media docena de objetos de plata del aparador. Lady Brackenstall cree que ellos también estaban aturdidos por la muerte de sir Eustace y por es no robaron más.
- Podía ser. Pero ¿por qué se entretuvieron bebiendo vino? 
- Seguramente para calmarse.
- Quizá. ¿Ha tocado alguien las tres copas?
- Nadie.
Las tres copas estaban juntas, pero sólo había posos de vino en una de ellas.
- Las copas me desconciertan. Lady Brackenstall afirma que les vio beber.
- Sí, eso dice.
- ¿Y no le choca a usted nada de las copas? Bueno, bueno, déjelo. En fin, Hopkins, le dejamos. No creo poderle ser de utilidad, ya que parece tener todo muy claro. Cuando tenga a Randall avíseme. Vamos, Watson.
Cuando quedamos solos, pude constatar que Holmes 

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