lunes, 12 de marzo de 2012

El billete de autobús

Estaba claro desde el primer día que eran incompatibles. Tenía que irse. No podían seguir viviendo juntos.


Apenas llevaba una semana de vacaciones con Antonio y ya me era imposible seguir conviviendo con él. Nos alojábamos en un hotel en Altea, una agradable y tranquila localidad situada a muy pocos kilómetros de Benidorm, el paraíso de quienes buscan marcha permanente; el paraíso de Antonio.
Desde el primer día, nuestra incompatibilidad fue total. Si yo quería hacer excursiones, él quería quedarse en la playa; si se me ocurría probar la cocina de alguno de los restaurantes del pueblo, él prefería comer en el hotel... Y así mil ejemplos más, en los cuales siempre era yo quien cedía. Pero aquello se había acabado. No le aguantaba ni un sólo día más. Ya no soportaba ni su colonia, ni esas miradas de macarra que le dirigía a la recepcionista...ni su presencia.
Le dejé esperándome en la discoteca del hotel. Con la excusa de cambiarme, subí a la habitación, hice las maletas y pedí un taxi. Me dirigí a la estación de autobuses, a tomar el último coche que salía a los dos de la madrugada. Llegué con hora y media de adelanto. Y allí estaba yo, sentada, prácticamente sola, en la terraza del bar de la estación esperando a que abrieran de una vez la taquilla.
Hacia la una, comenzó a llegar gente, todos aparentemente relajados. Pero yo me impacientaba por momentos; quería conseguir mi billete para afirmar mi decisión de abandonar lo que había sido hasta entonces mi historia con Antonio. Ese billete significaba, "ahí os quedáis con viento fresco tú y tus guiños a la recepcionista" y un montón de frases por el estilo que se me ocurrían. Cada vez éramos más y la única que parecía sentir cierta inquietud era yo. Abandoné la terraza y me puse a pasear a lo largo de la acera, mirando siempre la taquilla. ¿Tendré que ponerme a esperar en fila? Alguno, más despistado que yo, preguntaba si se podían sacar los billetes con antelación. "Solo por la mañana". Fue entonces cuando me di cuenta de que casi todos tenían ya el billete en sus manos. Sería horrible que tuviera que volver.
- Oiga, ¿seguro que abren la taquilla? - le pregunté a aquel joven camarero.
- Sí, media hora antes de partir - dijo amablemente.
- ¿Sabe si habrá problemas para conseguir billete?
- ¿Es que no tiene? - me dijo al tiempo que casi me da un infarto.- Sólo despachan hasta completar el coche.
Entonces decidí pegarme a la taquilla; pero para mi sorpresa, ya había cinco personas delante. ¿Cómo decirles que llevaba esperando una hora y que me correspondía estar la primera? Sólo demostraría que soy completamente imbécil por no haberme puesto antes. ¡Cómo se alegraría Antonio si me viera en esta situación!
Me resigné a un sexto puesto en la fila, con muy pocas esperanzas de conseguir un asiento de no fumadores. ¡Menuda noche me esparaba! ¿Y si alguno iba a comprar más de un billete? Entonces conté a los que estaban fuera de la fila... Uno, seis, diecisiete... Había unas 40 personas esperando y seguían llegando más. Un minuto antes de abrirse la ventanilla apareció un grupo, como de cuatro o cinco chicos, de alguna tribu urbana que no llegaba a identificar, pero que no pegaba en absoluto con el ambiente refinado que tanto le gustaba a Antonio. Para colmo, llevaban una enorme radio a todo volumen, con una música que me producía la misma sensación que raspar una tiza en la pizarra. Se pusieron justo detrás de mí, sin bajar el volumen lo más mínimo, con una litrona y fumando a saber qué. Sólo pensar en pasar toda la noche en un asiento junto a uno de ellos, casi me hace creer que lo de Antonio no era tan grave. Pero sólo fue un segundo de debilidad.
- Tienen la obligación de atender todas la peticiones y, aunque sea para un sólo viajero, deben poner otro autocar - oí decir en la fila.
Eso me tranquilizó, porque ya me había ocurrido en otras ocasiones. Generalmente yo siempre esperaba al final, cuando ponían un autocar para los rezagados. Me entusiasmé tanto con esta idea que pensé que todos los que estábamos en la fila tendríamos un autocar para nosotros solos. Aún así, pasar una noche con esa tribu ambulante era algo a lo que no estaba dispuesta.
Ya estaban despachando billetes y, por lo que oí, aún se podía escoger entre "fumador" y "no fumador", lo que significa casi seguro que disponíamos de otro autocar, pues daba por sentado que todos los que esperaban ya completaban uno. De repente se me ocurrió "¿y si a estos chicos les da por pedir "no fumadores" como yo?". Y con esta lógica (sin duda fruto de la convivencia con Antonio), les dejé pasar con la estúpida idea de poder elegir lo contrario de lo que ellos pedieran. Pero sólo compraron un billete. Y, para mi desgracia, cuando llegó mi turno, sólo escuché.
- Lo siento, no hay billetes. 
No sirvió de nada protestar, y tampoco lo hice mucho porque las lágrimas de rabia ya me estaban asomando.
Vi como subían los privilegiados al autocar y vi cómo uno de esos chicos de la tribu se acercaba a una señora mayor que estaba sentada en la terraza y le decía.
- ¡Qué suerte mamá, te ha tocado ventanilla!
Totalmente desconsolada, salí a buscar un taxi...


Por Carmen Salvador

No hay comentarios:

Publicar un comentario

El tesoro escondido (Gran Bretaña)

 Un campesino muy pobre soñó durante tres noches seguidas que debajo de una roca, cerca de su casa, estaba enterrado un tesoro. En aquel sue...