Sin haber salido nunca de su aldea, se encontraron de pronto en un laberinto de túneles, pasillos y luces.
Manolito, el pequeño de los Campo, no pegó ojo en toda la noche. ¡Cómo iba a pegarlo!, decían las comadriñas, si mañana marcharía con sus padres a la ciudad para una cuestión de aparcerías.
Los Campo jamás habían salido del pequeño valle das Animas como tampoco lo había hecho ningún otro de los aldeanos. Llevaban a gala no conocer más allá de las montañas que envolvían el valle y que no dejaban pasar ni la magia de la televisión.
A las cuatro en punto de la madrugada, Manolito se levantó de la cama como un resorte. Mientras tomaba su tazón de leche recién hervida por su madre,María la Portuguesa, envolvía un queso y su padre, Manuel, ajustaba los arneses a la mula.
- ¿Qué pasa, Manolito, no bebes la leche?
Y éste despertó como de un ensalmo.
- He soñado, madre.
- ¿Y qué has soñado que tanto te distrae?
- He soñado un lugar lleno de piedra gris y con unas escaleras llenas de luz rara. Y un gran túnel negro iluminado con algunos trozos donde mucha gente espera algo.
- ¿Espera qué?
- Espera a una oruga muy grande que tiene un lucero muy brillante en la frente...
El viaje hasta la capital fue valorado de forma diversa por los miembros de la familia. Mientras que Manuel Campo mostraba la más absoluta indiferencia hacia todo, María se santiguaba ante los postes eléctricos que creía cruces y ante la plática de las provincianas con los hombres a plena luz del día y en mitad de la calle, y se escandalizaba con los precios de los bizcochos; Manolito creía soñar despierto. Hasta entonces, recién cumplidos los once años, no le había interesado nada más que las ovejas, el brezal o las viguetas del hórreo, pero ahora, su imaginación devoraba ansiosa todo lo que se ponía por delante de tal forma que, cuando llegaron a la gran ciudad, él fue el único capaz de sacarles del aquel embrollo.
En la estación de autobuses fueron mirados como bichos raros. Manuel, dispuesto a seguir el refrán "Donde fueres haz lo que vieres", siguió a los viajeros hasta el vestíbulo, pero allí, se dispersaban hacia uno y otro lado y él, junto a su familia, se quedó quieto, pegado a una columna, sin saber qué hacer. Manolito preguntó:
- ¿Y adónde vamos?
A lo que su padre respondió:
- Y a ti, ¿qué te da en ello?
- ¿Y cómo no se me va a dar? - preguntó a su vez el chico.
El padre sacó un papel del bolsillo y se lo dio a Manolito; éste se encaminó hacia la primera ventanilla y allí preguntó cómo ir a aquel sitio. La respuesta fue tan enigmática que el joven creyó volver a soñar.
- Sales por aquella puerta, coges el metro hasta Sol, allí haces trasbordo a la 2 y te bajas en Cuatro Caminos.
Nada más salir por la puerta, preguntó a una señora qué estaba tirada en mitad de un sucio y largo pasillo:
- ¿El metro?
- Baja esas escaleras - dijo.
Bajando aquellas escaleras sin barandillas, se fijó en las pálidas caras de los que por allí caminaban y escuchó de lejos sonidos que regateaban ecos por todas las esquinas. Manolito recordó el sueño que había tenido y miró a su madre, pero ella caminaba con la cabeza gacha y un pañuelo negro cubriéndole la cabeza y el gesto. Sus ojos buscaban un gesto amable a quien preguntar y lo encontraron en un joven más negro que el pañuelo de su madre que, apoyado en uno de los muros y sonriente, le indicó un pasillo a la derecha. Manolito sentía su corazón en la boca cuando llegaron a una de las zonas iluminadas del túnel de sus sueños y se vio esperando algo junto con otras cien personas. Quería preguntar, pero no pudo. Cuando sintió el ruido y el temblor del suelo bajo sus pies comenzó a gritar:
- ¡Ya viene, ya se acerca! ¡Nos va a matar!
No había forma de hacerle callar. Una señora que había junto a ellos empezó a alarmarse. Todos les miraban. Entonces, Manolito empezó a gritar:
- ¡Vamos a explotar todos!
Y aquello fue el acabóse.
- Una bomba. Han puesto una bomba - gritaba toda la gente enloquecida y corriendo por los pasillos, atropellándose unos a otros.
Manuel, agarrando a los suyos con frenesí, siguió la riada y, tras subir unas escaleras, se vieron a salvo en la calle. Manolito, aún aterrado, preguntó a su madre:
- ¿La viste, viste la oruga del lucero brillante?
- Vaya que si la vi, hijo. De buena nos has librado con tus gritos.
Decidieron ir andando.
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