Mi afición a la literatura bélica me hizo entrar en un mundo de intrigas que me permitió conocer a la mujer de mi vida.
Me llamo Jean Husard y escribo por si Darvina Dabrovich continúa con vida y puede leerlo. Ante todo, quiero confesar que es cierto que fui yo quien entregó en Mezières la carta en la que el general Joffre anunciaba la puesta en marcha del plan de movilización de las tropas francesas. Dicho esto, necesito que Darvina entienda mi actitud aquella cálida noche del 3 de agosto de 1914, oche en la que ella y yo nos convertimos en enemigos. Desde niño, mi diversión favorita fue la lectura, sobre todo aquella que narraba guerras futuras llenas de armas revolucionarias e innovadoras estrategias, quizá por mi condición de hijo del general Jean Philipe Husard y de la duquesa de Chaijoux. El estallido real de la guerra coincidió con mi mayor efervescencia en este tipo de lecturas hsta tal punto que, desde el momento en que oí hablar de las maniobras de Austria-Hungría, de los nervios del zar ruso Nicolás II y de las ambigüedades del gabinete liberal inglés, decidí entrar de lleno en las intrigas bélicas.
La noche del 1 de agosto en la que el ministro de exteriores alemán le pidió a nuestro primer ministro la neutralidad, yo me encontraba con mi padre en un despacho contiguo. Cuando el ministro alemán fue, mi padre y yo entramos en el despacho. Había que tomar una decisión rápida y puntual, porque la única forma de enfrentarse a la guerra era una movilización general cuya base eran los trenes y unos horarios implacables que no podían retrasarse ni un minuto, pues eso supondría un colapso de los cientos de trenes que en menos de dos días habrían de trasladar a nuestros ejércitos hacia las fronteras orientales. Lo más urgente era ir a Mezières, donde algunos de los nuestros atraverasarían las líneas enemigas y cometerían el sabotaje del vital nudo ferroviario de los alemanes en Aquisgrán, lo que paralizaría sus movimientos. Sin dudarlo, me ofrecí voluntario.
Llegué a Mezières hacia las dos de la madrugada, y esperamos hasta la noche del día siguiente, momento en el que había quedado en la cantina de la estación con un hombre que debía llevar un pañuelo rojo al cuello y que tendría que conocer la contraseña preparada.
Eran las nueve menos veinte cuando entré en aquella pequeña cantina y, tras pedir un vino, me senté junto a la puerta. Fue entones, al acostumbrarse mis ojos a la penumbra, cuando vi por primera vez a Darvina y me di cuenta que también ella era una espía. ¡Como podría expresar aquellos diez minutos! Intenté no dejarme llevar por la pasión de la juventud y por la aventura ante aquel susurro que me incitaba a que lo abandonara todo y fuera hacia ella. Se presentó, me presenté y alzamos nuestros vasos.
Si no hubiera aparecido aquel hombre, quizá ahora tendría hijos con Darvina, pero el hombre llegó. Me puse junto a él, nos dijimos la contraseña y le entregué las órdenes del general. Antes de marcharme le avisé de que la mujer del fondo era una espía. Le vi dirigirse hacia ella mientras metía una mano en su bolsillo. No he vuelto a verla, pero cada noche, en cada sueño, escucho su voz diciendo: "Me llamo Darvina Dabrovich". Si alguien escuchara a una mujer decir "me llamo Darvina Dabrovich", no duden en avisarme, porque me daría la vida que no he vivido desde entonces.
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