¿A dónde irá a parar todo ese tiempo que la gente pierde por no tener nada que hacer? Si alguien me lo regalara...
Un poco antes de que se acabase la luz del sol, noté que iba a ser imposible, que no me iba a alcanzar el tiempo. Todavía no había pasado una hora - según mi reloj interno - y ya eran las diez de la noche. Quisiera que volvieran a ser las dos de la tarde, esa hora en que la noche no se teme porque aún está lejana y falta que transcurra la mitad del día para que empiece a asomar. En realidad, quería recuperar el tiempo perdido. Me había pasado toda la tarde mirando fotos antiguas y ordenándolas en unos grandes álbumes que había comprado, en vez de terminar un informe que era obligatorio entregar a primera hora de la mañana. Lo tenía entre mis manos desde hacía más de un mes, pero había dejado pasar las horas muertas de mis días paseando, leyendo, ordenando mi escritorio (orden que no duraba más de dos jornadas), limpiando la parte de arriba de la nevera, repasando los marcos de las ventanas que no habían quedado bien pintados o dando vueltas por mi casa.
En noches tan apremiantes como ésta, quisiera que alguien me regalara las tres horas inútiles que se han dejando pasar en vano. ¿A dónde van todas esas horas que la gente pierde por no tener nada que hacer? Yo no soy la persona más activa del mundo, pero no puedo estar de brazos cruzados. A veces, disminuyo mi ritmo, pero nunca estoy sin hacer nada, como la madre de una amiga que se pasaba todo el día sentada junto a la ventana esperando a que el sol se cayera al suelo, al menos eso nos decía ella.
Podría existir una solución, y es que las horas se pudieran ahorrar. Es verdad que hay días en que le cuerpo quisiera estar simplemente tumbado en un sofá, sin más esfuerzo que el de mantenerse levemente despierto. Suelo quedarme dormida unas tres horas completas cuando en realidad no tengo sueño. Esas son horas perdidas, irrecuperables, que bien se podrían ahorrar en un fondo del que pudiésemos disponer cuando realmente lo necesitásemos. Como me está pasando a mí esta noche.
El cálculo es sencillo: necesito un mínimo de tres horas de trabajo intenso, sin despegar los ojos del papel, cuestión que es imposible. Soy una persona que se concentra fácilmente, pero tres horas de inmovilidad son completamente imposibles. Además, ya son casi las diez y media de la noche. La única solución sería declararme enferma mañana por la mañana y no ir a trabajar. También hay otra: quedarme en vela toda la noche. O gran parte de ella. Esta situación me recuerda mis noches de angustia en la facultad, o cuando estaba preparando la selectividad. Las combinaciones para mantenerse despierta corrían de boca en boca. Lo bueno es que ahora por lo menos hay silencio; lo malo es que ya son las once de la noche y todavía no elijo la música que me va a acompañar en mi desvelo nocturno. Me conozco; no es la primera vez que me ocurre: cuando ponga el disco y haya dejado cuatro o cinco de repuesto al lado del equipo, me sentaré un minuto, pero algo me inquietará, el cojín estará mal colocado, la puerta entornada del armario me atormentará y tendré que levantarme a cerrarla para empezar de una vez...
Por fin escribo el primer folio, sin ninguna interrupción, pero se termina el disco. Mientras regreso a mi sitio, me tropiezo con el sofá y decido tumbarme un momento, sólo un momentito, para aliviar tanta tortura. Y cierro los ojos, con la conciencia alerta para no quedarme dormida, pero entro inmediatamente en un estado de duermevela, que es cuando el tiempo pasa más rápido que nunca, más rápido incluso que cuando estás en el cine y quieres que no se acabe la película.
Me levanto cuando se ha terminado el segundo disco, maltratada, insatisfecha, pensando que ahora son casi las doce y se agotan las posibilidades de dormir. Pienso: si me doy prisa y no me desconcentro, en dos horas y media, quizá tres, habré acabado y podré estar metida en mi cama. Es decir, como pronto, me dormiré a las tres de la mañana y el despertador me dejará soñar cuatro horas y media escasas.
Vuelvo a mi sitio pensando que las horas cortas son las que mejor aprovecha el cuerpo para descansar y que mañana no voy a sentirme agotada, sino orgullosa de haber acabado el informe que tendría que haber terminado hacía por lo menos dos semanas, y que si lo hubiera hecho, esta noche estaría leyendo y en diez minutos apagaría la luz tranquilamente. Pero no lo hice. Y ahora busco desesperadamente que alguien me regale algunas horas para alargar este día que yo misma he recortado. Hago una breve visita a la cocina y vuelvo a mi escritorio con tres mandarinas, un vaso de zumo de naranja, una servilleta de papel y un bote de leche condensada. Es un vicio secreto: mojo los gajos en la leche y me muero de placer. Pero me pringo los dedos y es imposible seguir escribiendo. Entonces estoy obligada a terminar el postre, jurándome que en cuanto lleve los trastos a la cocina, nadie me detendrá y acabaré el informe. A las cinco y media de la mañana entro en el cuarto de baño a lavarme los dientes y limpiarme la cara. En realidad, ésta es la hora 27 del día, cuando nadie me ha regalado esas tres horas que le sobraban pero me voy a la cama como si fueran las once de la noche. Antes de entrar en la habitación me paro junto a mi mesa y reviso el informe. Mañana, antes de salir de casa, lo pasaré a limpio. Sólo es cuestión de levantarme media hora antes.
Carolina Díaz
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