domingo, 18 de marzo de 2012

Domingo tonto

Les sucede a muchas personas: esperan que lleguen las primeras horas del lunes para volver a dar sentido a su vida.


Esta tarde me he sentido sola. Es domingo y nadie me ha llamado por teléfono en todo el día. Es extraño que no haya sonado ni una sola vez, ni siquiera preguntando por alguien que no existe o por un antiguo inquilino.
Nadie ha llamado a la puerta tampoco. Hace dos horas por poco me da un vuelco el corazón. Lo cierto es que vivo en un cuarto piso y no es frecuente que alguien se decida a subir, a menos que sea el encargado de medir la luz, y no trabaja los domingos por la tarde. Pero no, me había equivocado. Llamaban a la puerta de al lado, pero estaba tan inquieta que oí los golpes como si fueran en mi propia puerta.
Hoy es un día tonto. Ya no puedo poner otra lavadora ni volver a lavarme el pelo. Mis armarios están ordenados, estoy al día en la cartas, ninguna película de la cartelera me llama la atención... Mi única salvación es el teléfono y estoy pendiente de que suene. Quiero que suene. Lo necesito. Estoy harta de hojear por decimotercera vez el periódico, suplemento dominical incluido. Es la clásica hora infame en que es muy tarde para dormir una siesta reparadora (y acortar el día) y muy temprano para ponerme el camisón y acostarme. ¿Cómo escapar de la locura? No me atrevo a bajar un paseo; temo perder la única posible llamada de la tarde. No hago más que dar vueltas por la casa. No puedo evitar sentir el cuerpo pesado, como sin voluntad, imposible de coordinar como otros días.
Cuando era pequeña me encantaban los domingos. Cada vez quedaban menos horas para volver al colegio, donde me reencontraba con mis amigas del alma. Me esforzaba en hacer un millón de cosas para que las horas pasaran volando. También es cierto que a esta hora, las ocho de la tarde, hace unos veinte años, yo ya estaba en la cama con mis oraciones rezadas. Son tan tristes los domingos cuando no tengo nada que hacer... Me imagino que la mayoría de los habitantes de este mundo estarán como yo, girando sobre sí mismos, sin saber por dónde empezar, esperando a que los primeros minutos del lunes les devuelvan el sentido a la vida. ¡Pero si prefiero estar en mi casa que en el trabajo! Es curioso, veo pasar las horas con una lentitud horrible y me pregunto adónde irán esas horas muertas, esas horas que yo mato con cada uno de mis segundos de inactividad.
No quiero consejos: visita un museo, pinta, lee, ordena discos, clasifica la ropa que usas y la que ya no te pones, limpia los armarios... Sé perfectamente que existen 450.000 cosas que podría hacer. Pero los sanos consejos no arreglan los domingos. Hace algunos años, cuando estaba en la facultad, vi a una chica que llevaba un flequillo perfecto y, por supuesto, la envidié. Un domingo por la tarde, desesperada por las interminables horas de encierro, cogí las tijeras de mi madre, me eché todo el pelo hacia adelante, y lo corté de un sólo movimiento, con la esperanza de que me quedara a capas, como el de esa chica. La peluquerías no abren los días de fiesta y me vi obligada a esperar el día siguiente para que una pobre mujer se diera el trabajo de componer el desastre formado.
Me quedan cuatro casillas para completar el crucigrama del día y llevo ya más de 40 minutos releyendo las definiciones. Me pregunto qué ponen en la televisión, pero mi desidia es tal que prefiero no levantarme para verlo. Quizá deba capitular y aceptar la gata que mi hermana me quiere regalar. Hoy mi casa me parece fría, inhumana, sin vida. No puedo poner plantas, porque se me olvida regalarlas, y he llorado ya varias veces sobre una planta seca. Tengo flores alegres y de colores repartidas en un montón de floreros peor se están marchitando.
Un animal me ha´ria compañía los domingos, por los menos, se daría cuenta de que existo y se acurrucaría a mi vera para sentir mi calor. Y los demás días de la semana, ¿qué haría con la mascota? Si dejo morir una planta, ¿qué le podría pasar a ese pobre animal? Supongo que no es el momento de aceptar el regalo de mi hermana.
Anochece y pronto podré meterme en la cama. Sé que tardaré varias horas en dormirme, pero la culpa no es del domingo. La culpa es mía. No estoy sola únicamente los domingos por la tarde. La soledad no es ninguna tontería y no pienso seguir coqueteando con ella. En realidad, nunca lo he hecho, pero me persigue, como a todos, y noto su presencia en tardes como ésta, cuando no suena el teléfono ni una vez y nadie llama a la puerta.


Por Carolina Díaz

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