Escribir lo que hay que hacer es a veces la única fórmula para recordarlo.
Me encerré por fin en mi apartamento, después de saludar al portero, a la cuñada de una vecina y a un niño travieso que estaba en el ascensor. No tuve fuerzas para vaciar la bolsa de la compra y la dejé en el pasillo, después de hacer un rápido cálculo mental: no, no había nada que pudiera estropearse. Antes de colgar mi chaqueta, revisé los bolsillos y encontré la lista de la compra, que arrugué inmediatamente, y la lista de las cosas que tenía que hacer esa tarde en casa: ordenar el armario, sacudir las alfombras, tirar las revistas viejas, pedir hora para el ginecólogo, llamar a mi hermana, preparar la cena, descolgar las cortinas y quitar las fundas del sofá para llevarlas al tinte, reunir los papeles que necesitaría para preparar la clase de pasado mañana, intentar ver la película de Buñuel de la una de la madrugada, y luego, finalmente, dormirme.
Tengo la mala costumbre de apuntar con detalle todo lo que debo hacer. Lo único que he dejado de anotar son las llamadas a mi novio, pues la primera vez que vio su nombre en una de mis listas de deberes, como las llamaba él, me dijo que si debía recurrir a una lista para recordar que tenía que llamarlo, dentro de poco tiempo tendría que escribir su nombre en la mesilla de noche para no olvidar que tenía un novio. Estaba realmente cabreado, así que dije "¡vale!", y cambié de tema. Ahora tengo más cuidado con mis papeles personales. ¿Cómo podía hacerle entender que una lista no es un recordatorio, sino un mapa para saber moverme por los días? Sin una lista, no sabría por dónde empezar. Con su ayuda, miro mi panorama desde fuera, como mera espectadora, y puedo catalogar, dar prioridades, postergar, eliminar lo fútil y lo más importante, empezar de una vez para ejercer el placer total, ese que llega al final: tachar una a una las secciones de mi lista. Sin embargo, nunca he logrado tachar todos los renglones de mis listas. Sólo la de la compra, pero eso no es ningún mérito. Las trampas consisten en cavilar de la siguiente manera: "En realidad, no es necesario que..." Y, zas, lo tacho. Quedo con un leve cargo de conciencia, pero en el fondo me siento satisfecha de haber zanjado así el asunto. He llegado a la perfección de hacer listas acerca, incluso, de los temas en los cuales tengo que pensar.
La verdad es que en un momento dado me empezó a inquietar el tema. Imaginé que mi dependencia de las listas podría ser una patología reconocida en los organismos internacionales de psiquiatría y que a lo mejor ya tenía cura. Llamé a mi hermana, que es psicóloga, y le comenté mi preocupación. Afortunadamente es algo mucho más normal de lo que creía y me aseguró que se trataba de una manera un poco exagerada de organizarme, que la mayoría de la gente era capaz de controlar su vida sin apuntar nada, pero que, desde luego, no me hacía falta una camisa de fuerza. He hecho listas de los chicos que me han besado, de la gente a la que he prestado dinero, de las veces que me he dormido a las siete de la mañana... Sólo por hacerlas, claro, porque las tiro a la basura inmediatamente. Además, no podría consentir que las viese mi novio. Aunque no sé muy bien por qué. Yo nunca le he recriminado su manía de comprar herramientas. Me gustaría saber quién no tiene una excentricidad. Mi madre, por ejemplo, me obligaba a tomar una sopa intragable. Con la cantidad de sopas que podía hacer, siempre hacía la misma, porque quería. Mi abuelo estaba suscrito a una revista religiosa, pero era ateo. En realidad la gente es muy injusta, sobre todo conmigo, que soy una persona muy normal. Ahora, tengo un papel en blanco delante de mí y una de mis plumas favoritas (es importante el color de la tinta y el tipo de bolígrafo que se emplea al confeccionar una lista) y estoy pensando en la gente normal que conozco. Mi jefe tiene razón: los anormales son los demás, y los normales somos pocos. En mi lista todavía no hay nadie.
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