Amaba a mi marido. Confieso que cuando me casé con él me sentí la mujer más feliz del universo y este sentimiento me siguió acompañando hasta que surgió aquello que estuvo a punto de hacer que perdiera mi paraíso. Daniel era y es un hombre excepcional. Considerado, enamorado, fiel y con la habilidad suficiente para llevarme a su terreno haciéndome creer que él pisaba el mío. Lo encontraba perfecto y el único defecto que ensombrecía su perfección eran los celos. Le atormentaban. No por falta de confianza en mí, que era lo curioso, sino por miedo a que otro hombre se interpusiera en mi camino y nuestra unión concluyera para siempre. Me consideraba una mujer más que guapa, explosiva, de esas que llaman poderosamente la atención del sexo opuesto. Tal vez porque siempre he caminado erguida, pisando fuerte y con seguridad. Mi figura es aceptable - él dice que imponente - y, la verdad, yo no me encuentro físicamente nada del otro mundo. Me considero normalita, de las del montón, pese a que Daniel se empeñe en que se ha casado con una divinidad.
- ¡Lo que hace el amor!
Aquello que sucedió, vino provocado por sus celos. Es una mala enfermedad, difícil de curar, padecida por la mayoría de los seres humanos, pero, desgraciadamente, son pocas las personas que se atreven a reconocer su mal y a poner remedio a sus continuos ataques, que no son más que un reflejo de sus propias inseguridades. Mi marido era un enfermo, y era imposible convencerle para que dejara a un lado sus continuas obsesiones.
Como todos los años - llevábamos tres de matrimonio - y por expreso deseo mutuo todavía no teníamos hijos, puesto que queríamos disfrutar de nuestra juventud - él 30 años, yo 24 - antes de crearnos obligaciones y deberes que nos lo impidieran, habíamos tomado en alquiler un pequeño apartamento a orillas del mar, en una playa tranquila y alejada de la capital costera a la que por las noches acudíamos de vez en cuando para frecuentar disco-pubs y boites.
Aquella mañana, tuve que desplazarme a la ciudad. Si hay algo que no soporto, es un cabello descuidado y lo tenía hecho polvo del salitre del agua del mar y del sol, amén de que las mechas sobre mi color cobrizo ya estaban de un amarillo grifo que daba asquito y muy bajas de raíz. Necesitaba repetirlas y un ubuen baño de crema o mascarilla con vaporizador. Pese a que no le gustaba que saliera sola, lógicamente no me iba a acompañar para tirarse un par de horas o tres esperándome. Le convencí para que se quedara y se dedicara a la pesca submarina que tanto le gustaba. Le prometí - como en verdad pensaba hacerlo - regresar en cuanto terminara de mi sesión de peluquería y aceptó a regañadientes.
Vestida informalmente - vaqueros y una camiseta - me senté ante el volante del coche y lo puse en marcha dispuesta a dirigirme a buena velocidad a la capital que distaba de allí 30 kilómetros. No eran más de las nueve de la mañana y por descontado que tenía prevista mi vuelta para antes de la hora del almuerzo. Conducía relajada y satisfecha porque la afluencia de vehículos era casi nula. Llevaba la ventanilla abierta y el aire fresco de aquella mañana de verano golpeaba mis mejillas haciéndome sentir despejada y optimista, y deseosa de embellecerme para mi marido. Llevaría recorridos unos 13 kilómetros, cuando surgió aquel imprevisto que casi iba a poner punto final a mi matrimonio.
De siempre, Daniel me había repetido que viera lo que viera en la carretera, jamás detuviera el coche. Es ya conocido la cantidad de incidentes que se pueden leer en las crónicas de sucesos de cualquier periódico referentes a hechos acaecidos con falsos autoestopistas, seres sin escrúpulos dedicados al hurto e incluso a violentar a las mujeres. Pero aquello era distinto. No se trataba, como se pudiera pensar, de alguien que quisiera trasladarse por necesidad o capricho, sino de una señora que con el rostro ensangrentado, corría por el arcén y que, de pronto, se detuvo haciéndome la señal de alto con mano temblorosa. Me conmoví. Mi fondo es humano y la mujer necesitaba auxilio. No pensé en que pusiera tratarse de una trampa. Ni se me ocurrió que la sangre pudiera no ser otra cosa que anilina para dar visos de realidad a una falsa apariencia de lesiones que parecían serias. No tuve en cuenta las recomendaciones de Daniel y frené en seco, ajena por completo a lo que me esperaba. En cuanto el automóvil quedó detenido, la desconocida abrió la portezuela y llorando con desconsuelo, suplicó:
- Por favor, señora, auxilieme. ¡Necesito ayuda! Mi marido se ha golpeado brutalemente. ¡Por favor!...
Se expresaba en un castellano chapurreado que evidenciaba su procedencia extranjera, pese a su apariencia latina. Debería tener unos 45 años, era morena y, en traje de baño, se cubría de cintura para abajo con un pareo de colores chillones.
- Suba - resolví - la llevaré al puesto de socorro.
Le ofrecí un pañuelo para que se limpiara la cara de la sangre que le manaba.
- Hemos discutido y me ha atacado salvajemente. Suya ha sido la culpa.
Estaba asustada y no quería mirar aquel horrible rostro. Llegamos al puesto y la atendieron inmediatamente. Necesitó cuatro puntos de sutura. Esperé, dispuesta a llevarla a donde fuera.
- Le agradezco lo que ha hecho por mí - dijo, ya más tranquila -. El ha tenido la culpa - insistió, sin que yo alcanzara a comprender lo que su expresión significaba. Le suplico que me lleve a una comisaria.
Pensé que lo que pretendía era formular una denuncia. Y lo encontré lógico. Mi sorpresa me dejó sin habla cuando confesó ante la policía:
- Vengo a entregarme. ¡He matado a mi marido!
Aparecí por nuestro apartamento mucho más tarde de lo previsto y no encontré en Daniel la comprensión que esperaba. Estaba convencido de que la historia que le acababa de contar no era más que un invento mío, que lejos de asimilar le sacaba de quicio. Para él me había entretenido con el primero que se había cruzado en mi camino. De nada me sirvió insistir una y otra vez, incluso me hizo jurar. Finalmente determiné romper si no variaba de actitud.
No me dirigió la palabra al día siguiente. Aceptaba nuestra separación. Era una esposa infiel.
Veinticuatro horas después, la noticia aparecía en la sección de sucesos del periódico. Él me pidió perdón prometiendo que jamás volvería a dudar de mi palabra.
Así fue. Y somos felices.
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