martes, 24 de abril de 2012

La cita

¿Quién te reprocharía tus horas visionarias, o denunciaría tu modo de vivir como un despilfarro, cuando no era más que la sobreabundancia de tus inagotables energías?
Fue en Venecia, bajo la arcada cubierta que llaman el Puente de los Suspiros, donde encontré por tercera o cuarta vez a la persona de quien hablo.
Venecia estaba extrañamente oscura. El gran reloj de la Piazza había dado la quinta hora de la noche italiana. Volvía a casa desde la Piazzetta, siguiendo el Gran Canal. Cuando mi góndola llegó ante la boca del canal de San Marcos, oí desde sus profundidades una voz de mujer que exhalaba en la noche un alarido prolongado, histérico y terrible. Me incorporé sobresaltado, mientras el gondolero dejaba resbalar su único remo y lo perdía en la profunda oscuridad, sin que le fuera posible recobrarlo. Quedamos así a merced de la corriente, que en ese punto se mueve desde el canal mayor hacia el pequeño. Semejantes a un pesado cóndor de negras alas nos deslizábamos blandamente en dirección al Puente de los Suspiros, cuando mil antorchas, llameando desde la ventanas y las escalinatas del Palacio Ducal, convirtieron instantáneamente aquella oscuridad en un lívido día preternatural. Escapando de los brazos de su madre, un niño acabada de caer desde una de las ventanas superiores del elevado edificio a las profundas y oscuras aguas del canal, que se habían cerrado silenciosas sobre su víctima.
Aunque mi góndola era la única a la vista, muchos arriesgados nadadores habíanse precipitado ya a la corriente y buscaban vanamente en su superficie el tesoro que, ¡ay!, sólo habría de encontrarse en el abismo. En las grandes losas de mármol negro que daban entrada al palacio, apenas a unos pocos peldaños sobre el agua, veíase una figura que nadie ha podido olvidar jamás después de contemplarla. Era la marquesa Afrodita, la adoración de toda Venecia, la más alegre y hermosa de las mujeres - allí donde todas eran bellas -, la joven esposa del viejo e intrigante Mentoni y madre del hermoso niño.
La marquesa permanecía sola. Y, sin embargo, ¡cosa extraña!, sus grandes y brillantes ojos no miraban hacia abajo; en dirección a la tumba donde su mejor esperanza había sido sepultada, sino que aparecían como clavados en una dirección por completo diferente. La prisión de la antigua República es, según creo, el edificio más majestuoso de Venecia; pero, ¿cómo podía aquella dama contemplarlo tan fijamente, mientras allí abajo se estaba ahogando su único hijo? Un negro, lúgubre nicho hallábase situado exactamente frente a la ventana del aposento de la marquesa. ¿Qué podía haber, pues, en sus sombras, en su arquitectura, en sus solemnes cornisas cubiertas de hiedra, que la dama no hubiese contemplado mil veces antes? ¡Oh, desatino! ¿Quién no recuerda que, en momentos como ése, la mirada, semejante a un espejo trizado, multiplica las imágenes de su desolación y ve en innumerables lugares lejanos la pena más cercana?
Varios escalones más arriba que la marquesa y dentro del arco de la compuerta se veía a Mentoni, todavía con su traje de fiesta, semejante a un sátiro. Ocupábase por momentos de rasguear las cuerdas de una guitarra y parecía aburrido, mientras, de cuando en cuando, daba instrucciones para el salvamento de su hijo. Todos los esfuerzos parecían vanos. Los más decididos en la búsqueda empezaban a cansarse y se entregaban a una profunda tristeza. Poca esperanza quedaba ya de salvar al niño (¡y cuánto más desesperada estaría la madre!). Pero entonces, desde el interior de aquel oscuro nicho que he mencionado como parte integrante de la prisión de la antigua República - y que quedaba frente a las ventanas de la marquesa -, una silueta embozada avanzó hasta las luces y, luego de hacer una pausa al borde del abismo líquido, zambullóse de cabeza en el canal. Un minuto después, al emerger llevando en sus brazos al niño que aún respiraba y alzarse en los peldaños de mármol del lado de la marquesa, la empapada capa se soltó de sus hombros y, cayéndose a sus pies, mostró a los estupefactos espectadores la graciosa figura de un hombre joven, cuyo nombre resonaba entonces en toda Europa.
¿Y la marquesa?...Sus labios, sus hermosos labios temblaban; las lágrimas se arracimaban en sus ojos, y de pronto todo el cuerpo se aquella mujer se estremeció con un temblor que le venía del alma...
¡Y la estatua recobró vida! Vi súbitamente cómo la palidez marmórea de sus facciones, el alentar de su seno y la pureza de sus blancos pies se anegaban en una incontenible marea carmesí. Y un leve temblor agitó su delicado cuerpo, como la brisa gentil de Nápoles agita los plateados lirios en el campo.
¿Por qué se sonrojaba la dama? ¿Y esos ojos que imploraban desesperadamente? ¿Y el tumulto del agitado seno? ¿Y la convulsiva presión de aquella mano temblorosa que en momentos en que Mentoni retornaba al palacio, se posó accidentalmente sobre la mano del desconocido? ¿Y qué razón podía haber para aquellas palabras en voz baja, en voz tan extrañamente baja, aquellas palabras sin sentido que la dama murmuró presurosamente en el instante de despedirlo? 
- Has vencido - dijo, a menos que el murmullo del agua me engañara-. Has vencido...Una hora después de la salida del sol...¡Así sea!
El tumulto se había apaciguado, murieron las luces en el interior del palacio y el desconocido, a quien yo, sin embargo, había reconocido, permanecía solo en la escalinata. Estremecióse con inconcebible agitación y sus ojos miraron en todas direcciones buscando una góndola. No podía menos de ofrecerle la mía, y la aceptó. Luego de obtener un remo en una compuerta, continuamos juntos hasta su residencia, mientras mi huésped recobraba el dominio de sí mismo y se refería a nuestra superficial relación en términos de gran cordialidad.
Frente a ciertos temas, me gusta ser minucioso. La persona del desconocido - permitidme llamarlo así, ya que lo era todavía para el mundo entero -, la persona del desconocido constituye uno de esos temas. Su estatura era algo inferior a la mediana, aunque en momentos de intensa pasión su cuerpo crecía como para desmentir esa afirmación. La liviana y esbelta simetría de su figura antes anunciaba la vivaz actividad demostrada en el Puente de los Suspiros, que la hercúlea fuerza que, en ocasiones de mayor peligro, había desplegado sin aparente esfuerzo. Su boca y mentón eran los de una deidad; los ojos, singulares, ardientes, enormes, líquidos, de una tonalidad fluctuando entre el puro castaño y el más intenso y brillante azabache; una profusión de cabello negro y rizado, bajo el cual se destacaba una frente de no común anchura, que por momentos resplandecía como marfil iluminado; tales eran sus rasgos, tan clásicamente regulares que jamás he visto otros semejantes, salvo, quizá, en las imágenes del emperador Cómodo. Y, sin embargo, su rostro era de esos que todo hombre ha visto en algún momento de su vida, pero no ha vuelto a encontrar nunca más. No tenía nada peculiar, ninguna expresión predominante que fijar en la memoria; un rostro visto e instantáneamente olvidado, pero olvidado con un vago y continuo deseo de recordarlo otra vez.
Al despedirnos, la noche de aquella aventura me pidió, de una manera que me pareció urgente, que no dejara de visitarlo muy temprano por la mañana. Poco después de la salida del sol llegué a su palazzo, uno de aquellos enormes edificios de sombría y fantástica pompa que se alzan sobre las aguas del Gran Canal, en la vecindad del Rialto. Fui conducido por una ancha escalinata de mosaico hasta un aposento cuyo incomparable esplendor irrumpía por las puertas abiertas, con lujo tal que me cegó y me confundió. Saltando de un lado a otro, en mil refracciones, desde las cortinas que bajaban de sus cornisas que bajaban de sus cornisas como cataratas de plata fundida, los rayos del astro rey se mezclaban por fin con luz artificial y caían en masas vencidas y temblorosas sobre una alfombra tejida con riquísimo oro de Chile, que daba la impresión de líquido.
- ¡Ja,ja,ja! - rió el señor de aquel palacio, ofreciéndome asiento y tendiéndome en una otomana -. Bien veo - agregó al advertir que no alcanzaba a adaptarme inmediatamente a un recibimiento tan singular -, bien veo que está usted asombrado de mi cámara, mis estatuas, mis pinturas, la originalidad de mi concepción en materia de arquitectura y tapicería... ¿Verdad que se siente como embriagado frente a mi magnificencia? Pero, perdóneme usted, querido señor - y aquí el tono de su voz descendió hasta tocar el espíritu mismo de la cordialidad -, perdóneme mi poco caritativa risa. ¡Parecía usted tan completamente asombrado! Por lo demás, ciertas cosas son a tal punto cómicas, que uno tiene que reír o morirse. ¡Morirse de risa debe ser el más glorioso de los fines! Pero en este momento -agregó, mientras su voz y su actitud variaban extrañamente - no tengo derecho de estar alegre a expensas de usted. Y no me extraña que se haya quedado estupefacto al entrar. Europa no es capaz de producir nada tan hermoso como mi pequeño gabinete real. El resto de las habitaciones no se le parecen para nada; son simples ejemplos de insipidez a la moda. Pero esto es mejor que la moda, ¿no le parece? Y sin embargo, bastaría que vieran este aposento para que se iniciara la moda más furiosa... entre aquellos, claro está, que pudieran pagarla al precio de su entero patrimonio. Pero me he cuidado de semejante profanación. Salvo una persona, es usted el único ser humano, fuera de mí y de mi criado, que ha sido admitido en los misterios de estos aposentos...
Me incliné en señal de agradecimiento, ya que aquel lujo sobrecogedor, los perfumes, la música y la inesperada excentricidad del tono y la actitud de mi huésped me impedían expresar con palabras lo que de otra manera hubieran constituido un elogio.
- Aquí - dijo él, levantándose y apoyándose en mi brazo, mientras íbamos de un lado a otro de la estancia -, aquí hay pinturas desde los griegos hasta Cimabue, y de Cimabue hasta la hora actual. Muchas han sido escogidas, como puede usted ver, con muy poco respeto por las opiniones de los entendidos. Y, sin embargo, constituyen una decoración adecuada para un aposento como éste. Hay asimismo algunas obras maestras de grandes desconocidos...y aquí figuran dibujos inconclusos de hombres que fueron celebrados en su día y cuyos nombres han quedado reservados al silencio y a mí, gracias a la perspicacia de las academias. 
- ¿Qué piensa usted  -dijo, volviéndose bruscamente mientras hablaba- de esta Madonna della Pietá?
- ¡Es la obra de Guido! - exclamé con todo el entusiasmo de mi espíritu, pues había estado contemplando intensamente su incomparable hermosura -. ¡Es la obra de Guido! ¿Cómo pudo usted obtenerla? ¡No cabe duda de que es en pintura lo que la Venus en escultura...!
- ¡Ah! -dijo pensativamente -. Venus...la hermosa Venus... ¿La Venus de Médicis? ¿La de la pequeña cabeza y el resplandeciente cabello? Parte del brazo izquierdo - aquí su voz se tornó tan baja que me costó oírla - y todo el derecho han sido restaurados; pienso que en la coquetería de ese brazo derecho reside la quintaesencia de la afectación. ¡Para mi, la Venus de Canova! El mismo Apolo es una copia... no cabe la menor duda...¡Oh, estúpido y ciego que soy, incapaz de alcanzar la tan mentada inspiración del Apolo! Perdóneme usted, pero no puedo evitar una preferencia por el Antinoo.
Se ha afirmado -o debería afirmarse- que en la actitud del verdadero caballero cabe advertir siempre una diferencia con el comportamiento del hombre vulgar, sin que en el instante pueda precisarse en qué consiste. Suponiendo que dicha observación se aplicara con toda su fuerza a la conducta exterior de mi amigo, aquella memorable mañana sentí que correspondía referirla aún más a su temperamento moral y a su carácter. Para definir esa peculiaridad de espíritu que parecía apartarlo esencialmente del resto de los seres humanos, la llamaré un hábito de intenso y continuo pensamiento, que invadía incluso sus acciones más triviales, penetraba en sus momentos de gozo y se entrelazaba con sus estallidos de alegría, como los áspides que surgen de los ojos de las máscaras sonrientes en las cornisas de los templos de Persépolis.
No pude menos de observar, sin embargo que, a pesar del tono alternado de liviandad y solemnidad que mi huésped adoptaba para referirse a cuestiones de menuda importancia, había en él una cierta vacilación, algo como un fervor nervioso en la acción y la palabra, una inquieta excitabilidad de conducta que en todo momento me pareció inexplicable y que a ratos llegó a alarmarme. Con frecuencia, deteniéndose a mitad de una frase cuyo comienzo había aparentemente olvidado, quedábase escuchando con la más profunda atención, tal como si esperara la llegada de un visitante u oyera sonidos que sólo existían en su imaginación.
Ocurrió que, durante una de esas ensoñaciones o pausas de aparente abstracción, me puse a hojear la hermosa tragedia del poeta y humanista Poliziano, Orfeo - la primera tragedia italiana -, que había encontrado a mi alcance sobre una otomana. Al hacerlo descubrí una pasaje subrayado con lápiz. Correspondía al final del tercer acto, y era un fragmento apasionadamente emocionante, un pasaje que, aunque manchado de impurezas, no podría ser leído por hombre alguno sin despertar en él nuevos estremecimientos y hacer suspirar a las mujeres. Aquella página estaba borrosa de lágrimas recién vertidas y, en la parte en blanco del folio opuesto, leí los siguientes versos en inglés, escritos con una letra singular de mi amigo, que al principio me costó darme cuenta de que era la misma:
"Tú fuiste para mi, oh amor,
todo lo que mi espíritu anhelaba,
isla verde en el mar,
fuente y santuario,
con guirnaldas de frutas y de flores,
Oh amor, que fueron mías.
¡Ay, en qué aciago día
por el mar te llevaron
robándote al amor, para entregarte
a caducos blasones mancillados!
¡Robándote a mi amor!"
Que aquellos versos hubieran sido escritos en inglés - idioma con el cual no creía familiarizado a mi huésped- me sorprendió un poco. Demasiado sabía la extensión de sus conocimientos y el singular placer que experimentaba en ocultarlos a los demás. Pero el lugar donde estaba fechado el poema me causó, debo admitirlo, no poca confusión. La palabra original era Londres, y, aunque aparecía cuidadosamente tachada, podía, sin embargo, ser descifrada por un ojo escrutador. He dicho que me causó no poca confusión, pues bien recordaba una conversación anterior con mi amigo durante la cual le preguntaba si alguna vez había conocido en Londres a la marquesa de Mentoni (la cual residía en aquella capital antes de su matrimonio); si no me equivoco, su respuesta me dio a entender que jamás había pisado la metrópoli inglesa. Bien puedo mencionar de paso que muchas veces había oído decir (sin dar crédito a un rumor, al parecer, tan improbable) que el hombre de quien habló era no sólo por su nacimiento, sino por su educación, inglés.
- Hay una pintura - dijo él, sin advertir que yo había estado leyendo la tragedia - que todavía no ha visto usted.
Y descubrió un retrato de la marquesa Afrodita.
El arte humano no podía haber hecho más en el trazado de su belleza sobrehumana. La misma etérea figura que se alzaba ante mí la noche anterior en la escalinata del Palacio Ducal volvía a ofrecerse a mis ojos. Pero en la expresión de su rostro, que resplandecía sonriente, se insinuaba esa incierta melancolía, que siempre será inseparable de la perfección de la hermosura.
El brazo derecho  de la marquesa aparecía doblado sobre el seno. Con el izquierdo del cuadro, un vaso de extraña factura.
Mis ojos pasaron de la pintura a la figura de mi amigo, y las vigorosas palabras del Bussy d'Ambois de Chapman subieron instintivamente a mis labios:
Está erguido
Como una estatua romana
¡Y así permanecerá
hasta la muerte lo que haya vuelto mármol"
- ¡Vamos! - exclamó por fin, volviéndose hacia una mesa de plata maciza, ricamente esmaltada, sobre la cual aparecían algunas copas fantásticamente coloreadas, juntamente con dos grandes vasos etruscos, semejantes en su factura al extraordinario modelo que aparecía en la parte inferior del retrato, y llenos de un exquisito vino.
- ¡Vamos! - repitió bruscamente -. Es muy temprano, pero lo mismo beberemos. Sí, ciertamente es temprano - continuó pensativo, en momentos en que un querubín descargaba su pesado martillo de oro, haciendo resonar la estancia con la primera hora posterior a la salida del sol -.
¡Oh, sí, es temprano! Pero, ¿qué importa? ¡Bebamos! ¡Brindemos como ofrenda a ese solemne sol que nuestras brillantes lámparas e incensarios se obstinan en someter!
Y, después de brindar conmigo, bebió sucesivamente varias copas de vino.
- Soñar - continuó, recobrando el tono de su inconexa conversación -, soñar ha constituido, como ve usted, este lugar para los sueños. ¿Podría haber creado uno mejor en pleno corazón de Venecia? Cierto que lo que se percibe es una mezcla de ornamentación arquitectónicas. La castidad jónica se ve ofendida por las formas antediluvianas, y las esfinges egipcias se tienden sobre alfombras de oro. Sin embargo, el efecto sólo resulta incongruente para un espíritu tímido. Las unidades, las convenciones de lugar y sobre todo, de tiempo, son los espantajos que aterran a la humanidad y la apartan de la contemplación de las magnificencias. Y mismo profesé en un tiempo ese rigor, pero semejante sublimación de la locura acabó por estragar mi alma. Lo que ahora me rodea es lo más adecuado a mi propósito. Como esos incensarios de arabescos, mi espíritu se retuerce en el fuego, y el delirio de esta escena me prepara a las visiones más exaltadas de esa tierra de sueños reales hacia donde voy a partir enseguida.
Detúvose bruscamente, dejó caer la cabeza sobre el pecho y pareció escuchar un sonido que mis oídos no percibían. Por fin, enderezándose, miró en los versos del obispo de Chichester:
¡Espérame allá! Yo iré a encontrarte
En el profundo valle.
Un instante después, cedido a la fuerza del vino, se dejó caer sobre una otomana.
Oyéronse pasos presurosos en la escalera y resonaron pesados golpes en la puerta.
Me disponía a impedir que volvieran a molestarnos cuando un paje de la casa de Mentoni irrumpió en el aposento y gritó, con palabras que la emoción ahogaba y volvía incoherentes:
- ¡Mi señora...envenenada...! ¡Oh la hermosa Afrodita!
Estupefacto, me precipité a la otomana y traté de que el durmiente recobrara el uso de los sentidos. Pero sus miembros estaban rígidos, lívidos los labios, y aquellos ojos brillantes aparecían ahora fijos para siempre por la muerte. Retrocedí tambaleándome hasta la mesa y mi mano cayó sobre una copa rota y ennegrecida. Y la conciencia de la terrible verdad, se abrió paso como un rayo en mi alma.

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