domingo, 15 de abril de 2012

Crimen en el zoo

Y como siempre ocurre cuando uno se lanza a la búsqueda de personajes, éstos acaban encontrándote. Pasa lo mismo con las historias. A veces es la historia la que lleva directamente al personaje; otras, al contrario, cada personaje tiene su propia historia y no puedes falsearla. Es así de sencillo. Un personaje, una historia, y estás salvado.


Surge el personaje entre la niebla
Es por eso por lo que no me preocupé demasiado cuando recibí el encargo de unos cuentos para una nueva revista. Ya sabía que mis personajes, mis historias, acabarían encontrándome. El primer signo llegó de la mano de mi amante favorita, Silvia. Un buen día se levantó con un nombre que había soñado: Jorge Sangüesa (sí, sí con diéresis y todo). Como siempre ocurre, yo no me di cuenta al principio: hasta qué punto puede uno obsesionarse con algo, que la señal pasó para mí inadvertida.
Las circunstancias posteriores me hicieron comprender, una vez más, que el destino es una casualidad recalcitrante. Y el destino se había propuesto fabricarme una historia. Yo sólo tenía que esperar, pero eso, claro está, no lo sabía entonces. Como cada día, me levantaba, desayunaba, compraba varios periódicos y me iba a dar una vuelta por la ciudad a la búsqueda de mi historia, a partir mi cuento.
Las secciones de sucesos de los periódicos no llevaban nada extraordinario: "Dos crímenes pasionales entre hermanos gemelos", "Una vecina que arroja a una niña por el hueco del ascensor", "Doctor muere en el zoo despedazado por los leones", "Suicidio desde lo alto del Empire State", "Joyero muerto en extrañas circunstancias", "El misterioso asesinato de Florencia"..., vulgaridades. Lejos de servirme para mis fines, me demostraba que la realidad a veces supera las fantasías más desbordantes.
"Jorge Sangüesa, investigador privado, traslada su agencia de investigación de la calle del Pez. Por encontrarse aún en obras la nueva oficina, se facilitará oportunamente la dirección en este mismo diario. Muchas gracias."
Así que existía. Lo extraño es que no figuraba ninguna dirección nueva. Camino del periódico se me ocurrió pensar que tal vez sería una clave, un mensaje destinado a alguien. También, quién sabe, podría ser un anuncio que hubiera aparecido varios días y Silvia lo hubiera trasladado a su sueño. El anuncio sólo había aparecido ese día y, tal y como me temía, en la antigua dirección de Sangüesa me informaron que le habían echado por falta de pago. De repente, me encontré buscando un personaje por la ciudad.


Aparece el título
Bernardina, mi portera, intuyó que algo no marchaba varios días después. Aficionada al ajedrez, los crucigramas, el fútbol y la novela policíaca (todo lo que odiaba Silvia), a veces era muy difícil quitársela de encima, sobre todo si, como era habitual, te desarmaba a la primera ocasión.
- ¿Se ha enterado, don Alvaro? ¡Tenemos un nuevo crimen!
- ¿Cómo? - contesté - ¿Y en cualquier caso, a quién tenemos y el qué?
- Un asesino. Lleva tres crímenes en el zoo. Acaban de decir por la radio que ha sido encontrado muerto un biólogo en la jaula de los gorilas. Y ya es la tercera persona. Primero fue un doctor y luego un vigilante. Demasiada casualidad. La radio habla de extrañas muertes mientras la policía busca a otro vigilante que ha desaparecido, antiguo cuidador de animales en un circo, que por lo visto sentía demasiado amor por los bichos. 
- "Crimen en el zoo...¡Qué buen título, Bernardina! ¿Cómo he podido olvidar ese caso?
- Porque nadie se atrevía aún a hablar de asesinatos, sino que se habló de accidentes. Primero, el doctor Rosell en la jaula de los leones, "un descuido", dijeron, pero el caso es que no le vieron entrar allí. Apareció en la jaula, destrozado, con la llave echada por dentro. El vigilante parecía que se había resbalado desde las rocas artificiales y había caído en el estanque de los hipopótamos. Tenía un fuerte golpe en la cabeza cuando lo sacaron ahogado a la mañana siguiente. La autopsia reveló que el golpe se lo había hecho al caer, pero yo veo que hay gato encerrado. Las casualidades, más si son con muertes, no existen.
- La clave está en el zoo, sin duda - seguía Bernardina -. A ver si le da vueltas al coco., me decía esa mujer rubia y levemente llenita, 1.65 metros de altura, 57 años, viuda de policía municipal, dicharachera y educada, cultivada a su manera, cotilla lo estrictamente necesario y con quien, de vez en cuando, echaba una partida de ajedrez, mi vicio favorito confesado.
- Alfil cuatro dama, amenaza torre y caballo en horca - le dije mientras miraba de reojo el tablero.
- Lo esencial es invisible a los ojos, dijo no se quién - respondió -. NO se fíe, si las negras hacen eso, las blancas tienen jugada de jaque. Como en los crímenes del zoo. Lo evidente, estoy segura, está delante. En este caso los barrotes nos impiden ver la jaula. 
Bernardina era imposible. Inicié el camino de mi ático mientras, a mis espaldas, su voz apostillaba:
- No se preocupe si oye golpes. Están acondicionando el segundo para oficinas.
- ¿Ah, si? - contesté mientras le daba vueltas al asunto del zoo.
Decidí que había que darse una vuelta por allí. Conocía a un veterinario amigo de uno los colegas del zoo. Quiero decir, de sus colegas veterinarios. Zacarías me acompañó gustoso por la tarde.
- La verdad es que aquí todos estamos igual de despistados. No hay motivos, si es que son crímenes, para ello. Salvo que Eustaquio esté loco - decía el veterinario titular, Tomás Martínez.
- Eso, en el supuesto que haya sido él - dije.
- Claro, claro - añadió el señor Martínez -. ¿Cómo ha dicho que se llamaba? ¿No será investigador privado?, acabo de estar con uno.
Tuve una intuición. Era demasiada casualidad para confiar en la suerte.
- No, soy escritor, me llamo Alonso Fonseca, me gano la vida escribiendo sobre cosas como éstas. Por cierto, ¿no será mi amigo Jorge Sangüesa el que ha venido?
- Me dejó su tarjeta. Aquí está, sí, mire, el señor Sangüesa, calle del Pez, 13.
El señor Martínez nos explicó lo mismo que había explicado a Javier. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para concentrarme. Así que, de nuevo, Sangüesa se cruzaba en mi camino o yo en el suyo. Inquietante cuando menos. 
Los animales venían mal acondicionados y hubo en la última varias veces las jaulas en la última remesa africana. Quizás eso molestó a Eustaquio, que no le gustaba ver sufrir a los animales... es lo único que se me ocurre - dijo Martínez-.
- ¿De dónde provenían los animales? - pregunté.
- De las selvas africanas. Rodesia, Tanzania, Ruanda. Yo mismo viajé a Africa para ayudar al traslado. Llegaron hace una semana.


Maniobra de divertimento
Bernardina, de vuelta a casa, llegó a la misma conclusión que yo: Eustaquio era una pieza clave y su aparición podía aclarar alguna cosa. Desgraciadamente, Eustaquio apareció al día siguiente debajo de un montón de estiércol, cerca de donde vivía, dentro del perímetro del zoo. Llevaba muerto más de tres días. El asunto se ponía interesante, pero los malditos ruidos del segundo derecha no me dejaban concentrarme. Y me faltaban pistas.
Una vez más, el escurridizo Sangüesa me proporcionó otro sobresalto. Harto de esperar la ansiada señal en el diario, me dirigí a la Tribuna para poner un anuncio.
- ¡Qué casualidad, el señor que busca acaba de marcharse! - me dijo la chica de publicidad.
¡Dios, acababa de chocar con él! Salí como una flecha, pero Sangüesa había desaparecido tragado por los ascensores dentro del estómago del edificio. Digerido. Diluido.
Su anuncio, en realidad, no aportaba gran cosa. Decía que las obras continuaban y que en breve plazo comunicaría la nueva dirección. En aquel momento me di cuenta de que mi libreta de notas había desaparecido. Debió ser en el choque con Sangüesa, cuando nuestras respectivas carpetas se cayeron. Tiene gracia: busco desesperadamente a mi personaje por la ciudad, me doy de bruces con él, y no sólo no le reconozco - ¡vaya una intuición de autor de novelas policíacas la mía! - sino que, incluso, en la confusión, se queda con mi cuaderno y todas mis notas, mapa de Africa subrayado e incluido para ubicar la zona donde provenían los animales.
Desarmado, a merced de Sangüesa, aunque al menos no tiene mi dirección.


El personaje supera a su creador
Por la tarde, mientras los ruidos del piso de abajo martilleaban mi cabeza, llegó Silvia. Irritado, dolorido, enfadado conmigo mismo, casi no la escuché mientras me decía:
- Me han dado esto para ti.
"Esto" era mi libreta de notas, el mapa y un pesado sobre en cuyo interior encontré limaduras de hierro y oro. Lo enviaba Sangüesa. Pero, ¿cómo había dado conmigo? En la libreta de notas, de su puño y letra, había un mensaje:
"Muchas gracias por la ayuda. Su mapa fue providencial. No comprendo cómo no nos encontramos antes. Yo estaba tras la pista de un contrabando de oro cuando se produjo el asesinato del joyero y la primera de las extrañas muertes del zoo. Nada me hubiera hecho relacionar ambos casos de no ser por las limaduras de hierro. Recordé haber visto limaduras de hierro y oro en los bolsillos del joyero asesinado cuando lo registró la policía. Nada más normal. Pero tendría que haber visto su rostro y su cuello horriblemente desfigurados... Como obra de un loco o de un animal a quien después han ayudado. Cuando leí lo del zoo - llámelo intuición o lo que sea -, decidí humear un poco. Edgar Allan Poe fue quien descubrió que la mejor manera de camuflar algo que se quiere esconder es precisamente...dejándolo donde todos lo vean. No fui yo, sino Bernadina, como habrá adivinado, quien me dio, sin quererlo, la clave, con sus frases sobre los barrotes que no dejan ver las jaulas y su particular versión de Saint-Exupery. Sí, conozco a Bernardina. Si no llega a ser por ella, no hubiese dado con usted. Su mapa fue la pieza que me faltaba al puzzle. Usted señaló en un círculo las zonas de selva. Sólo que su círculo fue tan grande que englobó también África del Sur y sus minas de oro y diamantes. Ese era el asunto. Contrabando de oro y diamantes a través de los animales capturados. ¿El método? Muy sencillo, ya lo habrá adivinado: en los barrotes de las jaulas. ¿Quién va a sospechar de una jaula cuando lleva un león dentro? Unos barrotes eran de oro puro pintados de negro y otros huecos, con los diamantes. Creo que nunca ha habido animales como éstos que hayan sido encerrados...en auténticas jaulas de oro y brillantes.
Sin embargo, hubo un fallo. Martínez y su banda - sí, era él, empecé a sospechar cuando le quiso cargar el muerto a Eustaquio - debían dormir a los animales y cambiarlos de jaula, pero un león despertó antes de tiempo y mató al joyero. Eso complicó las cosas. Tuvieron que matar al biólogo, que comenzó a sospechar tras la muerte del doctor Rossell - y esta sí que fue accidental -. Crimen conduce a crimen, y Eustaquio fue descubierto cuando merodeaba cerca. Un estúpido accidente del ayudante de Martínez le salvó el pellejo por unas horas, aunque al final, el veterinario tuvo que matarlo después de que su ayudante se despeñara. Cerca de donde murió encontré raspaduras de hierro y oro. Todo encajaba y, afortunadamente, Martínez está ya detenido.
Dejo a su inteligencia el descubrir cómo encontré su dirección.


El misterio se descifra
El crimen lo hubiera resuelto más tarde o más temprano, pero lo que más me interesaba en ese momento era mi personaje. Los ruidos habían cesado. Entre las voces de Silvia, que a mis espaldas pensaba que me había vuelto loco, bajé a grandes zancadas los tramos de escalera que me separaban del segundo y de mi presentimiento. En la puerta, en unas letras de molde doradas sobre cristal opaco, resaltaba un nombre: "Jorge Sangüesa, Agencia de Investigación". Respiré. Mi personaje, al fin, me había encontrado.

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