Aquel día, Ignacio salió solo, le apetecía tomar el fresco. Se dirigió a un local de moda, allí siempre estaba el mismo grupo de chicas, se había fijado otras veces. Las vio sentadas en el sitio de siempre. Buscó una mesa vacía y tomó asiento muy cerca de ellas. Desde allí podía oír perfectamente de qué hablaban.
- ¿Qué va a tomar el señor? - preguntó el camarero.
- Un coñac francés.
- Ahí viene Rosana - oyó cómo decía una del grupo.
- ¡Qué milagro que sale de su madriguera! - adujo una segunda. Rosana era una joven de unos veintidós años, rubia, de mediana estatura, delgada. Después de saludar a todas, tomó asiento y pidió un café. Durante la mayor parte de la tarde Ignacio pudo ver cómo Rosana apenas abría la boca, mientras sus amigas no habían parado de decir majaderías, a juicio de Ignacio. Una de las veces oyó cómo ella comentaba:
- Las cosas parecen ir cada ver peor en Yugoslavia.
Ninguna le contestó, por supuesto. No tenían ni la menor idea de lo que pasaba allí. Ignacio se dio cuenta enseguida. Aquella chica era distinta a las demás, de eso no había ninguna duda.
Volvió al día siguiente y al otro, pero era inútil. Estaban todas menos ella. Por su parte, el grupo formado por sus amigas ya se había logrado enterar de quién era aquel nuevo cliente tan guapo. Era un buen partido para cualquiera.
- ¿Me da fuego, por favor? Pidió Lidia a su lado.
Ignacio llevó la mano al bolsillo y encendió el cigarrillo.
- Gracias - le dijo enseguida muy sonriente -. Es nuevo aquí, ¿verdad?
- Relativamente.
- ¿Y no se aburre solo?
- Un poco - quiso ser cortés.
- Si lo desea, puede sentarse con nosotras.
No quiso ser grosero y aceptó la invitación. Se sentó con ellas en la mesa y llamó al camarero.
- Las señoritas están invitadas a lo que quieran.
Todas se apresuraron a pedri whisky, cuba libre, pinchos. Menuda le iba a salir la broma... De repente, apareció Rosana. Ignacio respiró, al menos no lo había perdido todo. Se levantó cuando ella llegó y le ofreció el asiento de al lado. Después de presentarse la invitó cortésmente.
- Un café - pidió Rosana.
Ignacio se afianzó más en la idea de que era distinta a las demás. Pronto se vieron envueltos en una animada conversación. Las otras permanecieron calladas.
- Se me ha pasado la tarde sin enterarme - comentó Rosana.
- Y a mí, te llevaré a casa.
Así empezó la amistad de Rosana e Ignacio. Después de aquel día salieron siempre solos. Era la única condición que él ponía.
- Mañana iré con ellas - dijo Rosana aquel día -. No he vuelto a verlas.
- Pues no me esperes. Te veré pasado.
Rosana fue con sus amigas aquel día. Hacía unos minutos que acababa de llegar al café cuando le vio aparecer.
- Ahí está el del otro día - dijo Lidia.
Ignacio se sentó rápidamente al lado de Rosana.
- No te esperaba.
- Quería verte y sabía que te encontraría aquí.
Rosana se turbó al oírlo. Ella consideró a Ignacio un amigo desde el primer moemento, pero no quería hacerse ilusiones. No obstante, se estaba dando cuenta de que en su interior estaba sufriendo una transformación. Deseaba ver a Ignacio y estar siempre con él, ya no le valía quedarse en casa leyendo sola. ¿Acaso se había enamorado de él?
Aquella tarde fueron al cine. Al salir, Ignacio le dijo:
- Estás muy callada.
Dime algo. Pero Rosana no decía nada. Esperaba a que él hablase.
- Rosana.
- ¿Qué?
- Te quiero.
Se lo dijo así, sencillamente.
- ¿No me contestas nada?
- Y yo a ti, Ignacio - dijo.
De repente, se habían convertido en un par de locos enamorados.
- ¿Por qué me has elegido a mí? - le preguntó -. Ya sabes que mis amigas estaban locas por cazarte.
- Porque tú eres diferente, tú eres la que yo buscaba, y ya empezaba a desesperarme porque creí que no existía. Yo quería una mujer, y tú lo eres. Ellas son para mí unas niñas tontas y mimadas.
- Pero son buenas.
- No basta que lo sean, hay que parecerlo. Y comprenderás que no soy adivino.
- Ellas creen que así se conoce más gente.
- Pues mucho me temo que se equivoquen totalmente.
- No seas malo, Ignacio.
- Soy normal, Rosana, sólo normal. Y te he escogido a ti porque para mí tú también lo eres.
También aquello era lógico y normal.
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