Había en los tiempos antiguos un sastre rico y muy dado a la diversión y al jaleo, que acostumbraba a salir de paseo con su mujer en busca de distracciones raras. Un día, cuando volvían a casa, se encontraron en el camino con un jorobado. Tras un rato de conversación, le invitaron a cenar con ellos.
Ya en la casa, la mujer del sastre cogió una loncha de pescado y una rebanada de pan y se la ofreció al jorobado diciendo:
- ¡Por Alá! ¡Tienes que tragarlo sin masticar! Y como el pescado tenía una espina muy dura, el hombre se atragantó y murió al instante.
- ¿Qué vamos a hacer ahora? - dijo el sastre.
Cogió la mujer al jorobado, lo envolvió en un paño de seda y dijo a su marido:
- ¡Échate al muerto a la espalda! Yo iré contigo, diremos que es nuestro hijo enfermo. En la calle, la mujer iba gritando:
- ¡Hijo mío! ¿Cómo podemos salvarte? Has cogido la viruela y queremos curarte.
Al escuchar esto, todo el que pasaba se alejaba corriendo. Llamaron a la puerta de un médico judío. Una esclava abrió la puerta y dijo:
- ¿Qué queréis a estas horas?
- Traemos a nuestro hijo para que lo vea el médico. Toma estos cuatro dinares, dáselos a tu amo y dile que baje a ver al muchacho.
Subió la esclava a avisar al médico. El sastre y su mujer abandonaron al jorobado en el zaguán y salieron huyendo. Cuando el médico vio los cuatro dinares se alegró mucho y no puso reparo en levantarse de la cama para asistir al enfermo. A oscuras bajó la escalera y, al llegar al zaguán, tropezó con el cuerpo del jorobado, haciéndolo rodar por el suelo.
- ¡Por Dios! ¡Tropecé con el enfermo y lo maté! ¿Qué voy a hacer ahora? Cogió al muerto y lo subió a la alcoba para contarle a su mujer lo ocurrido.
- No podemos tenerlo en casa. Si lo encuentran aquí será nuestra perdición. Lo cogeremos entre los dos y lo subiremos a la azotea. Desde allí lo arrojaremos a casa de nuestro vecino el musulmán. Su casa está infestada de ratas, perros y gatos. Esos bichos no tardarán en comerse al muerto.
Y allí lo dejaron, apoyado en la pared de la cocina. Al poco rato llegó el vecino con una vela encendida. Al ver al hombre echado sobre el suelo exclamó:
- ¡Por Alá que el que robaba la carne y la manteca de mi despensa no era perro ni gato, sino un ser humano! ¡Pues te vas a enterar!
Y diciendo esto cogió una estaca y comenzó a apalear al presunto ladrón. Luego, cuando lo miró de cerca, vio que estaba muerto. Temiendo por su suerte, se cargó al muerto a la espalda y salió de su casa. Como ya despuntaba al alba, caminó sin detenerse hasta el zoco. Y allí lo dejó, arrimado junto al muro de una tienda. No había transcurrido mucho tiempo cuando pasó por aquel lugar un cristiano, completamente borracho. Tambaleándose, fue a arrimarse a la pared, pues quería orinar, y cuál fue su sorpresa cuando se topó con el cuerpo del jorobado. Como le habían robado el turbante, pensó que aquél era otro ladrón de turbantes y le propinó un puñetazo en el pecho. Y, a continuación, de puro borracho que estaba, comenzó a gritar. En seguida apareció el guarda del zoco y se encontró al cristiano apaleando al jorobado.
- ¡Deja a ese hombre en paz!
Y al levantar el cuerpo del suelo vio que estaba muerto! Prendió al cristiano y se lo llevó a casa del juez. Al cristiano ya se le había pasado la borrachera, y en el camino iba diciendo:
- ¡Ay, Virgen Santa! ¿Cómo he podido matarlo con tan pocos golpes?
Cuando llegó la mañana, el juez interrogó al cristiano. Y como éste no pudo negar los hechos, le condenó a la horca. Al rato llegó el verdugo y cuando ya se disponía a atarlo llegó el musulmán corriendo y gritando:
- ¡Detente! ¡Yo fui quien mató a ese hombre!
Y así el musulmán confesó ante el juez cómo había encontrado al hombre en su casa, y creyendo que era un ladrón le dio un garrotazo en el pecho y lo mató, dejándolo luego abandonado en el zoco. Al escuchar el juez aquellas palabras, mandó soltar al cristiano y le dijo al verdugo:
- ¡Ahorca a este otro!
Y el verdugo le quitó la cuerda al cristiano y se la puso al musulmán. Y cuando ya se disponía a atarlo al palo se presentó el judío, gritando al verdugo:
- ¡Detente! Yo fui quien mató a ese hombre. Lo trajeron a mi casa para que lo curara y cuando bajé a verlo tropecé con él y lo maté sin querer. Ordenó el juez que mataran al judío y apareció entonces el sastre gritando:
-¡Detente! Ese hombre es inocente. Encontré al jorobado en la calle, borracho, y lo llevé a mi casa. Mi mujer le introdujo un trozo de pescado y otro de pan en la boca y, al ordenarle que lo tragara de un golpe, murió ahogado. Luego lo llevamos a casa del médico judío y salimos huyendo.
Al oír estas palabras, dijo el gobernador al verdugo:
- Suelta al judío y dale muerte al sastre.
Y el verdugo lo empujó hacia la horca, murmurando:
- ¡Con tanto coger al uno y soltar al otro no vamos a ahorcar a ninguno!
"Cuentos orientales" Cuento de Pakistán.
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