sábado, 21 de abril de 2012

Ludo Garel

Era solamente un criado, pero su espíritu se ocupaba sin cesar de cosas en las que no piensa normalmente la gente corriente. Sus continuas meditaciones le habían llevado muy lejos. El mismo confesaba que poseía, poco más o menos, el fondo de todo aquello que conoce un hombre sabio.
"Pero - pensaba - existe todavía un punto que me preocupa, y sobre el cual no poseo ninguna luz: la separación del cuerpo y el alma".
Su señor, uno de los últimos supervivientes de la noble casa de Quinquiz, tenía en él mucha confianza, y le consideraba un hombre de buenos consejos. Un día, le llamó a su gabinete.
- Mi querido Ludo - le dijo -. Hoy no me encuentro muy bien. Creo que estoy incubando alguna extraña enfermedad y tengo el presentimiento de que no voy a vivir mucho. ¡Si por lo menos mis asuntos estuvieran en orden!... Ese maldito proceso que tengo en Rennes no deja de preocuparme. Hace ya casi dos años que espero su resolución. Si antes de morir pudiera verlo resuelto en mi favor, me iría con el corazón más ligero. Mañana te pondrás en camino. Visitarás a cada uno de los jueces, y les rogarás que, lo antes posible, se pronuncien en mi favor o en mi contra. Como eres inteligente, espero que encuentres los medios para disponerles en mi favor. Yo me voy a acostar. ¡Ruega a Dios que no me lleve de este mundo antes de tu regreso!
Le despertó el canto del gallo, y como pensó que anunciaba la llegada del alba decidió ponerse en camino. Era pleno invierno. Apenas se podía distinguir el sendero. Al rato, se topó de frente con una pared que le impedía continuar. Bordeándola, llegó a una escalera. Era la escalera del cementerio. De pronto vio que una sombra salía de la tierra y se dirigía hacia él por una de las avenidas laterales. Cuando estuvo más próxima, pudo distinguir la figura de un hombre de rostro distinguido. Saludó al visitante.
- Buenos días - dijo éste -. Viaja muy temprano.
- En realidad no sé qué hora es, voy a Rennes y debía de salir pronto.
- Yo también voy hacia allí - explicó el visitante -. Si quiere, caminamos juntos. El rostro y el tono del extraño inspiraban confianza. Ludo, aunque inquieto al principio, no tardó en sentirse encantado con su compañía. Comenzaron a hablar. Y, poco a poco, el criado fue haciéndose más expansivo. Puso al desconocido al tanto de todo lo que le preocupaba: la enfermedad misteriosa de su amo, los sombríos presentimientos que éste había tenido...
El tiempo pasaba y la noche continuaba en una total oscuridad. La conservación fue languideciendo y terminó por apagarse. Ludo comenzaba a observar a su compañero por el rabillo del ojo, y a encontrarle un aspecto singular. Deseaba con todas sus fuerzas que llegara el día. Por fin pudieron distinguirse los primeros resplandores del amanecer. El desconocido dijo a Ludo:
- La próxima vez intente asegurarse de la hora. Si no le hubiera acompañado hasta este momento, le habría acontecido más de una enojosa aventura.
- Gracias - dijo Ludo.
- No tiene por qué. Debo indicarle también que es inútil que continúe su camino. Los jueces ya se han pronunciado en favor de su amo. Vuelva pues, para anunciarle la buena noticia.
- ¡Dios mío! Mucho mejor. El señor conde va a curarse.
- No. Va a morir. Por esta razón, Ludo Garel, os estará permitido presenciar la separación del cuerpo y el alma. Sé que lo desea desde hace mucho tiempo.
- ¿Se lo he dicho yo? - exclamó Ludo, pensando que había hablado demasiado.
- No, usted no me lo ha dicho. Pero aquel que me ha enviado en su ayuda le conoce muy bien.
- ¿Y podré ver la separación del cuerpo y el alma?
- Sí. Su amo morirá entre las diez y las diez y media. Permanezca a la cabecera de su cama y no aparte la vista de su rostro. Cuando muera, verá salir de su boca un ratón blanco. Es el alma de su amo. Este ratón escapará en seguida por algún agujero. No se preocupe. Vaya a la iglesia y espere. No entre antes que él. Limítese a seguirle. Si se ciñe estrictamente a mis recomendaciones, antes de la noche conocerá usted eso que ha deseado desde hace tanto tiempo. Y ahora, Ludo Garel,¡adiós!
Al decir esto, el extraño personaje despareció en medio de un ligero vapor.
Ludo llegó a Quinquiz.
- ¡Alabado sea Dios! - dijo su amo al verle aparecer -. Has hecho bien en darte prisa, pues me encuentro muy mal. Si hubieras tardado media hora más, no me habrías encontrado con vida. ¿Cómo ha ido todo en Rennes?
- Ha ganado usted.
- Gracias a ti puedo morir tranquilo, amigo mío.
Esta vez el criado no intentó reconfortar a su señor con palabras de aliento. Sabía que el destino debía cumplirse. Se situó con tristeza junto a la cabecera de la cama. La habitación estaba repleta de gente que lloraba. Al llegar la hora predicha, el conde empezó a agonizar y, expirando suavemente, dejó de existir. Ludo comprobó que el hombre del cementerio había dicho la verdad. Vio salir de la boca de su amo un pequeño ratón blanco que desapareció con rapidez por una de las paredes. 
Ludo se dirigió a la iglesia, el ratón llegó casi al mismo tiempo. El animalito entró en la nave y se puso a dar saltitos menudos y rápidos. El criado se movía a grandes zancadas y pudo seguirle sin dificultad. Dieron tres vueltas a la iglesia, y, a la tercera, el ratón escapó hacia los campos. Tras recorrerlos tomaron la dirección de la casa. Al llegar a la era se encaminaron hacia una caseta donde se guardaban los aperos de labranza. El animalito puso su patita sobre cada uno, y de cada uno se despidió. Luego entró en la casa. Trepó sobre el cadáver y se introdujo en el ataúd. Cuando el clérigo vertió el agua bendita y los parientes cercaron echaron las primeras motas de tierra, Ludo vio salir al ratón blanco. Le siguió con rapidez. Atravesaron bosques, lagunas, aldeas, hasta llegar a un gran monte sobre el que se erigía el tronco medio seco de un árbol. Su interior estaba hueco. El ratón se deslizó por una de las hendiduras y Ludo vio aparecer al señor de Quinquiz en la corteza del árbol.
- ¿Qué hace usted aquí?
- Todo hombre debe cumplir su penitencia.
- ¿Puedo al menos ayudarle de alguna forma?
- Sí, puedes.
- ¿Cómo?
- Ayunando por mí durante un año y un día. Después seré liberado para siempre.
- Lo haré - dijo Ludo.
Mantuvo su promesa. Cumplió su ayuno y murió.

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