viernes, 31 de agosto de 2012

Luz para mis tinieblas

Se lo contaba todo a Joe Lorna, nuestra huésped. Era el único que teníamos, pues mamá, con la pensión que le quedó al morir papá y lo que pagaba el huésped por la comida, cama y lavado de ropa, opinaba que vivíamos estupendamente.
Recuerdo que tenía ocho años. Fue entonces cuando Joe Lorna vino, a raíz de un anuncio que mamá puso en el periódico.
Joe era representante de comercio. Entonces no me di cuenta de la importancia de su oficio como yo tenía sólo ocho años cuando él llegó a casa, le tomé mucho cariño. Crecí a su lado. Por eso me inspiró tantísima confianza.
Vivíamos en Canadá, en Ottawa, concretamente.
Joe viajaba frecuentemente a Montreal y Toronto. Alguna vez, llegaba a Mattawa y North Bay. Siempre esperé su regreso con ilusión, pues para nosotros era como uno más de la familia.
Yo tenía veinte años cuando empezó a cortejarme un chico. Había empezado la carrera de leyes, pero no pude terminar. Gané unas oposiciones en una escuela particular, de la cual era profesora.
Joe debía contar entonces treinta y cuatro años, pues tenía veintidós escasos cuando llegó a nuestra casa.
No sé por qué cuento todo esto. Tal vez se deba al desenlace, inesperado, sin duda, que surgió en mi vida afectiva.
Aquellos días, Joe Lorna se hallaba en cama, debido a un fuerte resfriado.
A mi salida del colegio y después de dar un paseo con Jim, me iba al cuarto de nuestro huésped a contárselo todo.
No me atrevía con mamá y, en cambio, me causaba placer desahogarme con Joe.
- ¿Qué tal esas relaciones? - me preguntó aquel día.
- Cállate - rogué -, te puede oír mamá.
- Algún día tendrás que decírselo.
- ¡No sé cuándo! ¿Estaré enamorada realmente, Joe? ¿Lo estuviste tú alguna vez? Joe emitió una risita.
Moreno, alto, fuerte...Representaba más años de los que tenía en realidad.
No es que tuviese la piel rugosa, ni que sus ojos pardos, muy penetrantes, parecieran cansados. Tal vez su madurez radicaba en la gravedad de su semblante.
Sin embargo, cosa rara (ahora ya no me lo parece), a mí me inspiraba más confianza que mamá.
- El primer amor es sólo una pequeña locura y un cúmulo de curiosidades.
- ¿Qué dices?
Me incliné sobre su lecho mirándole cuidadosamente.
- Sí. Eso pienso que es el primer amor. Pero esta definición no es mía, querida Liz, la hizo Shaw.
- Ah.
- Dime por qué piensas que no estás enamorada.
- No sé - casi me ruboricé -, debe ser porque no me siento del todo a gusto a su lado. Estoy siempre deseando regresar a casa. ¿No te parece raro?
Alargó la mano y asió mis dedos. Me los apretó un poco y luego me pidió en tono bajo:
- Dame un cigarrillo, anda. Olvídate ahora de Jim...
Se lo encendí y yo misma se lo puse en la boca.
- Ojalá que el día de tu boda - dijo Joe gravemente - pueda yo regalarte los anillos de compromiso.
- Tu representación de joyas - pregunté cándidamente -, ¿no te tienta a apoderarte de algo hermoso? 
- No soy ambicioso. Egoísta tal vez, pero no ambicioso. Mamá me llamaba desde alguna parte.
- Liz - dijo mamá -, ¿no crees que molestas a Joe? Está descansando. Y pasado mañana tiene que marchar a Toronto. Aún tiene unas décimas de fiebre. No le aturdas, pues, con tu cháchara. La casa parecía vacía aquellos días.
Me sentía un poco ausente de mí misma, como hueca. Sin emociones ni confidencias.
Mamá me preguntó uno de aquellos días:
- ¿Quién es ese chico que te acompaña? Te he visto llegar varias veces...Me gustaría que te casaras, pero ten cuidado. El matrimonio es algo muy serio. Y dos que se unen para toda la vida han de amarse entrañablemente para soportarse con placer.
- Se llama Jim. Es aparejador y trabaja en la inmobiliaria que hay cerca de la escuela.
- ¿Qué edad tiene?
- No se lo pregunté.
No se me ocurrió ni siquiera eso. Notaba que no era totalmente feliz. Faltaba algo, y no precisamente en Jim, que cada día, decía él, me amaba más, sino en mí. ¿Qué esperaba yo de la vida y del amor?
Mamá interrumpió mis pensamientos.
- Para ti la vida ha sido dichosa, Liz. Nunca tuviste muchas preocupaciones. No creas que el matrimonio está exento de ellas. No voy a inmiscuirme en tus cosas, pero te ruego que tengas mucho cuidado. No quisiera que te cegara la ansiedad.
Me fui a la cama muy pensativa. Nunca me miraba mucho al espejo, pero aquel día lo hice, debido, tal vez, a la curiosidad que experimentaba hacia mí misma. Creí, tonta de mí, que en mi rostro se expresarían mis sentimientos o mis contrariedades.
No vi más que unas delicadas facciones. Una boca grande, unos dientes blancos e iguales y unas cejas largas y negras. También mis grandes pestañas y el azul de mis ojos.
Dormí mal. Al amanecer, me preguntaba qué sería el amor y si yo lo sentiría verdaderamente por Jim.

Cuando llegué a casa, entré llamando a mamá. Y fue la voz de Joe la que me contestó.
- Ha salido, Liz.
Sentí un montón de sensaciones extrañas.
Había vuelto Joe. Su voz me producía no sé cuántas cosas. ¿Placer? ¿Ansiedad? Eché a correr y, como una niña sensible, me puse a su lado.
Joe no se asombró.
¡Estaba tan acostumbrado a mis reacciones!
- ¿Cuándo has vuelto? - pregunté feliz.
- Hace una hora. Cuando tu madre salía de casa. ¿Sabes que no tendré que volver a viajar?
- ¿No? ¿Por qué?
- Me quedo aquí de gerente.
- Oh...¿No estás muy contento?
- Imagínate - sonrió gravemente.
Tendré que buscar piso, esposa...formar una familia.
Me quedé anonadada.
- ¿Irte... -titubeé - de esta casa?
- El día que tu te cases tendría que hacerlo igualmente, Liz. A tu marido no le gustará tener en casa otro hombre.
- Si para que te quedes tengo que renunciar a mi boda - sentencié a lo tonto, sin darme cuenta de lo que decía - renuncio desde ahora mismo.
Nunca olvidaré la forma en que Joe me miró. No supe interpretar la expresión de sus ojos. Sé que se puso en pie y fue al balcón.
Por primera vez en mi vida no me atreví a pronunciar palabra. Tenía muchas cosas que decir, pero mi boca se selló de tal modo que preferí marcharme.
- Liz - oí su voz un tanto alterada.
Me quedé inmóvil, pero no volví la cabeza.
Sentí sus pasos acercándose.
- No he dicho que me fuese ahora, Liz. Tengo que madurarlo.
¿Iba a llorar? Estuve a punto de hacerlo. Para evitarlo eché a anda. Joe no me detuvo.
No le vi al día siguiente. Mamá notó la tristeza que me invadía, inexplicable a todas luces.
¿Qué me importaba a mí que Joe se casara?
También yo tenía novio y pensaba hacerlo.
Pero no podía, por muchas razones que me daba a mí misma, quitar aquella espina que llevaba como clavada en la sangre y en el corazón. Perder a Joe, el amigo del alma, a quien se le cuenta todo sin rubor, con claridad, pidiendo un consejo, ayuda para disipar una inquietud...
Mamá debió ver algo raro en mí aquella noche, cuando regresé del colegio.
- A ti te ocurre algo.
- No, no creo.
- ¿Estás segura?
- Claro - titubeé.
- ¿has reñido con ese chico que te acompaña?
¿Jim? Pero si no le había visto, si di la vuelta a la calle para no encontrarlo donde él me esparaba.
De repente me resultaba insoportable su compañía.
- Liz... estás llorando.
- ¿Llorando? - casi grité -. Claro que no.
Mamá me pasó el dedo por los párpados.
- ¿Y esto qué es?
- ¡Oh!
- Liz...soy tu madre, tu amiga...¿qué te ocurre?
¿Cómo iba a decírselo, si ni yo misma lo sabía?
- Te aseguro que no tengo la más mínima idea. No me ocurre nada. Al menos que yo sepa.
- Entonces es que eres tonta.
- ¡Puede que lo sea, mamá!
- ¡Qué niña ésta! - la besó en el pelo.
Nunca me enterneció tanto un beso de mamá.
Y es que ¡estaba tan sensible aquel día!
- Vete a la sala de estar - me dijo -, luego te llamaré para comer.
Entré en la sala y vi a Joe. Se puso en pie.
- Hola, Liz.
- Ah - dije estúpidamente - estás ahí...
Sonó el teléfono en aquel instante. Pasé delante de Joe y fui a sentarme junto a la mesa.
- Diga.
- Liz - decía Jim indignado -, estuve esperando. No sé qué cosa pasó por mí. Creo que odié a Joe por estar allí, por tener que contestarle a Jim estando él mirándome.
- No pude.
- ¿Cómo que no pudiste? - gritaba Jim como energúmeno -. Si te vi cruzar la calle y tomar otra para esquivarme. ¿Sabes lo que te digo? Se acabó todo, Liz. ¿Me oyes bien? Si no me das una explicación a tu actitud, esto se terminó.
No me importaba en absoluto.
Joe dijo con su gravedad habitual:
- ¿Malas noticias?
- ¿Y qué importa?
Me miró desconcertado.
Hizo un gesto con la cabeza y luego comentó:
- Es la primera vez que te comportas incorrectamente. 
Ya lo sabía. Y me dolía ser así. Por eso me puse en pie y salí corriendo.

Es muy tarde - dijo mi amiga - ¿Nos vamos?
No lo estaba pasando bien, pero me aturdía aquella tarde.
- Espera.
- Pero si son las nueve y media.
- Un poco más.
- Sólo cinco minutos.
Yo seguí bailando con un chico, el cual, para ser sincera, no me interesaba en absoluto.
- ¿Vienes o no, Liz? - volvió a preguntarme.
- Me quedo - casi grité.
Mi amiga se fue. Al rato vi la figura de Joe Lorna, alto, firme, con aquella personalidad suya casi silenciosa, de pie en el umbral del salón. Atravesó el salón, se detuvo ante mí y me agarró el brazo.
- Vamos, Liz. Es hora.
Mi compañero empezó a engallarse, pero Joe con un gesto le detuvo.
- Me la llevo - afirmó con energía.
No fui capaz de negarme. El joven que bailaba conmigo se quedo indeciso junto a la barra. Estábamos en la calle:
- ¿Quién te llama a redentor?
- Estoy enamorado de tí. - me soltó como un pistoletazo.
No supe lo que sentía.
Sólo me di cuenta de que me turbaba como una tonta y enrojecía y me menguaba.
De repente, noté cómo el brazo de Joe rodeaba mi espalda.
- Anda - dijo bajísimo apretándome con furia -, Anda, tonta, vamos.
- Pero...
- Te ruego que me disculpes, estaba ciego. Pero llegué a casa esta tarde y tu madre me dijo: "Liz no ha vuelto. ¿Quieres ir a buscarla?"
- Y tú... - casi gemí.
- No sé qué me sacudió todo el cuerpo. Fue como si la luz se hiciera en mis tinieblas. Salí de casa y recorrí media ciudad. Hasta que di contigo.
- Pero...
- ¿No crees en mi amor?
 Creía. Necesitaba creer desesperadamente. Me hubiera muerto si en aquel instante me dicen que todo es mentira.
Loca de no sé qué me así con las manos a su brazo. Y como una niña ingenua susurré:
- ¿Es verdad?
- ¿Verdad?
- Lo que dices sentir por mí.
- Es - así, como él decía las cosas, sin resquicio para la duda.
- Oh.
- ¿No quieres?
- ¿Querer que tú me quieras?
- Sí.
- Claro - susurré, miréndome.
- Claro.
Joe me apretó contra su pecho y allí, en plena calle, me besó en la boca, frenético, mil veces.
Todo me daba vueltas. Pero le correspondí prohibiéndome a mí misma desfallecer.
- Joe...
- ¿Lo sabes ahora?
Lo sabía. No sólo lo de él, sino lo que yo sentía. Lo que ardía en mi pecho. Lo que antes me inquietó sin saberlo.
Subí corriendo las escaleras y Joe pretendió alcanzarme, pero yo llegué a la cocina antes que él.
- Mamá...nos vamos a casar Joe y yo...
Mamá siguió cocinando. Sólo dijo para mi desconcierto:
- Ya era hora.
- ¿Qué dices?
Se volvió riendo.
- Pensé que no lo ibas a descubrir nunca - y como si no ocurriera nada añadió: ¿Coméis o no?
No tenía ganas y Joe creo que tampoco.
Cuando nos despedimos, le dije bajísimo a espaldas de mamá que seguía dando vueltas sin parar, por la cocina:
- Bésame como antes.
Supe lo que era el amor en toda su expresión. Me di cuenta de lo mucho que significaba en mi vida.

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