viernes, 3 de agosto de 2012

Las viejas raíces

Acabo de llamarle, May. Espero que venga enseguida.
- ¿Hablaste con él? - y sin esperar respuesta, añadió:
- Por favor, cierra la puerta. 
Bea cerró y se acercó al lecho. Inclinose sobre él y templó con cariño el rostro infantil de Baby.
- Puede que no sea tan grave como tú supones - murmuró mientras se sentaba junto a la cama -. Los médicos de pueblo a veces fallan.
- Ojalá sea así.
- Deja de pasear, May. Siéntate. Aún no me has contado nada de tu vida. ¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos?
May se sentó. Morena, delicada. No más de veintiséis años. Ojos azules, contrastando con su pelo negro y el color mate de su piel. Esbelta y muy femenina.
- Unos cinco años - apuntó May -. desde el día que me casé.
Bea intentó sacar los cigarrillos del bolsillo. Sonrió.
- Iba a fumar. Me olvidaba de Baby.
- No lo hagas.
- Duerme ahora. ¿Por qué no salimos a la antesala?
- Es mejor que te acuestes, Bea - su voz tenía un matiz ahogado -. No quisiera causarte problemas. Tú vives tu vida. Tranquila y distinta a la mía.
Bea emitió una risita.
También morena, pero no tan bella como su hermana. Los ojos azules, aunque  no tan grandes como los de May. Tendría treinta años y hacía más de doce que trabajaba en Madrid en una casa aseguradora.
- Cuando falleción Daniel no pude ir al entierro, May. Mi trabajo...,ya sabes.
- Sí, me hago cargo.
Se casó a los diecinueve años. Su esposo falleció enseguida, antes de que naciera Baby. Desde entonces su vida fue una lucha. Pero eso no tenía por qué saberlo Bea jamás.
- Según lo que me diga mi amigo - dijo Bea -, mañana llevaremos a la niña a un especialista. Llegaste tan de improviso...Cuando supe que acababas de llegar..., me asombré. Tú, que nunca saliste del pueblo...
- Los médicos de allí no lo ven claro. Y tuve que venir. Sólo por ella lo hice. La casa está como cuando falleció mamá.
- Sí. Igual que cuando tú te casaste y te fuiste...Tía Lucía siempre dijo que no debías casarte. Que tú tenías un novio formal que estaba estudiando.
May se sobresaltó.
- Aquello pasó a la historia.
- Me lo imagino. Pero lo gracioso es que yo jamás supe que tuvieras un amigo.
- No era amigo. Era mi novio.
- ¿No le amabas?
May se levantó y fue hacia la cama.
- Déjala - pidió Bea -. Duerme tranquilamente. Luego vendrá Pedro. ¿Ya te hablé de Pedro?
- No - dijo May, a quien no le interesaba aquel amigo de su hermana más que como médico -. Me dijiste sólo que tenías un amigo, medio novio, que era médico, bien relacionado en Madrid, y con una clínica muy buena. Me pareció creer - miró a su hija sin parpadear - que pretendías cazarlo.
- Bueno, la frase es algo dura, ¿no? Y fea. Sí, deseo casarme, pero sólo lo haré con un hombre que me convenga. Pedro es interesante para cualquier mujer. 
En aquel instante sonó el timbre.
- Ahí está - murmuró Bea poniéndose rápidamente en pie -.
- Perdona un segundo. Iré a abrirle la puerta.
May miró a su hija. El recién llegado decía:
- ¿Qué pasa, Bea? Cuando llegué a casa me encontré tu recado...soy médico de niños - oyó la voz que la inquietó -. No creo que tú tengas hijos.
- Hijos, no - oyó la risa un poco exagerada de Bea -. Tengo una sobrina.
- Ajajá...Veamos lo que le ocurre.
- Vive en un pueblo del norte, y su madre, mi hermana, la trajo esta noche. Los médicos del pueblo no se explican su enfermedad.
- Esperemos que yo tenga más suerte.
May apretó los dedos contra la cabecera de la cama.
Sintió en su espalda los ojos de...Pedro Torre Villar...
- Buenas noches.
Se volvió. No podía quedarse de espaldas al recién llegado.
- May...Aquí está el médico.
Se miraron con asombro, estupor...¿pesar?
- Es mi hermana May - dijo Bea, ajena a lo que estaba ocurriendo allí, en el lenguaje de aquellos mudos ojos que se cruzaban de modo extraño -. May, mi amigo y médico Pedro Torre.
- Encantada - susurró con una vocecilla sensible que evocaba otros tiempos -. Mi hija...
Se diría que Pedro se había quedado mudo de repente, o que algo en sus cuerdas vocales le impedía hablar. Se inclinó sobre la enfermita y abrió el maletín.
Estuvo mucho rato auscultándola. En la alcoba sólo se oía a la niña débilmente.
Al fin se incorporó y guardó el instrumental.
- ¿Qué le encuentras, Pedro? - preguntó Bea, ansiosa.
May sentía como un frío en las venas.
¿Cerrar los ojos y pensar en ocho años antes?
No podía en aquel instante.
- Habrá que hacer varios análisis - dijo. Y después, sin mirarla, pero dirigiéndose a ella -: ¿Le hicieron alguno señora?
- No - tras un titubeo -. No les di tiempo. Me asusté y la traje a Madrid, rápidamente.
- ¿Cuánto tiempo lleva así?
- Quince días. Empezó todo con una gripe...Después le quedó un persistente catarro, luego le descubrí unas décimas...Y esa...debilidad.
- Ya.
- ¿Qué piensas, Pedro?
- No lo sé, Bea. Tendré que llamar a un analista.
Se dirigió a la puerta.
Ella hubiese querido correr hacia él, agarrarlo del brazo, pedirle que nunca se olvidara de aquello, pero que por Dios...curara a su hija. Se quedó tensa. Rígida junto a la cama, mientras Bea se iba hacia la puerta con...Pedro Torre Villar.
Este, en el umbral, mirándola de modo extraño, dijo:
- Volveré mañana. A las nueve vendrá el analista...estaré aquí a las tres con los análisis.
- Gracias...gracias.
- Buenas noches.
Le vio marcharse.
Alto, fuerte...con la diferencia de su expresión triste y las hebras de plata en los aladares.
No te preocupes ¿eh? Lo recibes tú. Ahora ya le conoces. Tengo que irme al trabajo. No te mortifiques. Verás cómo cura a Baby.
- ¿Está...casado?
- ¿Pedro? - rió Bea a su pesar -. Claro que no. No es fácil de cazar. Además me da la sensación de que no siente gran debilidad por las mujeres. Es algo raro. A mí me lo presentaron hace un año en un baile. Nos hicimos buenos amigos.
- Estás enamorada de él.
Bea se puso a reír.
- Pero May...¿siendo siendo romántica? A mi edad, el amor es sólo un sentimiento práctico. Tengo treinta años y unos locos deseos de dejar de trabajar. Y anhelo, como es lógico, casarme bien. Pedro es un excelente partido - consultó el reloj -. Las cuatro. Qué raro que se retrase. Bueno, ya me dirás por la noche qué ha pasado. Estás en tu casa. En realidad - aquí una risa sarcástica -, sigue perteneciendo aún a las dos. Mamá nos la dejó así.
Claro que tu te casaste y te olvidaste de la casa materna. Pero siempre estás a tiempo. ¡Oh! - exclamó aturdida -, qué tarde se me hace.
Sintió el timbre. Instintivamente miró el reloj. Eran las cuatro y cuarto.
Cuando entró, Pedro la miró superficialmente. Como si sus ojos resbalaran por ella sin rozarla apenas.
- Pase...
La voz de May tenía un tono apagado. Cerró él mismo la puerta y avanzó hasta la alcoba. La niña dormía plácidamente.
Un silencio extraño, como si en el ambiente flotara algo parecido a una agonía.
- ¿Por qué? - fue la pregunta inesperada.
May, que se hallaba tras él, juntó las manos sobre el pecho.
- Di - se volvió casi con violencia -. ¿Por qué?
- No sé...no sé...qué dices.
- Lo sabes.
Era cortante y amarga, la voz del hombre.
- La niña...
- La niña no tiene más que una simple infección mal curada. No me refiero a ella - dejó el maletín sobre la cama y giró en redondo, indicándole el camino de la salita -. No quisiera despertar a Baby - añadió en el umbral -. Pero no me marcho de aquí..., sin saber por qué...por qué me hiciste aquéllo.
May no sabía qué decir. Pedro Torre la asió del brazo y la sacó de la salita. Después, sin ira, más bien con pesar, cerró la puerta y se volvió hacia ella.
- Yo te quería. Dos años de espera no eran tantos años. Nunca pensé volver a verte...Y ahora te encuentro. Más hermosa que nunca, con una hija...
- Me casé...
- Eso...lo supe. No me digas que le amabas. O entonces tendré que pensar que jamás me quisiste.
- Te fuiste...
- ¿Podría terminar aquí mi carrera?
- Claro que si.
Se sentó. Pedro quedó como un juez ante ella.
- Yo no era rico, May. No ignoras con cuántos sacrificios hube de terminarla.
Tenías dieciséis años cuando te conocí. Y diecinueve cuando me tuve que ir a ganar aquella beca que me supuso tanto trabajo. Tú me ayudabas. Fuiste a despedirme al tren...Me juraste esperar...
- Oh...,calla...calla.
- Quizá para ti mi amor fu un pasatiempo. Para mí era...toda mi vida. 
También para ella, pero...
- Di. Al menos que yo tenga el consuelo de saber que no fuiste una...
- No lo digas.
- ¿Acaso crees que no me lo repito todavía? Conseguiste que jamás pueda volver a creer en los sentimientos de una mujer. Todo ese desencanto y desilusión es obra tuya.
May bajó la cabeza. Sus manos se apretaban una contra otra con desesperación.
De súbito la voz de Pedro sonó ronca y tenue.
- Me gustaría saber dónde...dejaste a tu marido.
- Murió.
Pedro se derrumbó en la butaca mirando al frente como un poste.
- Mamá, mamá, creí que te habías ido.
- Estoy aquí...cerca...con el doctor...Estás bien, ¿sabes? Te pondremos unso antibióticos y mañana o pasado regresaremos a casa... -inclinada sobre el lecho, acariciaba el rostro de la niña -. Me siento muy contenta ¿sabes? No tienes nada grave.
- ¿Es así, doctor? - preguntó la niña.
Ella, que no lo creía detrás, se puso de pie.
Quedó tensa junto a él.
Mil recuerdos, mil amarguras, y después...
Juntó los labios con desesperación.
- Es cierto,Baby. Podrás volver a correr muy pronto. ¿Cuántos años tienes?
- Casi siete.
Hubo como una sacudida en Pedro Torre.
La miró con fijeza.
Un silencio tenso, extraño.
Cargado de recuerdos y de vivencias.
- Duerme - dijo él -. Duerme un poco, Baby.
- Sí...sí...
Ven un momento, May. Tengo que hablarte.
Al verse de nuevo en la salita, se sentó en la butaca y mirándola fijamente le dijo:
- De modo que ni siquiera esperaste un año. Te casaste en cuento yo me fui. Tú...que me jurabas...
- Por favor.
_ Quién era tu marido? Di...¿Me engañabas ya con él? Di...- gritó.
- No, no te engañé nunca. Y de súbito, como contenida en un dique, las palabras le salían a borbotones de sus labios crispados -: Tenías demasiada ilusión por tu carrera. Yo...no podía truncártela. A los dos meses de marcharte, supe...supe...
- ¡May!
- Lo supe, sí. - Llevóse las manos al rostro -. No podía soportar aquella vergüenza. Ni pedirte que vinieras...No podía. Entonces...
Pedro se inclinó sobre ella como bebiendo sus palabras.
- Sigue. Por favor...no te detengas.
- Tú conocías a Daniel. Era...el hombre ya mayor que nos cuidaba aquellas pocas tierras que teníamos en el pueblo. Un día vino. Mamá había muerto, y Daniel...me encontró llorando. Tuve...tuve que decírselo.
- ¿Decirle?
- Lo que me pasaba.
- Dios...sigue. Por favor no te quedes así.
- Daniel me dijo que estaba muy enfermo. Que tenía los días contados. Y se ofreció a casarse conmigo.
Lo hizo. Falleció a los seis meses de la boda, antes de que naciera Baby.
Los dos seguían inmóviles y crispados.
- Quieres hacerme creer...
- No, no pretendo nada. Nada me interesa, excepto mi hija.
- Y yo...
- Tú no creerás jamás...jamás - miró al frente con desesperación -. ¡Qué importa eso ahora!
- No tuviste nada que ver.
- ¡Cállate! No quiero hablar de eso.
- Dilo.
- No. Nunca tuve nada que ver...nada...que ver...
Y con gran agitación y desconsuelo se puso en pie y corrió hacia la alcoba de la niña.
Pedro Torre, como si llevara sobre sí miles de años, tomó el maletín y se dirigió a la calle.
Sonó el timbre.
Abrió Bea rápidamente.
- Pedro, ¡qué gusto verte!
- Tu hermana..
- Oh, ¿no lo sabes? Ayer noche metió a la niña en un taxi y se fueron al pueblo. Yo no sé qué le pasaba. Te aseguro que no lo sé. Estaba como loca.
Pedro se dio la vuelta.
- ¿Te vas ya?
- Sí, sí...tengo mucho que hacer.
- Toma una copa conmigo, hombre.
- Lo siento, Bea. Tengo previsto un viaje hoy mismo...
Por la niña no te preocupes...Está bien.
- Pedro...te veo raro.
- Sí...,puede ser...Adiós, Bea.
Cuatro días después, María, la muchacha, dijo: - Un señor muy elegante desea verte.
- Tengo mucho que hacer. Si es un nuevo huésped, dile que ya lo tenemos todos cubierto.
- No dijo que quisiera habitación, May.
- Está bien. ¿Dónde anda la niña?
- Corriendo por el jardín.
Se alisó el cabello y se dirigió a la salita.
- Tú...
Pedro avanzó un paso mirando el entorno.
- ¿Vives desde entonces cuidando una casa de huéspedes? Pudiste decírmelo cuando falleció tu marido.
Ya estaba junto a ella. Era otro Pedro. Aquél a quien despidió en la estación de ferrocarril una noche de invierno.
- Vengo... vengo a casarme contigo. A llevarme a la niña y a ti...
- Has reflexionado.
Pedro la amaba como un loco.
Jamás dejó de pensar en ella. Por eso, cuando su mano se posó suavemente en el hombro femenino, y la deslizó hasta el brazo, ella presintiéndolo se estremeció, y balbuciendo:
- Pedro...si no crees.
- Creo. Ahora me doy cuenta...Debí dármela...entonces. No era posible que tú...me olvidaras.
La apretó contra sí, le levantó la barbilla con el dedo y buscó avaricioso en la hondura de sus ojos.
- Pensar que he sufrido tanto y no sabía que tú estabas sufriendo infinitamente más que yo...
Todo quedaba atrás. La vieja raíz tenía una nueva savia, como si saltara de la tierra y lo enredara todo.
- Son tus besos de siempre - susurró él, estrujándola hasta dejarla casi sin aliento -. May levantó una mano y la tibia palma quedó como temblando en la mejilla masculina.
- Nunca me besó nadie después...Nucna.
Desde lejos llegaba la voz de Baby:
- Mamá, mamá...
- Vamos a verla - dijo Pedro.
- Vamos...

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