viernes, 24 de agosto de 2012

Olvida esta noche

Esther leyó la carta de su ahijada por segunda vez, y en voz alta comentó.
- No sé si habremos hecho bien dejando ir a María a estudiar a París.
- ¿Por qué no? - comentó su marido.
- Tiene sólo diecinueve años. A esa edad debería estar bajo nuestra vigilancia. No es más que una niña. Hemos sido demasiado tolerantes con ella. Si sus padres viviesen, no la hubiesen dejado marchar.
- ¿Por qué no?
- ¿Y lo preguntas?
- ¿Qué importa eso?
- La hija de los Benítez es una chica seria y sensata. Están juntas las dos.
- ¡Ta, ta! Tan niña es la una como la otra.
- No temas. No les ocurrirá nada.
- Tú siempre tan tranquilo.
- Y tú complicándote la vida. Te escribe habitualmente. Sabes que están bien, que progresan en el idioma, ¿qué más quieres? ¿qué tienen un apartamento para ellas solas? También el hijo de los Ruiz está allí en las mismas condiciones.
- No vas a comparar. El es un hombre. Tiene ya veintitrés años. A propósito, María no dice nada de si se ven. El ha pedido la dirección para ir a verlas. Aquí eran amigos.
- Aquí sí, pero allí todo es distinto.
- Las personas son las mismas en cualquier parte.
- ¡Ojalá no te equivoques!
Las cartas de Marta hacían surgir la polémica entre marido y mujer. Como si por haberse ido a estudia a La Sorbona peligrase la conducta de la niña.
Su madrina era una anticuada.
- ¿Has visto a Ricardo Ruiz? - preguntó Alicia.
- Si te refieres a nuestro vecino de Madrid, le he visto.
- ¿Has hablado con él?
- Naturalmente. ¿Por qué no había de hacerlo?
- Suele estar tan entretenido. Parece ser que las francesitas no se le dan del todo mal.
- Eso a mí no me interesa.
- Mujer, ya lo sé. Es sólo un comentario.
- Pues me parece una majadería perder el tiempo hablando de ello. Al fin y al cabo, allá él. Es muy dueño de hacer lo que le venga en gana.
- La verdad es que hay que reconocer que Ricardo está muy bien. No me extraña que tenga éxito.
- Puede ser, pero ¿no te parece que haríamos mejor si dejásemos ese tema y estudiásemos un poco?
- No me apetece demasiado, pero si te empeñas...
Marta prefería estudiar. Le aburría el diálogo de su amiga. Siempre era el mismo tema. A ella también le parecía que estaba muy bien. Pero ¿de qué servía? Ricardo siempre la miraba como a la compañera de estudios, o como a la ahijada de los Villaverde. Sabía que si las llamaba era por compromiso, para quedar bien, pero sabía también que él en París lo pasaba muy bien, a su manera.
De todas formas no podía engañarse a sí misma. Sentía por él algo muy distinto del afecto que se le puede tener a un amigo, pero no se atrevía a reconocerlo. Sabía que no era correspondida.
Tenía el libro delante, y aunque no podía estudiar en aquellos momentos, aparentó hacerlo para no entablar conversación con Alicia.
Alicia descolgó el teléfono, que sonaba insistentemente.
- Es para ti.
- ¿Quién es? - preguntó a su interlocutor.
- ¡Hola! ¿Qué hay?
- ¡Ah! ¿Eres tú?
Se le había hecho un nudo en la garganta.
- Necesitaba que me dejases los apuntes que dieron en la clase de ayer, ¿podrás?
- Sí, pero...
- Si te parece bien, puedo pasar a recogerlos.
- Está bien. Ven cuando quieras. No voy a salir.
- Hasta luego, entonces.
No sabía si había hecho bien o mal, pero ya estaba.
Alicia, al enterarse de que Ricardo pasaría por allí, optó por quedarse en casa, cosa que no solía hacer.
Unas horas después llamaron a la puerta.
Ricardo las saludó afablemente y departió con ellas, particularmente, sobre temas de estudio.
Alicia fue la que más empeño puso en ser agradable.
Marta estuvo la mayor parte del tiempo en silencio. Le molestaba que Alicia coqueteara tan descaradamente, pero no podía evitarlo. Por otra parte, su amiga desconocía sus sentimientos. No tenía, por tanto, nada que reprocharle. ¿Y si se lo confesase ella misma? No. Era demasiado orgullo. Ricardo ya se había levantado para marcharse.
- A propósito. Se me olvidaba deciros que hemos organizado un baile de disfraces para el fin de curso. Tengo preparado mi traje de Arlequín.
Alicia aceptó encantada.
No así Marta, que contestó tajante.
- La mía puedes quedártela. No pienso ir.
- ¿Por qué no? Será divertido.
- A mi no me divierten esas cosas.
- Yo, de todas formas, te dejaré la invitación, por si a última hora te arrepientes.
- Como quieras, pero no creo que cambie de opinión.
- Si me lo permites te diré que haces mal. Llevas una vida que no corresponde a tus años. Tu forma de ser no va con la época actual. Uno puede divertirse sin que su dignidad megüe un ápice.
- No te molestes en animarme - replicó Marta.
Ricardo se despidió de ellas sin importarle demasiado que aceptasen la invitación. Marta una vez se hubo marchado él, se quedó pensando en el baile. Como sabía el disfraz que él usaría, se regocijó con la idea de...
El Arlequín estaba en la barra tomando una bebida.
Vio cómo se le acercaba una joven.
- ¿Bailas conmigo?
- No faltaría más.
No le apetecía mucho, pero estaba aburriéndose. Así, al menos, pasaría el tiempo.
La chica que le había invitado a bailar era morena, de pelo corto. Cubría su rostro con un antifaz plateado. Vestía pantalones negros y llevaba una blusa también plateada, a juego con los zapatos.
Su conservación era de lo más amena. No cabía la menor duda de que se trataba de una chica culta. Se desenvolvía con la misma habilidad en un tema político que en uno religioso o social.
Bailaron incansablemente.
El ejercicio desarrollado era extraordinario.
El conjunto musical que amenizaba el baile hizo una pausa para dar paso a una orquesta que anunció:
- Durante media hora, música para enamorados.
La miró interrogante.
Ella empezaba a sospechar que estaba llegando un poco lejos con su juego. Hasta aquel momento todo había ido muy bien, se estaba divirtiendo de lo lindo, pero ahora el asunto empezaba a tomar otro cariz.
No obstante, no podía resistir la tentación. Después de todo, él no tenía ni la menor idea de quién se trataba. ¿Por qué, pues, sacrificar un deseo tan anhelado?
Sin pensar más asintió con un gesto.
La asió con suavidad.
Ella le rodeó el cuello con sus brazos.
Durante quince minutos bailaron sin decir palabra. Sus caras iban muy juntas y sus cuerpos bien pegados. Parecían enamorados.
La apartó un poco y buscó sus ojos, que correspondieron a su mirada un tanto inquisitiva. ¿Qué había en ellos? Le parecía leer la palabra amor en letras muy grandes, pero no era posible.
De pronto, al atraerla hacia sí, la besó en la boca.
Ella no se resistió. No podía hacerlo, lo estaba deseando. Fue un beso largo, que despertaba en ambos una sensación estremecedora. Un beso de no separarse.
- ¡Perdóname! - dijo él con acento ahogado.
- No...no me pidas perdón. No tengo nada que perdonarte. He sido culpable.
- Dime, entonces, quién eres.
- ¿Qué importa eso? Olvídate de esta noche. Hazte a la idea de que nunca nos hemos conocido.
- No podré olvidarte nunca.
- No seas chiquillo. No vas a decirme que es la primera vez que besas a una mujer.
- No. Claro que no. No podría negarlo.
Pero ésta ha sido distinto. Es como si te conociera de toda la vida. Como si siempre hubiese estado enamorado de ti y no lo hubiese descubierto hasta hoy.
- No irás a decirme que te has enamorado de mí, si ni siquiera sabes quién soy.
- No importa quién seas. Sé que a partir de hoy no podré vivir sin tí.
- ¿Y si supieras que soy una mujer fácil?
- No soy un chiquillo. Las conozco bien. Tú ni siquiera sabes besar. Juraría que he sido el primero.
- Puedes pensar lo que quieras, pero ya no volveremos a vernos.
- ¿Por qué? ¿Por qué me has dejado entonces...?
- Ha sido la noche, la música, el ambiente...
- No irás a convencerme de que sólo ha sido un sueño, que no ha sido una noche real.
- La noche ha sido real. Yo, sólo una máscara.
- ¿Y por qué me has elegido precisamente a mí?
- Ha sido el azar.
- Dime al menos, cómo te llamas.
- ¿Para qué? Se rompería el encanto de un enigma.
- Permíteme tan sólo que te acompañe a tu casa.
- Seré mejor que nos despidamos aquí mismo.
- No voy a insistir más. Si tú lo quieres así, serán inútiles mis súplicas.
Y aprovechando un descuido de él, mientras en la barra pedía una nueva consumición, Marta desapareció.
Él permaneció en el baile hasta el final. Amanecía.
No podía apartar de su imaginación las horas vividas momentos antes. Él, tan mimado por las mujeres, se sentía atraído de pronto por una que no sabía quién era.
Marta no se movió siquiera.
- ¡Qué extraña era aquella chica! - pensó para sí.
Siempre a lo suyo, pareciendo importarle un rábano lo que ocurría a su alrededor.
Daba la sensación de permanecer ajena al diálogo sostenido entre Alicia y él.
Al menos, eso era lo que Ricardo pensaba.
- Y dices que no tienes ni idea de quién podrías ser la chica por la que te pregunto.
- No. Pero si tanto interés tienes...no creo que sea muy difícil averiguarlo.
- ¿Cómo? - preguntó ansioso de hallar una pista.
- Puedes buscar un detective privado.
- Preferiría encontrarla de otra forma.
- Pues la verdad, yo creo que sería la mejor solución.
- No sé. Creí que podrías ayudarme. Vine aquí convencido de ello, pero veo que no estás dispuesta.
A Alicia le pareció que se había puesto demasiado cargante. NI que no hubiese más mujeres en el mundo. Los hombres eran así de caprichosos. Tenía que ser precisamente aquélla, que no sabía ni quién era.
Ricardo pensó que ya que estaba allí no iba a perder del todo el tiempo. Tomaría unos apuntes. Seguramente que Marta tenía los últimos que el profesor les había dado en clase. Se dirigió a ella. Era la clásica empollona, enterada de todos los pormenores que a estudios concernían.
- Ahí, en el tercer cajón de la derecha, están las notas que he tomado últimamente. Abrió el cajón, sacó la carpeta.
Se sentó dispuesto a escribir. Abrió la carpeta. Allí había un montón de notas interesantes. En medio de los papeles había visto brillar una cosa, pero no le dio importancia. De pronto tuvo como un presentimiento. Buscó ávidamente. Ante sus ojos apareció...la mejor pista que podía hallar. Un antifaz plateado. Lo reconoció enseguida. Tenía una quemadura en la parte derecha, que le había hecho involuntariamente con un pitillo. ¿Cómo era posible? ¿Cómo habría ido a parar allí?
No acertaba a explicárselo. Tal vez Alicia...Pero no, eso descartado. Era más superficial que la chica que él había conocido.
Marta no se había enterado.
No le había mirado de frente desde que llegó.
Él se acercó con el antifaz en la mano.
Levantándole la barbilla, la miró fijamente.
- ¿Quién es, Marta? Tienes que decirme de quién se trata. Me estás oyendo toda la tarde haciendo preguntas a tu amiga, y tú, cómplice de la otra, ahí tan callada.
- ¿Qué dices? - se sobresaltó.
Él le mostró el antifaz.
Sintió cómo el rubor enrojecía sus mejillas.
- ¿Dónde...dónde lo has encontrado?
- ¿Qué importa eso ahora?
- No estaba en el tercer cajón.
- Estaba en el segundo. Da igual. Me confundí al abrirlo. En vez de abrir el de la derecha, abrí el de la izquierda, pero eso no tiene ahora interés. Lo único importante es que ya podré encontrarla.
- No tienes derecho a descubrir los secretos de los demás.
- Pero ¿cómo? ¿es qué no vas a decírmelo?
- No puedo.
- No me iré de aquí mientras no me lo digas.
- Será... será inútil.
Estaba roja como la grana.
Él se dio cuenta entonces...
- Eres...tú, Marta.
Bajó la cabeza. No sabía qué responder.
- Sí...- murmuró al fin -. Sí, era ayer, pero hoy no.
- Por qué no me lo has dicho, di, ¿por qué?
- Me habrías evitado el desasosiego de pensar que no te encontraría, la inquietud vivida durante horas.
- ¿Y ahora que me has encontrado?
- No te dejaré escapar. Pero dime, ¿cómo eres en realidad?
- Ante todo quiero que seas tú siempre. Así, como ahora. Tan concentrada para una lección de francés como para quererme a mí.
- ¡Oh! Ricardo...¡qué ciego has estado!
- ¿Desde cuando es esto? dime...
- Creo..., creo que desde siempre.
- Y yo sin enterarme. ¡qué tonto he sido!
- Aún estamos a tiempo. ¿no crees?
- Sí, sí. Lo estamos.
La atrajo hacia sí y la besó como lo había hecho la noche anterior.
- ¡Marta! ¡Marta! Preciosa. No nos separemos más.
Alicia que había presenciado todo sin atreverse a intervenir, los dejó solos y pensó para sí: "¡Qué suerte tiene mi amiga!"

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