Su comida, señor Aguirre.
- ¡Ah! - levantó los ojos del libro -. Ya voy. Le costaba mirarla a la cara. Cuando entró de huésped en aquella casa, ¿qué edad tenía? Trece años - Era delgaducha, escuálida.
- ¿Agua, señor Aguirre?
- Agua, sí. Gracias, Sofía.
Se oyó la voz suave al otro lado del tabique.
- Sofía, no te olvides de poner ensalada para el señor.
- Dile a tu madre que no se moleste por mí, Sofía.
La joven lo miró con sus enormes ojos. Eran azules. ¿Quién iba a decir siete años antes que aquellos ojos sin expresión se convertirían en los ojos más hermosos del mundo? ¿Y aquel cuerpo esmirriado, en una figura esbelta?
- ¿Más sopa, señor?
- No, gracias.
- ¿Toma el café aquí, señor?
- No, Sofía. Me voy al club. Me examino dentro de unos días.
- He puesto una vela a la Virgen, señor Aguirre.
¿No era un sacrilegio que una chica como Sofía pusiera una vela a la Virgen?
Terminó de comer. Sofía recogió el servicio. ¿No era una estupidez que él, opositor a notaría, huésped de aquellas personas desde hacía siete años, se enamorarse de una chica que se iba por las noches y no volvía hasta el amanecer?
Sacudió la cabeza furioso. Pero, aún así, la vio alejarse y no apartó los ojos de aquel cuerpo esbelto.
Oyó la voz del ferroviario murmurando:
- Ya le di la comida a tu madre, Sofía. Ahora puedes descansar. Yo recogeré la cocina. Además eso. Los padres, cómplices de las fechorías de su hija. Sólo tenía veinte años. Que la madre lo ignorara, aún pasaba. Estaba enferma. Pero el padre...
Los fines de semana los pasaba en su casa. Su madre, viuda de un notario, era una dama muy distinguida. Vivía con su hija Virginia, casada con un médico.
Él iba en tren todos los fines de semana.
Aquel día deseaba hablar con su cuñado. Por eso buscó a Diego en la consulta.
- ¡Ah! - exclamó al ver a Carlos -, pasa, cuñado. Ahora mismo dejaba esto. Iremos a tomar una copa al casino.
Carlos no se movió. Diego lo miró con fijeza.
- ¿De qué se trata? ¿Tienes algo que decirme?
- La pensión.
- ¿Qué pasa? ¿Te echan?
- Quisiera dejarla.
Diego se sentó en el brazo de una butaca.
- De eso me hablaste hace cosa de seis meses, pero sigues allí. Nunca me dijiste por qué. Dímelo ahora.
- Me da apuro.
- ¿Apuro de qué?
- Dejarlos. Durante estos años todo ha ido bien. La chica era una niña, estudiaba el bachiller elemental. Después lo dejó.
- ¿Y eso qué? ¿No te atienden?
- Claro , eso sí. Muy bien. Ni en un hotel estaría tan limpio y considerado. Pero...
- ¿Ha crecido la chica?
- Imagínate. Han transcurrido siete años. Cuando empecé, jamás pensé que transcurrieran tantos años estudiando y ahora la preparación de estas dichosas oposiciones. Son muy duras.
- ¿Es por eso? No le darás a tu madre el disgusto de dejarlo todo.
- No, no. De ninguna manera. Seguiré hasta conseguirlo. Tengo esperanzas de que este año...- se alzó de hombros -. Pero...
- Si no es por eso...¿por qué?
- Estoy enamorado de la chica.
- ¡Ah! Eso es más gordo. No te puede casar mientras no termines esas oposiciones.
- Tampoco se trata de eso. La chia hace una vida irregular. La madre, enferma, el padre rodando por las estaciones del ferrocarril. La muchacha sale a las once de la noche y no regresa hasta las tantas de la madrugada.
- ¡Huy, huy! Carlos, eso ya es más peligroso. ¿Nunca la has seguido? ¿No le has dicho que lo sabes?
- He descubierto ayer que el padre no lo ignora.
- ¡Caramba! ¡Valiente gente!
- Cuando llegué, la muchacha, es decir, Sofía, no era así. Tenía trece años, imáginate.
- ¿Y la amas desde entonces?
- Te estás burlando de mi. Claro que no. Empecé a fijarme en ella hace dos o tres meses. Entra en uno...Tiene unos ojos y una boca y un todo...
Diego Hurtado se levantó del brazo del sillón.
- Se te pasará enseguida. Cítala.
- ¿Cómo?
- Eso. Que la cites y vivas con ella una aventura, a espaldas de sus padres.
- Eso es una canallada.
- ¡Qué estupidez! ¿No dices que es de todos? ¿Qué más da tú u otro?
Carlos tenía treinta años. Le dolía en extremo vivir una aventura con la mujer que amaba para casarse con ella. Pero, claro, no había que pensar en eso. Casarse con una muchacha nocturna...Cómo se pondría su madre. Y además de él...Bueno, le repugnaba sólo pensar en ello.
- No es método - dijo -. Tendré que salir de esa casa. Veremos cómo lo digo. La madre está enferma. La chica no debe ser...muy cara, perdona la expresión vulgar. Me parece que pasan apuros.
- Vamos al casino y olvídate de eso. Un consejo: cuando tengas ocasión invítala a salir. Propónle un fin de semana fura. Se te pasará el amor. Te dará asco después. Suele ocurrir así.
- Lo intentaré...
La puerta estaba entreabierta y oía la voz tenue de la enferma. La de Sofía era casi imperceptible.
- Duermes poco, Sofía. ¿Por qué no descansas ahora?
- Tengo que planchar las camisas de Don Carlos.
- Es verdad. Pero déjalo para mañana. Don Carlos tiene muchas que ponerse.
Encima eso. La madre cuidaba de la hija.
¿Pero es que la madre no sabía que la hija lo pasaba bomba por las noches?
Seguro que no. El padre, en cambio, sí. ¿Cómplice el padre del deshonor de su bella hija? Por eso no podía mirarle a la cara.
Casi siempre llegaba a las ocho de la noche, daba las buenas tardes. Él contestaba entre dientes.
El contenido del libro de texto no entraba en su cerebro. La culpa de todo la tenía aquella conversación, de la madre y la hija.
- Come, mamá.
- Si no tengo apetito. Además estoy preocupada por ti. Toda la noche levantada...
Carlos cerró el libro con fiereza. ¿De modo que la madre también lo sabía?
No podía soportar aquello.
Al dejar el cuarto se encontró con Sofía.
- Buenas tardes, señor Aguirre.
¿Y si se decidiese? No. Nunca se atrevería. Además le daba asco.
- ¿Quiere que le prepare un café?
Hasta el cálido acento de su voz le ofendía.
Se puso el abrigo y el sombrero y salió sin responder. Se había vuelto muy descortés. Sobre todo de un tiempo a esta parte. Levantó la mano y limpió las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos. Se ido cuenta de lo mucho que la quería. Era domingo. No sabía qué hacer. Estaba tremendamente inquieto. No tenía otro remedio. Fue en los postres. Cuando ella le sirvió el café.
- ¿tienes plan para esta tarde? - preguntó.
Sofía que sostenía la bandeja, estuvo a punto de soltarla sin darse cuenta.
- Pues...
Él estaba acelerado.
La odiaba y la amaba al mismo tiempo.
- ¿Lo tienes o no lo tienes?
Resultaba grosero.
Sofía lo amaba mucho, de lo contrario, le mandaría a paseo en aquel mismo instante.
- Hasta las siete tengo que atender a mamá.
- ¿Sólo una hora? - preguntó él despechado -. Por que a las ocho vuelves para darle la cena.
- No. Hoy está papá y se la da él.
- Pero a las once regresas - dijo, con manifiesto desprecio -.
Sofía bajó los ojos.
Había rubor en sus mejillas. Temblor en su voz.
- Eso sí.
- A las siete y medite te espero abajo - le gritó pasando delante de ella -.
Sofía se agitó. Sintió el escozor de una lágrima. Era la primera vez que la invitaba, y de qué forma lo hacía. Como si la odiara. ¿Por qué?
- ¿Quién gritaba?
- Pues...
Su madre alargó la mano, prendió los dejos de su hija y se los oprimió con ansiedad.
- No sufras. Tienes que olvidar al señor Aguirre.
- Mamá.
- Lo he notado desde hace tiempo, Sofía, hijita, yo viviré poco tiempo. Después ya no tendrás que salir por las noches.
- ¡Mamá!
- Tu padre trabajará para ti. No pienses en cosas imposibles. Él es rico. Está de pensión en nuestra casa porque lo envió don Anselmo. Antes de casarme fui la criada de don Anselmo, ya sabes. Me conoce bien. Supo que atendería bien al señorito Carlos, ¿Comprendes, verdad?
- Mamá, yo...
- Tienes que hacer un esfuerzo y olvidarlo. Yo comprendo, ¿sabes? Tantos años...Peor hay cosas que no pueden ser. Te das cuenta, ¿no es cierto? Él aprobará un día y se irá. Yo bien quisiera lo mejor para ti, pero...
Si le dijera a su madre que la había citado para salir. No, no se lo diría. Sería un dolor que añadir, y su madre ya tenía tantos...
- A las siete y media voy a salir un rato, mamá. Papá ha pasado la noche trabajando y lo despertaré ahora para que se quede contigo.
- Si, sí, hijita. Distráete. Bien lo necesitas.
Regresó de nuevo a las nueve y media. ¡Dos horas esperando!
Era una crueldad haberla engañado. Sentía un profundo dolor. Le parecía que toda su inmensa dignidad se agolpaba en el pecho.
Pero... ¿qué podía decirle?
Eso pensó.
Regresó a casa y lo vio sentado tranquilamente en la salita mirándola con expresión irónica.
Cruzó el pasillo y fue a su cuarto a desvertirse. No se lo reprocharía. Su actitud sería la misma, pero totalmente silenciosa.
Poco después estaba en la cocina preparando la cena.
Cuando estuvo lista, fue a la salita.
- ¿Le sirvo la comida, señor Aguirre?
Odió su sonrisa sarcástica, era perverso. ¿Se mofaba de ella? ¿Sabía que lo amaba y abusaba de aquella ternura que sentía hacia él?
- Puedes hacerlo. Supongo que a las once te irás.
- Sí, señor - contestó con la mayor tranquilidad.
Era lo que le descomponía, por eso faltó a la cita. Porque la amaba demasiado para humillarla y a la vez admiraba su serenidad y su falsa dignidad. Sofía, ajena a sus pensamientos, le sirvió la comida. Después se evaporó. Fue a llorar a su cuarto.
Él no la vió salir, pero cuando se acostó en la cama apretó la boca contra la almohada. Los odiaba a todos. A los padres por consentirlo. A los hombres por aprovecharse de su belleza, a la noche por albergarla.
Oyó las campanadas del reloj. A las cinco percibió el llavín en la cerradura. Se presentaba a examen al día siguiente y odiaba el aula, los profesores, los compañeros y a sí mismo por pensar en ella. Por fin era notario.
No volvió a casa. Se corrió la gran juerga con los compañeros, que, como él, aprobaron la oposición.
- Vamos a un lugar divertido - le dijo uno -. ¿Qué te parece a una sala de fiestas?
Al día siguiente se despedía de doña Elena. Después de siete años, era hora. Volvería a su pueblo. Se casaría allí. Con una muchacha a quien no amaría como a Sofía, pero que le daría hijos y junto a la cual viviría una vida apacible y digna.
Cuando entró con su pandilla de amigos en la sala de fiestas, uno de ellos le dijo al oído.
- Vamos a dejar los abrigos en el guardarropa. Hay una chica allí impresionante.
- ¿No podemos sacarla a bailar?
El otro se las sabía todas.
- ¡Qué va! Esa es tabú. En una ocasión le ofrecí un abrigo de visón. Me propinó una bofetada que me dejó roja la cara por un mes.
- Vamos.
- ¿Estás seguro de que es tabú?
- Claro - gritó el otro -. Lo sabe todo el mundo. La han pretendido desde un marqués a un estudiante de económicas. Sale sola, pero su padre la espera en la esquina. Y menuda cara tiene el papá.
La vio enseguida. Quedó paralizado.
Ella le miró a su vez. No dijo ni una palabra, pero su expresión triste conmovió a Carlos hasta la fibra más sensible. Aquella muchacha era Sofía.
No dijo ni una palabra. Tampoco dejó el abrigo. Giró en redondo y cuando los amigos le llamaron, gritó como un histérico:
- No entro. Me quedo fuera a esperar a mi novia.
Sofía salió. Levantó el cuello del abrigo y se lanzó a la calle. Allá abajo esperaba el ferroviario.
- Sofía.
Ella se paró en seco.
Carlos se acercó tembloroso.
- He terminado, ¿sabes?
- Ya.
- Quiero casarme contigo. Yo pensé...que te ganabas la vida de otra manera.
Sofía se estremeció.
- No me voy sin ti, Sofía. Yo pensé...
- Ahora sé lo que pensabas - dijo ella bajísimo -. De mí, pensaste tú eso...
- Sí, sí y nunca me arrepentiré lo bastante. Perdóname. ¿Quieres, quieres casarte conmigo?
Sofía volvió a estremecerse, se olvidó de todo, y colgándose literalmente del cuello de Carlos, se besaron apasionadamente.
Poco después, caminaban muy juntos, cogidos del brazo.
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