viernes, 1 de junio de 2012

Un alto en la carretera

Hacía aquel recorrido dos veces al día desde hace poco más de un año. Tenía un auto pequeño. Antes, cuando no lo tenía, vivía en un pueblo. Desde que pudo conseguir un vehículo prefería su casa de la ciudad. Un poco solitaria, un poco triste. Con Mimí por única compañera. Mimí era su muchacha. Se la dejó su madre al morir para que se ocupara de ella. Después, ella fue al colegio y Mimí se quedó en la casona. Más tarde, del colegio pasó a la facultad, y Mimí continuó allí. Posteriormente hizo oposiciones y las ganó. Regresó a la ciudad. Pero tenía que recorrer todos los días, varias veces, aquellos treinta kilómetros que separaban el pueblo de su ciudad natal. "Un día tendré dinero - pensaba - y podré montar una clínica en mi ciudad". Pero el dinero no llovía del cielo y los clientes del pueblo eran pobres. Detuvo sus pensamientos al tiempo de parar el auto. Eran las ocho de la noche. Apenas se veía ya. Ella nunca detenía el auto ante un hombre solo. Muchas veces encontraba en aquel recorrido mujeres con niños. Gentes conocidas que la llamaban "señora doctora".
- ¿Puede llevarme a la ciudad, señorita?
Era fino, alto, elegante. ¿Un ladrón de guante blanco? Había que exponerse. Llovía mucho.
- Bueno. Suba.
- cuanto se lo agradezco.
- Llueve a torrentes - volvió a decir él, sin que Beatriz dijera nada -. Es una lata encontrarse en la carretera un día así.
- En efecto.
- Me llamo Ignacio.
- Yo, Beatriz.
- Encantado.
- Igual digo.
Beatriz tenía los ojos grandes. No era una belleza, pero tenía clase. Un atractivo singular emanado de su persona. Vitalidad, fuerza, juventud.
- Estamos entrando en la ciudad. ¿Dónde le dejo?
- Ante cualquier cafetería. Tengo un deseo loco de tomar un café caliente. La invito.
- Gracias.
- ¿Acepta?
- No. Tengo prisa.
El auto avanzaba ya por la calle Mayor. Al final había una cafetería muy moderna. Se detuvo allí. Ignacio se volvió hacia ella. Con la luz podía verlo mejor. Muy interesante el desconcertante viajero mojado. Ojos verdes, pelo negro lacio, ropas de primera calidad, manos cuidadas. Él también la miró. Atractiva muchacha. Tenía no sé qué. Quizá fueran los ojos melados, que daban a sus semblante una irradiación de dulzura.
- Gracias...Beatriz.
- De nada.
- ¿Volvemos a vernos?
- No lo creo... Si se queda en la ciudad...tal vez.
- Sólo unos días. Vengo a visitar a una persona.
- Adiós.
- Hasta luego - dijo él gravemente.
Mimí le dijo al día siguiente por la noche:
- Estuvo aquí un señor.
- ¿Qué deseaba?
- No sé qué de una herencia. Temo por esta casa.
- ¿Qué le pasa a esta casa?
En ella vivieron mis padres, mis abuelos, mis tíos...Todos han muerto en ella.
- Pero nunca fue de tus abuelos ni de tus padres - dijo de mala gana -. Ya sabes eso.
Beatriz rió. Tenía una risa suave y cálida.
- No digas bobadas. Mimí. Mhemos vivido aquí siempre. He crecido en ese jardín. He llorado sobre los setos. He sentido frío en sus galerías, calor en los prados llenos de sol...
- Pero yo sigo diciendo que no fue de tus abuelos ni de tus padres.
- Ellos siempre vivieron aquí.
- Desde luego. Pero siempre perteneció al tío indiano. Vete a saber si el hijo de ese tío ha muerto y dejó la casa a los herederos.
- Eres una aguafiestas - refunfuñó Beatriz nerviosamente -. ¡Qué cosas se te ocurren algunas veces!
 Es el señor que vino esta mañana hizo preguntas. Yo...pensé...qué debía advertirte.
- Advertirme...¿Quién?
- Yo. Yo, de lo que pienso. ¡Quién se acuerda del tío! Cierto que yo no puedo vender la casa, pero no creo que nadie evite que viva en ella.
- Tienes la mesa puesta - dijo Mimí sin responder. Le dije a ese señor que viniera esta noche. Que era la única hora en que podía encontrarte en casa.
- Está bien.
Comió con apetito. ¡Tanto trabajo! Además, en aquellos días fríos la gente enfermaba por docenas. A veces ni tenía tiempo de comer en la fonda del pueblo. Nunca se perdía "la película".
Por eso pasó a la sala de estar y se sentó ante el televisor. Entonces sí le agradaba fumar un cigarrillo. Mimí la interrumpió bruscamente.
- Está ahí.
- ¿Quién?
- Ese señor. Es un abogado de Madrid.
- ¡Ah! Que pase. Sí, si; aquí mismo.
Mimí desapareció. Oyó la voz del desconocido. ¿A quién le recordaba aquella voz?
- Señorita Beatriz - dijo Mimí desde la puerta, con un acento diferente, que cambiaba ante su visita -, este señor...
Era el hombre de la carretera, que viajaba sin maletín y sin gabán y estaba tan mojado y tenía los ojos verdosos más desconcertantes que ella viera jamás. Sin dejar de mirarlo, dijo a Mimí:
- Puedes dejarnos solos.
Ignacio parecía más alto. Al menos, ella lo consideró así. Correcto, bien vestido, con un maletín en la mano y el sombrero en la otra...
- ¡Qué casualidad! - dijo -.
No esperaba que fuese usted.
- Pase, y tome asiento.
- Me llamo Ignacio Aguirre. Soy abogado.
Parecía confuso, cortado, extraño.
- Usted ya me conoce a mí.
- Al menos sé a quien visito...Lo que ignoraba es que fuese usted médico.
- Tome asiento - ofreció de nuevo -, por favor...
Ignacio se sentó frente a ella. Beatriz quitó la voz al televisor.
- Si la interrumpo... Puedo volver mañana.
- En modo alguno. No acabo de comprender el motivo de su visita.
- Ha fallecido Eduardo Sagunto.
- Mi tío abuelo...
- Sí, creo que era su tío en segundo o cuarto grado. Ha dejado sus bienes a su hija María. Vive en Puerto Rico. Se me ordena vender este inmueble.
Tenía razón Mimí. Era muy...muy doloroso. No por lo que la casa representara en su valor material, sino por cuantos recuerdos espirituales guardaba para ella. 
- Lo siento, Beatriz.
- No... No tiene importancia - y una cálida sonrisa se dibujó en sus labios bien perfilados -. Le parecerá tonto, pero...Yo me había hecho a la idea de que nunca se acordarían de esta casa, que les pertenece. Y después, sin que él dijera nada:
- Puede proceder a su venta cuando guste. Yo..., desgraciadamente para mí, no puedo comprarla.
- No voy a negarle cuánto lo siento. Sería usted la última persona a quien quisiera dañar... Me encontró usted en la carretera..., sólo, mojado, sin maletas. Podría haber supuesto que era un maleante.
- Le hubiese ayudado igual - dijo ella gentilísma -. Con aquella noche y aquella lluvia tan molesta...
- Mi coche se estropeó en medio de la carretera. Caminé mucho rato. Intenté parar muchos coches. Todos siguieron... No sabía a qué distancia me encontraba de la ciudad...
- Olvídese...
- No es posible. Es la primera vez que encuentro en mi camino una mujer desinteresada y generosa que ni siquiera preguntó por mi vida particular. No es fácil hallar personas así.
Hablaron mucho tiempo. De todo. Eran dos personas cultas y llenas de humanidad. Al despedirse de ella, él dijo amablemente:
- Trataré de vender la casa. La tendré al corriente. Es posible que no se venda con facilidad. Mientras tanto, puede usted seguir en ella.
- No. Guarda para mí inmensos recuerdos - dijo al despedirlo en la puerta -, pero tendré que dejarla. Una casa habitada es imposible de vender. Me iré esta misma semana.
- Le dolerá...
- Mucho - dijo-. Pero...es mi deber. Debo dar gracias a Dios que tanto tiempo me permitió ocuparla. Comprenda. No se trata de una ambición material. Nací aquí, crecí, corrí por esos bosques, lloré y fui feliz... ¿Entiende esto?
- Lo entiendo.
Nada tenía que hacer en la ciudad, pero no se iba. Con el pretexto de este o aquel documento la veía todos los días. A veces iba en su coche hasta el pueblo, y cuando ella cerraba la consulta la invitaba a comer en la única fonda del pueblo. Un día, dos semanas después, él dijo.
- Me gustaría tutearte...
Beatriz rió.
- Puedes hacerlo.
- Me duele dejar esto.
- Tu vida está allá.
- Sí, claro. Y la tuya aquí.
- ¿No has vendido?
- No sé cuándo lo haré.
- Por mí...,no.
- ¿Sabes? Tengo que irme mañana. Trabajo con mi padre. Es notario. Nunca preguntas nada de mi vida. Puedo estar casado, y estar dándote la lata a ti, que eres una mujer excepcional.
Lo miró directamente a los ojos.
- No concibo que un hombre como tú pueda ser mentiroso. Tampoco soy nadie para inmiscuirme en tu vida. De todos modos, si estás casado, tanto peor para ti, que estás engañando a tu mujer. 
- Soy soltero. Nunca tuve deseo de casarme. Tengo treinta y dos años... es ahora cuando siento que sería feliz con una mujer que comparta mi vida.
Ella cambió el rumbo de la conversación. No quería meterse en problemas. Nunca pensó en casarse. Era médico. Le gustaba ser médico. Se despidieron aquel mismo día.
- Desalojaré la casa - dijo Beatriz con tristeza -. Me duele, con tú supones, pero es mi deber.
- Para ti es´ta el deber antes que todo.
- Debe ser así.
Le apretó la mano. Mucho. Como si no pudiera soltarla.
- Un día tendré que volver. No sé cuando...Te has metido dentro. No te nievo que si con la distancia puedo olvidarte, lo haré. Pero si no puedo...entonces volveré. Pasó un mes, dos...
Mimí la conocía. Por eso dijo aquella noche.
- Te has enamorado de él, Beatriz.
- Calla, calla.
- No vives desde que se fue.
- Te aseguro...
- Es un hombre que ni pintado para ti. Par ti no vale cualquiera. Esos que te admiran de lejos, esos que te escriben cartas que ni siquiera lees. Esos, no. Él, si. Don Ignacio es más que tú. Más fuerte, más valeroso, más...
- Calla, calla.
Sonó el timbre.
- ¿Quién puede ser a estas horas?
Mimí se dirigió a la puerta. Regresó enseguida.
- Es un telegrama.
- ¡Qué raro! O no - susurró ahogándose -; claro que no. Ha vendido la casa...
Abrió el papelito azul. Se sentó en el esquina del diván.
- ¿Qué dice? - casi gimió Mimí.
- Escucha... Escucha... temblaba la voz tan serena de la doctora .: "No consigo echarte fuera. ¿Puedo ir a buscarte? Contesta pronto. ¿Puedo?
- Beatriz.
Tenía un brillo raro en los ojos. Un brillo que nunca vio Mimí en ellos.
- Vente a telégrafos...Pon un telegrama. Sólo esto: "Ven". Don Tomás Aguirre reía. Y le decía a Beatriz:
- Ya eres mi nuera. Puedo hacerte un regalo, ¿verdad? - alargó unos papeles - Toma.
- ¿Qué...es?
Tenía allí a Ignacio. Pegado a ella, diciendo quedamente.
- Es la casa. Esa casa grande, un poco destartalada. La casa de tus sonrisas, de tus tristezas, de tus alegrías...
- ¡Ignacio!
- La compró mi padre para ti.
Don Tomás seguía riendo. Ignacio también sonreía. Ella lloraba. Otro médico titular llegaba al pueblo. Entre tanto, Beatriz se iba de allí con su marido.

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