Marcela escucha.
- ¿Más, papá?
- Si hace sólo dos meses Juan Muntaner era tu más asiduo acompañante, hija - intervino la madre -.
- Hace dos meses, y también seis, era mi pretendiente, el hombre que me amaba mucho y me buscaba por todas partes. Eso interesa a una chica, aunque sólo sea por vanidad. Pero ahora...
- ¿No sigue siendo el mismo?
- ¿Debe seguir?
- Marcela - intervino de nuevo la madre -, ¿qué clase de chica eres? Estás resultando desconcertante.
Rubia, esbelta, joven...¿Cuántos años? Apenas veinte. Moderna, desenvuelta, femenina...
- Juan era le chico que me gustaba, al que posiblemente llegaría a querer. Pero vosotros me decís que Juan es media parte de tu sociedad.
- ¿Y esto qué?
- ¿Cómo qué, papá? Es el hombre que vosotros me imponéis. ¿No es suficiente para que yo lo dude?
El padre intentó decir algo, pero Marcela señaló la joya que tenía por reloj y exclamó:
- Me esperan.
- Paulino Freire, seguro.
- ¿Y qué voy a hacer, papá? Desde que me has dicho que Juan debe ser mi marido, ya no me interesa.
- Eres absurda.
- ¿No has dicho siempre que no me impondrías un hombre si yo no lo deseaba?
- No lo hago con Juan.
- Pudiste haberte callado que era el hijo de tu socio, que el padre falleció la semana pasada en Barcelona y que yo debo casarme cuanto antes. Salió sin esperar respuesta. Es desconcertante.
- Calla, Pablo. Tenemos que pensar un poco.
- ¿Pensar qué? Es conveniente que un día, más tarde o temprano, se case con Juan que la quiere; y ella parecía amarlo hace sólo dos meses.
- Marcela detesta las imposiciones, y lo que antes le parecía a ella una aventura, ahora es un matrimonio impuesto.
- Eso es ridículo.
- Yo así lo estimo - apuntó Paula Villar con suavidad -, pero tu hija no piensa igual.
- La sociedad no piensa disolverse - gritó Pablo Villar, ¿lo has olvidado? Desde niños están destinados el uno al otro. Lo hemos pensado siempre así.
- Pero cometiste la tontería de decírselo a Marcela, cuando el destino, tal vez empujado por nosotros, llevaba las cosas por tan buen camino.
- ¿Es que el amor se evapora así?
- Ten presente que tiene sólo diecinueve años.
- Y Juan veinticinco.
- Por eso mismo.
- Está bien, está bien. De todos modos, tienen que casarse. Juan está loco por ella. Desde hace días, Juan llama sin cesar y Marcela nunca está.
Como su esposa guardaba silencio, añadió, furioso:
- Y lo peor es que está y se queda tan fresca.
- Juan te lo advirtió: "No se lo diga usted". Si hemos criado a nuestra hija bastante consentida, ahora quieres imponerle sensatez.
- Y si Marcela no baja de las nubes y sigue con ese mentecato de Paulino Freire...
- Entonces... tendremos tiempo de interponernos.
Le aburría Paulino. No sabía más que decir memeces. Pero, terca, seguía saliendo con él. Aquel día se hallaba en una sala de fiestas. Paulino saló a comprar cigarrillos.
Fue el momento en que Juan se aproximó.
Alto, elegante, joven, normal, sin demasiados modernismos, sin excesiva palabrería.
- Hola, Marcela.
- Ah - exclamó ella, indiferente -, estás aquí.
- Te miraba.
- Bueno.
- ¿Puedo sentarme?
- Perdóname. Estoy acompañada.
- Ya lo sé. ¿Bailamos?
- ¿Contigo?
- Hace poco tiempo, lo hacíamos a menudo.
Marcela torció el gesto.
- Chiquilla - susurró Juan -, eres especial. ¿Qué tienen que ver los negocios con nuestro cariño?
- Lo siento, Juan.
- ¿Qué sientes?
- No poder complacerte.
- Eres... - titubeó al tiempo que se incorporaba -. Te va a pesar. No voy a insistir. Me molesta tu falta de sentido común. ¿Has olvidado... las promesas que nos hicimos?
Marcela enrojeció.
Allá lejos avanzaba Paulino.
- Vete - pidió nerviosamente -. Vete.
Juan giró. Había en su mirada una firme resolución, pero Marecela no se percató de ello. Fue su padre, con amargura, quien se lo dijo.
- Juan se ha ido de viaje. Piensa recorrer el mundo en su pequeño yate. Lleva unos amigos invitados.
Dolió. Que él cediera la plaza tan pronto, hería.
Pero... ¿qué clase de mujer era? ¿es que lo que no quería para sí, no se lo pensaba dar a los demás?
- No me importa, papá.
- Ya lo veo.
Pero importaba. No sabía por qué, pero importaba.
Fue un invierno desconcertante. La aburrió Paulino y luego la casó Matías y más tarde la hastió Bernardo.
Pensó muchas veces en los besos y caricias de Juan. Jamás lo hizo con otro chico. Le parecía que cometía un pecado. Con Juan no, porque a Juan sin duda, cuando le besó y se dejó besar, le amaba.
Aquella misma tarde fue a casa de Mónica, donde estaba citada. Murmuró con desaliento.
- Te aseguro que estoy desorientada.
- ¿No logras enamorarte?
- No es posible. Te aseguro que lo intento, pero el que no tiene ese defecto, tiene aquel otro. Total...
- Tu estás enamorada de Juan...
- ¡No! - el grito asombró a Mónica.
- ¿No quieres estarlo o no lo estás en realidad?
- Ni quiero estarlo, ni lo estoy. Juan es el hombre que me imponen mis padres.
- Eres el espíritu de la contradicción. Cuando ignorabas que tus padres deseaban y necesitaban ese matrimonio, te considerabas novia de Juan. Después, cuando tu padre fue franco y te dijo qué había respecto a la sociedad, lo dejaste plantado como si apeestara.
- Es que no le amaba.
Mónica intentó convencerla pero en vano.
Esta vez lo leyó ella misma en la prensa local, y no puedo evitar un sobresalto.
El yate de Don Juan Muntaner había atracado en el puerto. Lo reproducían a él vestido de marino, dando la mano a una pasajera para bajar del yate. A la hora de comer, cuando regresó a casa después de darse un baño en la playa, oyó la voz de Juan en el salón, lo dudó un segundo, pero después entró y recostó su esbelta figura sobre el quicio.
- Pasa, pasa, Marcela - dijo la madre, complacida -. Mira quién ha llegado.
Juan se dio la vuelta.
Vestía pantalón beige muy claro, una camisa blanca y una chaqueta de punto haciéndole aún más juvenil y deportivo. Moreno, los ojos tan negros...Le dio coraje verlo tan fenomenal.
¡Qué gozada si pudiera verlo raquítico, enclenque, insignificante!
¿Desde cuándo era ella tan perversa?
- Hola, chico - saludó como si nada, con una desenvoltura que podía calificarse de indiferencia.
Juan avanzó hacia ella con la mano extendida. Ella tenía miedo de la mano de Juan. Cuando eran novios y se la apretaba, sentía muchas cosas...Temió sentirlas de nuevo, pero hizo un esfuerzo y puso los dedos en la palma de Juan. Nada. Cuando iba a estremecerse, Juan retiró la mano indiferente.
- Estás estupenda, Marcela - y riendo como si tal cosa -. ¿Cuándo te casas? ¿Qué tal Paulino?
¡Qué rabia le dio!
- No pienso casarme - dijo en voz alta -. Pero Paulino creo que está estupendamente.
- Mejor para ti, ¿verdad?
- ¡Bah!
- Te quedas a comer - saltó la madre, como si no le diera importancia a su hija -. ¿Eh, Juan?
- Imposible, Paula. No sabes cuánto lo siento - parecía ya ignorar a Marcela -. Tengo un compromiso con una chica sueca fenomenal.
"Ojalá se murieran la sueca y él", pensó Marcela.
Giró en redondo y se marchó sin despedirse.
Por la tarde, en una lujosa discoteca, ella estaba con sus amigos. Seis chicos y seis chicas.
No le gustaba ninguno de aquellos chicos, pero, por costumbre, coqueteaba con ellos. No siempre, porque se cansaba enseguida.
Mónica estaba también cuando vieron pasar a Juan. Ésta le tocó el brazo.
- Ji, ji - rió - ¿Te has fijado? Estaría citado con una sueca pero ahora viene con Elena Flórez.
¡Elena! era odiosa.
Lo fue ya en el pensionado cuando estudiaban. Siempre lo envidiaba todo. A ella, particularmente, no sabía por qué, no la soportaba. La criticaba siempre que podía. Después, cuando más tarde la presentaron en sociedad y pudo alternar con chicos, Elena intentaba quitárselos siempre que podía.
- ¿Qué dices ahora? Elena por medio, Juan conquistado.
Odió a Juan, odió aún más a Elena, odió a Mónica...
Juan pasaba a su lado en aquel momento.
- Buenas tardes, chicas - saludó -.
Elena sólo movió los labios con desdén.
Pasaron hacia una mesa apartada.
Al rato, Marcela los vio bailar muy acarameladitos.
- Me voy.
- ¿En retirada? Sabes lo que pensará Juan, y más aún Elena.
- Que piensen lo que quieran.
Se fue a pesar de la opinión de Mónica.
Nadie se fijó en la mirada de Juan siguiendo la fina silueta de Marcela.
Se metió sola en un cine. Cuando llegó a casa, eran exactamente las once y media. Se sentía deprimida y furiosa. Desconcertada, sí, mucho. ¿Qué pasaba? La película no era sentimental, sin embargo lloró como una tonta...
Tanto que una vecina de butaca, le tocó el brazo:
- ¿Se siente mal?
- Me siento peor - respondió.
Ella no era grosera, no obstante, de un tiempo a aquella parte lo era mucho.
Furiosa consigo misma, atravesó el jardín y en dos saltos estuvo en la puerta principal. Una doncella bajaba una persiana. Al verla se paró en redondo.
- Hay un invitado, señorita.
La señora ya preguntó dos veces por usted.
Estaba ella ni más ni menos como para ser cortés con un invitado de sus padres.
- ¿Quién es? - preguntó de mala gana -. ¿Le conoces?
- Claro - sonrió la doncella - es el señorito Juan.
El corazón de Marcela dio un vuelco en el pecho. Casi se le apreció el tictac a través del fino modelo de seda natural que vestía.
Avanzó sin pronunciar palabra y se personó en el comedor cuando su padre miraba de nuevo el reloj.
- Buenas noches.
- Bonita hora de regresar, querida - exclamo su madre.
- Ya estaba dispuesto a salir a buscarte - comentó el padre.
- Hola, Marcela - dijo tan sólo Juan -.
- Hola.
Y su madre intervino de nuevo:
- Pasemos a la mesa. Sólo esperábamos por ti.
Fue una cena odiosa. No habló de nada. Tampoco nadie le hizo caso. Su padre hablaba con Juan de negocios y éste decía que pensaba viajar a Alemania con el fin de cambiar la maquinaria.
Otro viajecito, pensó Marcela, furiosa. ¿Con Elena? Seguro que se casaba con ella.
Ojalá fueran bien infelices.
- Pasemos al salón contiguo - dijo el padre, deteniendo los precipitados pensamientos de Marcela.
Casi inmediatamente tuvo a Juan a su lado.
Juan la agarró por un brazo.
- Hace una noche espléndida. Salgamos al jardín.
- ¿Ahora?
- Tus padres toman café. Tú sabes que yo no tomo nunca por la noche. Es´tan organizando un viaje a París. Tienen cosas que hablar.
- ¿Y tú...conmigo... de qué vas a hablar?
- No sé. De mi viaje a Alemania, por ejemplo.
Lo deseaba.
No que le hablase. Deseaba salir, sentir la brisa de la noche en la cara, escuchar la voz de Juan...¿estaba realmente enamorada de él?
- Bueno - dijo más sumisa, sin reto -, vamos, pues.
Y salieron al aire fresco y en calma del jardín.
Supongo que te casarás con Elena y te irás de luna de miel - dijo ella después de un embarazoso silencio-.
- No me caso con Elena.
Le miró inquisidora.
- ¿De...veras?
- Totalmente. Pero sí, me caso.
- ¡Ah!
- Con otra.
- Lo...supongo. Solo no te vas casar.
- Se lo voy a pedir esta noche por última vez. Verás, esta tarde estuve en una discoteca. Allí vi a mi chica. La que quise siempre. Yo estaba con otra.
Guardó silencio esperando.
Marcela apretó los labios. El corazón quería salírsele del pecho.
- De repente - siguió Juan con dejo cálido -, me di cuenta de que ella me amaba aún. Juan la agarró del brazo y la acercó a su costado.
- ¿Tú, qué dices, Marcela?
Ella se fue. No pudo verme con otra.
- Eso es...es...es...vanidad tuya.
- ¿Y te tiembla la voz para decirlo...?
- ¿Por qué te empeñas en negar la evidencia?
- Juan, yo...
- Nunca pensé que pudieras ser tan orgullosa.
No podía más.
Se apretó contra Juan y dijo quedamente:
- Sí, sí, sí, tienes razón, La tienes, sí, sí,...
Entonces Juan volvió a tomarla entre sus brazos y la besó largamente, como en los viejos tiempos.
Marcela ya no disimulaba, reía y lloraba al mismo tiempo, contenta de estar otra vez en los brazos de Juan, el único al que quería.
Desde el ventanal, Pablo y Paula sonreían felices.
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