Espero que lo comprendáis ahora que ya lo sabéis. Los padres la miraban espantados. No comprendían nada. ¿Cómo se le podía ocurrir a Fergie pensar en el matrimonio cuando acababa de ingresar en la facultad de medicina? Estaba loca.
- René gana un sueldo mientras hace la especialidad. Yo empiezo ahora, pero casada con él, terminaré antes.
Ingrid Barry casi se subía por las paredes. Georges mordía el habano que fumaba como si fuera el mismo René quien estuviera entre sus dientes.
- Mira, cuando termines será el momento de hablar, pero, ahora te faltan dos meses para la mayoría de edad y no daremos nuestro consentimiento para tamaño disparate.
Fergie se plantaba delante de ellos con decisión y valentía.
Era rubia, espigada y muy crecida para su edad.
- Vamos a puntualizar y matizar las cosas. ¿A qué edad os casasteis vosotros?
- No son preguntas para hacer a los padres.
- Según se mire. Si os oponéis a mi felicidad, seguro que tengo derecho a saberlo.
- ¡Fergie!
- Papá, lo siento pero las cosas son así. Pero mi vida es antes que vosotros, y yo estoy enamorada de René Lauter.
- ¿Y sabes quién es ese René Lauter?
- Por supuesto. Un médico recién salido de la facultad, que está haciendo la especialidad en el mismo hospital donde yo inicio mis prácticas. Pero os advierto que le conozco desde hace un año.
- Pues dichosas monjas, porque le han criado y educado muy bien. Es más humano que vosotros.
- Fergie...
- Lo siento, papá. Vosotros sois tan ricos que todo Detroit os conoce como fabricantes de los automóviles más sofisticados, pero a mí me gusta la medicina, y René es el único hombre al que quiero y que me hará feliz.
- Jamás hasta que no tengas la mayoría de edad.
- Me faltan unos meses y si no es por las buenas, será por las malas, pero ya os digo que yo no vivo en vuestro mundo. Yo no mido al ser humano por su nacimiento, sino por su valía. Y René es digno de todo mi amor, ¿qué no os parece bien? lo lamento, pero nadie me hará cambiar de parecer ni de sentimientos. El que René se haya criado en un hospicio me tiene totalmente sin cuidado. Y se fue dejando a sus padres tensos.
Dejó su clase y se fue sola en moto al hospital. Tenía prácticas y sabía, además, que se toparía con René.
- ¿Lo has dicho? - preguntó René al verla, deteniéndola en una esquina para besarla cálidamente en la boca.
- Sí.
- ¿Y bien?
- No quieren pero yo tengo muy poco en cuenta su parecer. Cuando sea mayor de edad nos casamos. Mis padres son demasiado ricos, y, además, a mi padre se lo dio todo el hecho el suyo ¿qué sucede con eso? que ignoran lo que es la lucha por la supervivencia.
- Yo te aconsejo que seas más considerada con ellos.
- ¿Y cómo son ellos conmigo, René?
- Padres. Y tú no sabes lo que es no tenerlos nunca para que te den un consejo.
- Es que no sé qué será mejor - decía Fergie contestataria y terca -. Tener padres poderosos que intentan gobernar tu vida o carecer de ellos. Yo no acabo de entender esas situaciones, René. El nivel social de mis padres es muy alto y son conocidos en Detroit ¿y qué? porque si teniendo tanto no saben hacer feliz a su hija, que se queden con su dinero y sus prejuicios.
- ¿Quieres que vaya yo a vistarlos?
- ¿Qué dices? No te recibirían, has nacido y crecido en un hospicio. Has salido adelante por tu talento, has llegado a ser médico gracias a tu tesón ¿acaso crees que eso lo van a medir a tu favor? en modo alguno. Porque ellos crecieron dentro de sus prejuicios, de una clase social especial, y jamás admitirían que la única hija que tienen se case con un médico desconocido.
- Fergie, yo te pido...
- ¿Prudencia?
- Consideración...No sabes lo que es crecer sin padres. Fergie le besó en los labios y asiendo la bata blanca se fue a toda prisa.
- Me tengo que incorporar a mi equipo. Te veré después. René quedó algo desarbolado. La directora del hospicio le recibió esa misma noche. Adoraba a René y es que desde niño fue obediente, estudioso y respetuoso al máximo. René era para ella el hijo que nunca tuvo por su estado de monja. Pero que nadie le negara el derecho lógico de adorar a la persona que tantas satisfacciones le había dado.
- Siéntate, René. Veo en tu semblante depresión y en tus ojos tristeza. ¿qué te ocurre?
- Estoy enamorado de la hija de los Barry.
La directora del hospicio dio un salto.
- ¿Qué me dices?
- Los dos estamos dispuestos a casarnos, aunque los padres se niegan a dar su consentimiento. Ella no tiene aún la mayoría de edad, pero tan pronto la tenga nos casaremos y viviremos en mi cuarto alquilado, nos mantendremos con lo que yo gane y Ferige terminará siendo médico como yo.
- Pero tú estás dolido por lo que te niegan.
- Es porque soy hospiciano.
- ¿Si?
- Sí, sí.- Y eso me desquicia, pero como es verdad...
- Ponte cómodo, te voy a contar una vieja historia que sé por casualidad. Ahora fuma si quieres, relájate que estás muy nervioso. Después, si quieres hacer uso de ella lo haces. Yo te autorizo.
Y habló mucho rato hasta que los ojos azules de René se iban iluminando.
- ¿Entendido, René?
- Sí, pienso que sí.
- Pues obra en consecuencia, que la vida no se hizo para los cobardes ni los pusilámines...
- ¿Cuándo cree usted que debo ir, madre Mildred?
- Cuando gustes y no aguantes más. Pero sé cauteloso, elegante y delicado siempre.
- Sí, se lo prometo.
- Y vuelve cuando gustes, hijo. Ya sabes que ésta es tu casa y aquí tienes tu rincón. Pero René deseaba otro más amoroso, más sentimental, más...pasional...y con Fergie por esposa.
Fergie oyó el timbre de su mansión y después, un sirviente que abría y un nombre que se pronunciaba en el salón. Quedó tensa y salió de su precioso cuarto dejando el libro de texto sobre el tablero de su mesa de estudio. Se asomó a la barandilla del vestíbulo superior y como la puerta corredera de colores estaba abierta pudo escucharlo todo.
Era tal su asombro que no sabía qué hacer. Si quedarse o correr a ayudar a René.
Pero oyendo tantas cosas que ignoraba, se quedó aferrada a aquella barandilla y esperó la reacción de su padre.
- Verá usted, mister Barry. Vengo a pedir la mano de su hija Fergie. Nos amamos. Yo vivo en un cuarto con salón, cocina y aseo y frecuento la facultad, donde hago la tesina y a la vez el hospital donde presto mis servicios y gano un sueldo. No demasiado grande, pero sí lo suficiente para mantenernos Fergie y yo. Me atreví a visitarle porque le quiero decir dos cosas. Amo a su hija y deseo casarme con ella. Nos arreglaremos sin su ayuda.
- ¿Y cómo te atreves? Porque, según tengo entendido, procedes de un hospicio, ni siquiera conoces a tus padres y no creo tanto en los sentimientos que te conduzcan a una muchacha que ha vivido siempre en la opulencia.
- Señor, yo pienso que la opulencia es un aparato social en el cual se apoyan los débiles. Pero los fuertes, como usted, por ejemplo, se apoyan en el trabajo y en la perseverancia sin pensar en los orígenes.
- ¿Qué dices?
- Míster Barry, su abuelo...procedía de un hospicio.
- ¿Cómo te atreves?
- Eso es lo que me empujó a visitarle. Si usted prefiera olvidar esa circunstancia, otras personas no la olvidan...y por esa razón yo estoy aquí. Lo he sabido por casualidad y me gustaría que volviera la vista atrás y recordara, si es que puede, cómo se abrió camino en la industria su abuelo. Lo siento, señor, pero yo defiendo mi amor por Fergie y vengo a saber si debo esperar a la mayoría de edad de mi novia, su hija, o usted mirando el pasado...se olvida un poco del presente para darnos a Fergie y a mí la libertad de amarnos tal cual somos.
Fergie echó a correr escaleras abajo. ¿De modo que su abuelo procedía de un hospicio y sus padres tan tiesos ellos, con tantos prejuicios despreciaban al hombre que amaba?
Llegó al salón cuando los dos padres se erguían y miraban a René, más que como un ser humano, como a un fantasma del pasado que resucitaba en el abuelo muerto.
Se pegó a René y dijo:
- Papá, eso no lo sabía.
Su padre tenía el rostro crispado, pero en el fondo...quizás se apreciaba en él un atisbo de humanidad.
La madre temblaba pegada a su marido, ¿sabía? claro, claro que sabía. Se le notaba en la expresión espantada.
- René - dijo Fergie -, ¿quién te lo ha dicho?
- ¿Y qué más da? El caso es que yo soy como el abuelo resucitado que de un taller de bicicletas consiguió todas las concesiones de automóviles de Detroit...¿por qué se nos priva de amarnos?
- Mamá, papá...
- Esta bien - estalló el padre que sin duda conocía muy bien sus orígenes -. Está bien. Ya diré lo que proceda en su momento. Ahora mismo no voy a añadir nada.
- Papá, yo voy a salir con René a tomar algo.
- Sal si gustas, y perdonad que me sienta tan turbado. Después de que René y Fergie se fueron, abrazó a su mujer.
- Es verdad y tú lo sabes.
- Sí, sí.
- ¿Qué hacemos? Ha tenido que ser valeroso, como el difunto abuelo para presentarse en nuestra casa y decirnos aquello que tan callado teníamos...No fue un chantaje, no. Fue...una realidad que hemos vivido y que tenemos oculta como un pecado. Tenemos que ser más humildes, Ingrid, y olvidar resquemores, complejos y aceptar ese matrimonio. Y si tenemos que ayudarles, les ayudamos.
Pero no. Fue la condición tajante, categórica que puso René Lauter. Y lo dijo, además dos días antes de casarse con la estudiante a la cual pensaba ayudar a acabar la carrera con sus emolumentos de médico y en su apartamento chiquito.
- No quiero nada. Y no es desprecio. Es que pretendo que Fergie y yo nos la arreglemos solos. Sin embargo, te prometo que si te necesito te buscaré y te pediré ayuda.
- Pero soy multimillonario y no tengo más que una hija.
- De acuerdo, George - decía René amable pero tajante -, si un día mis hijos lo necesitan, vendrán a tu lado. Y yo mismo los traeré. No es orgullo. Es que pretendo emular al difunto abuelo que te dio a ti el poder y el dinero. Y se iba ya con la mujer que sin edad, era su esposa. Había cumplido dieciocho años y al entrar ambos en aquel cuarto pequeñito con salón alcoba, cocina y baño, lo consideraban casi como un palacio.
- Tus padres - decía René apretándola contra sí llevándola delicadamente a su alcoba - dijeron que no tenías edad. Pero yo sé que eres una mujer. Una mujer como yo un hombre.
- ¿Quién te contó lo de mi abuelo?
- ¿Y qué importa?
- Dejaste a mis padres apabullados.
- No lo creas.
- Serás médico - le decía al amanecer -. Médico como yo, y después nos complacerá visitar a tus padres por placer, por goce, por afecto. Pero dinero, ni un céntimo.
- Y la herencia, ¿para quién puede quedar?
- Para los nietos, los hijos que tengamos los dos.
Fue así, ni más ni menos, y en su día George e Ingrid Barry se sintieron orgullosos de su yerno, de su hija y de los tres nietos que nacieron de aquel entrañable y emotivo matrimonio...
viernes, 15 de junio de 2012
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