lunes, 25 de junio de 2012

Salkindaria, el traidor (Navarra)

Hace ya cientos de años, cuando Navarra estaba habitada por recios montañeses, los extranjeros de las tierras llanas vinieron a hacernos la guerra.
En aquella época había menos pueblos que ahora, y todo el país era una inmensa selva; así es que los extranjeros ni encontraban donde guarecerse ni adelantaban un palmo de terreno. Intentó el enemigo salir de tan penosa situación y quiso a toda costa apoderarse de una pequeña aldea de la que le separaba un desfiladero estrecho y  profundo; pero atravesar aquella angostura era empresa difícil, y apoderarse del castillo que se alzaba en un extremo, dominando y protegiendo el valle, resultaba más que imposible. El dueño de aquella sombría fortaleza era Salkindaria un señor de ilustre abolengo, joven, apuesto y valiente; pero de ambición insaciable y mal avenido con los sencillos usos y leyes de estas tierras. A pesar de las escasas simpatías que despertaba en sus convecinos, los montañeses le reconocían como a su jefe. El guardaba las pesadas hachas y las enmohecidas armas que en los momentos de peligro distribuía entre ellos, para luego combatir juntos al enemigo.
Varias veces repitió éste sus furiosos ataques, y otras tantas tuvo que huir. Mas aconteció que un día cerca de las hogueras que los montañeses tenían en el monte, se presentaron en son de paz algunos soldados extranjeros, y su jefe manifestó deseos de hablar con el señor del castillo. Fue conducido éste a su presencia, y a las pocas horas volvieron ambos en cordial compañía.
Al poco, anunció a sus hombres el señor del castillo que iba a pasar al campo enemigo para tratar del bien de sus tierras. ¿Qué sucedió en aquella entrevista? Nadie lo sabe; pero después de dos días de ausencia, volvió el señor tan sombrío y preocupado como antes era alegre y bullicioso. Reunió a los principales montañeses y les manifestó que la guerra podía darse finalmente por terminada y que por consiguiente, desde entonces debían ellos volver a sus aldeas y caseríos para descansar de las fatigas.
Estas palabras fueron oídas por casi todos con inmensa alegría, recelosos, manifestaron que las promesas de los extranjeros ocultaban alguna infame trampa, porque de otro modo resultaba incomprensible que no hubieran abandonado ya el país. Las opiniones se dividieron; pero al final prevaleció el parecer de los más viejos, y todos declararon que no abandonarían las armas hasta que el último enemigo hubiera salido de sus tierras. El señor del castillo, con asombro de todos, manifestó el disgusto que le causaba la terquedad de sus hombres y declaró al retirarse que les exigía que al punto ellos entregaran las armas que les había confiado.
La reunión se disolvió en medio de una horrible confusión, y rápidamente circuló por la comarca la noticia de lo ocurrido.
Pasaron algunos días en medio de una aparente calma. Nadie había vuelto a ver al señor del castillo, pero en los caseríos se susurraba que tenía frecuentes entrevistas con los extranjeros. Y las viejas, siempre murmuradoras, añadían por lo bajo que éstos le habían enviado pesadas arcas, ricas joyas, armas preciosas y hermosísimos caballos como regalos. Una noche de horrible tempestad, un confuso clamor llegó hasta los guerreros navarros desde el fondo del valle; corrieron y vieron con espanto a sus mujeres y a sus hijos huyendo y sus caseríos incendiándose, el castillo ocupado por el enemigo, y a su señor capitaneándolo.
Entonces lo comprendieron todo; ¡El traidor los había vendido! Deslumbrado por las riquezas de los extranjeros y por las brillantes promesas que le habían hecho, el miserable les había franqueado su fortaleza.
En medio de la confusión y del estruendo alzóse un formidable grito de venganza; los navarros, desesperados, prendieron fuego a los bosques. Brilló todo el país y las llamas cortaron el paso.
Quiso éste retroceder, pero se encontró encerrado por todas partes en un inmenso círculo de fuego. Entonces, dominando a los bramidos del incendio y a los de la tempestad, resonó un trueno ensordecedor. Cayeron los montañeses sobre sus contrarios y los barrancos se llenaron de cadáveres.
Cuando cesó el incendio y del gran castillo sólo quedaban unos desmoronados paredones, todo quedó en la oscuridad y en el silencio. No se escucharon lamentos de dolor ni gritos de triunfo: los invasores habían muerto, y los montañeses, rendidos de fatiga, descansaban sobre los cuerpos de sus enemigos. Y cuando vino el sol a iluminar aquel terrible cuadro, se encontró entre las ruinas de la fortaleza el cadáver ennegrecido del traidor.

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