En aquella época había menos pueblos que ahora, y todo el
país era una inmensa selva; así es que los extranjeros ni encontraban donde
guarecerse ni adelantaban un palmo de terreno. Intentó el enemigo salir de tan
penosa situación y quiso a toda costa apoderarse de una pequeña aldea de la que
le separaba un desfiladero estrecho y profundo; pero atravesar aquella
angostura era empresa difícil, y apoderarse del castillo que se
alzaba en un extremo, dominando y protegiendo el valle, resultaba más que
imposible. El dueño de aquella sombría fortaleza era Salkindaria un señor de
ilustre abolengo, joven, apuesto y valiente; pero de ambición insaciable y mal
avenido con los sencillos usos y leyes de estas tierras. A pesar de las escasas
simpatías que despertaba en sus convecinos, los montañeses le reconocían como a
su jefe. El guardaba las pesadas hachas y las enmohecidas armas que en los
momentos de peligro distribuía entre ellos, para luego combatir juntos al
enemigo.
Varias veces repitió éste sus furiosos ataques, y otras
tantas tuvo que huir. Mas aconteció que un día cerca de las hogueras que los
montañeses tenían en el monte, se presentaron en son de paz algunos soldados
extranjeros, y su jefe manifestó deseos de hablar con el señor del castillo.
Fue conducido éste a su presencia, y a las pocas horas volvieron ambos en
cordial compañía.
Al poco, anunció a sus hombres el señor del castillo que iba
a pasar al campo enemigo para tratar del bien de sus tierras. ¿Qué sucedió en
aquella entrevista? Nadie lo sabe; pero después de dos días de ausencia, volvió
el señor tan sombrío y preocupado como antes era alegre y bullicioso. Reunió a
los principales montañeses y les manifestó que la guerra podía darse finalmente
por terminada y que por consiguiente, desde entonces debían ellos volver a sus
aldeas y caseríos para descansar de las fatigas.
Estas palabras fueron oídas por casi todos con inmensa
alegría, recelosos, manifestaron que las promesas de los extranjeros ocultaban
alguna infame trampa, porque de otro modo resultaba incomprensible que no
hubieran abandonado ya el país. Las opiniones se dividieron; pero al final
prevaleció el parecer de los más viejos, y todos declararon que no abandonarían
las armas hasta que el último enemigo hubiera salido de sus tierras. El señor del
castillo, con asombro de todos, manifestó el disgusto que le causaba la
terquedad de sus hombres y declaró al retirarse que les exigía que al punto
ellos entregaran las armas que les había confiado.
La reunión se disolvió en medio de una horrible confusión, y
rápidamente circuló por la comarca la noticia de lo ocurrido.
Pasaron algunos días en medio de una aparente calma. Nadie
había vuelto a ver al señor del castillo, pero en los caseríos se susurraba que
tenía frecuentes entrevistas con los extranjeros. Y las viejas, siempre
murmuradoras, añadían por lo bajo que éstos le habían enviado pesadas arcas,
ricas joyas, armas preciosas y hermosísimos caballos como regalos. Una noche de
horrible tempestad, un confuso clamor llegó hasta los guerreros navarros desde
el fondo del valle; corrieron y vieron con espanto a sus mujeres y a sus hijos
huyendo y sus caseríos incendiándose, el castillo ocupado por el enemigo, y a
su señor capitaneándolo.
Entonces lo comprendieron todo; ¡El traidor los había
vendido! Deslumbrado por las riquezas de los extranjeros y por las brillantes
promesas que le habían hecho, el miserable les había franqueado su fortaleza.
En medio de la confusión y del estruendo alzóse un formidable
grito de venganza; los navarros, desesperados, prendieron fuego a los bosques.
Brilló todo el país y las llamas cortaron el paso.
Quiso éste retroceder, pero se encontró encerrado por todas
partes en un inmenso círculo de fuego. Entonces, dominando a los bramidos del
incendio y a los de la tempestad, resonó un trueno ensordecedor. Cayeron los
montañeses sobre sus contrarios y los barrancos se llenaron de cadáveres.
Cuando cesó el incendio y del gran castillo sólo quedaban
unos desmoronados paredones, todo quedó en la oscuridad y en el silencio. No se
escucharon lamentos de dolor ni gritos de triunfo: los invasores habían muerto,
y los montañeses, rendidos de fatiga, descansaban sobre los cuerpos de sus
enemigos. Y cuando vino el sol a iluminar aquel terrible cuadro, se encontró
entre las ruinas de la fortaleza el cadáver ennegrecido del traidor.
Este relato es de Iturralde y Suit. Muy bueno por cierto!!
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