Un soldado llegó a una aldea y pidió a un campesino que le dejara pasar la noche en su casa.
- Consentiría gustoso, soldado, pero vamos a celebrar una boda y no tengo lugar dónde acostarte.
- No te preocupes, un soldado como yo en cualquier sitio se acomoda.
- Si es así, entra.
El soldado vio que el campesino tenía un hermoso caballo enganchado a un trineo y le preguntó:
- ¿Adónde vas?
- Aquí es costumbre que, quien celebra una boda, lleve un regalo al brujo. Si no le llevas nada te agua la fiesta enseguida.
- No te preocupes, no le lleves nada, pues todo se arreglará muy pronto.
Y el campesino le hizo caso y no le llevó nada.
Dieron comienzo a la boda, llevaron a los novios a la iglesia, y por el camino vieron un toro que bramaba y revolvía la tierra con los cuernos. Todos se asustaron pero al soldado ni siquiera le tembló el bigote. Como por arte de magia, de entre sus piernas salió un perro que se precipitó hacia el toro y le clavó los colmillos en el cuello. El toro se desplomó, enseguida, muerto.
Siguieron adelante, y al encuentro del cortejo salió un oso enorme.
- No temáis - gritó el soldado -, yo no consentiré que ocurra nada malo.
Y de nuevo volvió a salir de entre sus piernas el perro, que desolló al oso.
Pasado el susto, el cortejo siguió su camino, pero enseguida salió una liebre que cruzó el camino, casi rozando las patas delanteras de la troica que iba a la cabeza. Los caballos se detuvieron, relinchaban y no se querían mover del sitio.
- ¡Deja de hacer el tonto, liebre, -gritó el soldado-. Ya hablaremos tú y yo un poquito más tarde.
De nuevo todo el cortejo se puso en marcha. Llegaron sin novedad a la iglesia, casaron los novios y se dirigieron de nuevo a la aldea. Cuando ya llegaban a la isba (cabaña), vieron en el portón un cuervo negro que graznaba muy nervioso. Los caballos se volvieron a detener.
- ¡No hagas el tonto, cuervo! - gritó el soldado-. Ya hablaremos tú y yo un poquito más tarde.
El cuervo levantó el vuelo y entonces los caballos se adentraron por el portón.
Sentaron a la mesa los recién casados. Los invitados ocuparon sus asientos, según el orden establecido, y todos se pusieron a comer, beber y divertirse. Todo el pueblo había venido a la boda y se sentían muy felices al ver a los dos jóvenes ya casados y contentos.
Mientras tanto, al brujo de la aldea se lo llevaban los diablos: no le habían hecho ningún regalo, ni siquiera le habían invitado al banquete. Y así se presentó en la isba, sin quitarse siquiera el gorro y sin rezar ante las imágenes. Sin saludar a la gente dijo al soldado:
- Estoy enfadado contigo.
- ¿Por qué? No te debo dinero ni tampoco te he pedido ningún favor que recuerde. Mejor será que te sientes con nosotros y bebamos y nos lo pasemos bien.
- ¡Venga! - dijo el brujo.
Y tomando de encima de la mesa un jarro enorme de cerveza, llenó un vaso y se lo ofreció al soldado.
- ¡Bebe, soldadito! ¡Bebe! ¡Esto te sentará muy bien! Bebió el soldado y, para asombro de todos los comensales, se le cayeron todos los dientes de la boca, dentro del jarro.
- ¡Ay amigo! ¿Qué has hecho con mis dientes? ¿Cómo voy yo a poder comer ahora las galletas?
Y para mayor sorpresa de los invitados, el soldado cogió los dientes y se los puso de nuevo en la boca.
- Ahora yo te agasajaré a ti. ¡Bebe de este vaso de cerveza que te ofrezco! es la mejor de la temporada, según dice el amo. ¡Bebe!, -dijo el soldado al brujo-.
Y el brujo bebió la cerveza y se le saltaron los ojos. Todos los invitados se quedaron atónitos pensando en qué magia haría que el brujo para recuperarlos.
El soldado, con la rapidez de un felino, cogió rápido el jarro con los ojos del brujo y lo tiró al fuego.
Y así, el brujo quedó ciego para toda la vida, y juró que nunca más asustaría a la gente de la aldea. Los campesinos y sus mujeres agradecieron al soldado su ayuda y pidieron a Dios que le colmara de bondades.
Alexander Afanásiev - Cuentos populares rusos.
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