lunes, 16 de julio de 2012

El bueno de Francoer

Hace muchísimos años, existió un hombre bueno que se llamaba Francoer, que tenía fama de ser muy inteligente, era bastante pobre y vivía a las afueras del pueblo en una pequeña y destartalada choza. Su única propiedad era una vaca muy flaca que terminó enfermando y un día murió.
Intentando beneficiarse de aquella pérdida, Francoer la desolló, guardó la carne con la que comería al menos un par de días y puso la piel a secar. Cuando estuvo seca, pensó que quizá le darían algo por ella y decidió ir al pueblo e intentar venderla. Así lo hizo, pero el camino era tan largo que, después de algunas horas, tuvo que pararse a descansar bajo un árbol. En medio de su descanso Francoer escuchó un ruido. Se trataba de una banda de cuarenta ladrones que llegaban a caballo. El pobre hombre tuvo tanto miedo que se encaramó a la copa del árbol con su piel de vaca cubriéndole la cabeza. Los ladrones llegaron, se sentaron justo bajo el árbol donde estaba Francoer y se pusieron a contar su botín. Cuando el buen hombre vio aquel enorme montón de oro y plata, se puso a temblar de pies a cabeza y la piel de vaca se le escurrió. Fue a parar justo encima de los ladrones y éstos, que con el espeso ramaje del árbol no veían a Francoer, creyeron que aquella piel sobre sus cabezas era un castigo divino por sus fechorías, se asustaron muchísimo, saltaron sobre sus caballos y huyeron a galope, abandonando el botín.
Francoer, aliviado al ver que no le habían descubierto, bajó del árbol, cogió el botín y se fue a su casa. Por su puesto, su vida cambió por completo, y cuando el rey se entero de que Francoer tenía una fortuna le hizo llamar para interrogarlo:
- Dime - dijo el rey -. ¿De dónde has sacado tanto dinero?
- Yo tenía una vaca - explicó tranquilamente Francoer -. Mi vaca estaba tan enferma que se murió. La desollé y puse su piel a secar. Luego, sólo tuve que venderla y me dieron por ella mucho dinero.
El rey tuvo envidia y quiso hacer lo mismo. Una vez secas las pieles de todo su ganado, las mandó vender. Sin embargo, nadie las quiso. El rey estaba furioso y decidió ir en persona a casa de Francoer. Llevaba tal cortejo que a Francoer no le fue difícil enterarse de su llegada mucho antes de que ésta se produjese. Tuvo tiempo más que suficiente para prepararse. Primero puso al fuego una marmita de sopa. Cuando estaba hirviendo, la retiró del fuego y la colocó en el camino, sobre la tierra. La marmita estaba muy caliente y Francoer cogió un látigo y empezó a azotarla.
- ¿Qué estás haciendo? - le preguntó el rey, que estaba tan sorprendido que se olvidó del engaño de la piel de vaca que le había costado todo su ganado.
- Estoy hirviendo sopa. ¿No ves con tus propios ojos que el agua salta en la marmita? ¿Querrías hacerme el honor de comer conmigo?
El rey no pudo negarse, pero terminó pronto y, disculpándose, volvió a su palacio. Nada más llegar, se dirigió a la cocina y dijo muy serio a su cocinero:
- Coloca la marmita en medio del camino, coge un buen látigo y azótala. La sopa hervirá sola.
El cocinero la azotó con todas sus fuerzas, pero sólo consiguió que la marmita cayera al suelo derramando todo su contenido. El rey, completamente enojando, ordenó a cuatro de sus guardias que prendieran a Francoer y lo llevaran de inmediato ante su presencia.
Esto no resultó nada difícil. Los guardias lo cogieron, lo metieron en un saco y se lo cargaron al hombro. Sin embargo, en el camino encontraron una taberna y pasaron a beber un trago, dejando el saco junto a la puerta, a la sombra. Al principio Francoer protestó mucho, pero como nadie le hacía caso, decidió esperar tranquilamente a ver qué pasaba. Al cabo de un rato, oyó los pasos de alguien que se acercaba y se puso a gritar:
- ¡Ay de mi! ¿Quién vendrá en mi ayuda? ¿Quién me socorrerá? Quieren casarme con la hija del rey, que es una muchacha joven y hermosa, pero yo ya no estoy para este tipo de fiestas.
Atraído por los gritos y muy intrigado, el pastor cuyos pasos había oído Francoer, se acercó al saco y lo desató. Después de escucharle y pensando que, sin duda saldría ventajoso, le dijo:
- ¡Bueno, hombre! Si tú quieres, yo ocuparé con gusto tu lugar.
El hombre ayudó a Francoer a salir y luego se metió él dentro. Cuando los soldados salieron de la taberna, todo estaba otra vez en su lugar. Cogieron de nuevo el saco y lo llevaron al palacio, sin darse cuenta de que Francoer seguía toda la operación con interés, oculto a una distancia prudente.
Al llegar, el rey ordenó que ataran una pesada piedra al saco y lo tiraran en la parte más profunda del río.
Dos o tres días después, Francoer fue a palacio con trescientos carneros tras él y le dijo al rey:
- Muchas gracias, señor, de verdad, muchas gracias. Estoy muy agradecido de que me hayáis tirado al río, pues me habéis hecho un gran favor. Cuando venda los trescientos carneros que he cogido allí, volveré a por más. Estoy seguro de que conseguiré mucho dinero.
El rey, encolerizado y sorprendido, dijo entonces:
- ¡Metedme en un saco y arrojadme al estanque! Yo también quiero beneficiarme de la venta de carneros. Bajo ningún concepto puedo consentir que este hombre sea más rico que yo.
Cuando arrojaron al rey al río se hizo en el agua un círculo muy grande y el saco cayó al fondo. Y Francoer volvió a su casa riendo.

Cuentos populares del todo el mundo.

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