No le sintió acercarse. Un muchacho corriente. Moreno, de ojos negros.
- ¿Bailamos? - preguntó cortésmente.
Marta Espinosa arqueó una ceja. Estaba sola.
Era la primera vez en mucho tiempo que salía sola, prescindiendo de sus amigas.
El muchacho preguntó de nuevo:
- ¿Te molesta mucho...bailar conmigo?
Marta se alzó de hombros.
- ¿Por ser tú? - preguntó un tanto burlona.
- No. Por ser lo bastante descarado para perturbar tu soledad.
- Siéntate - invitó -. No bailo. Pero si tienes ganas de hablar...
- Me llamo David Salgado.
- Encantada. ¿Es eso lo que se dice?
- Sí, pero no siempre se usan las mismas palabras - rió él, divertido.
- Son todas vacías, rutinarias ¿no?
- ¿Piensas así de todas las cosas de la vida?
- Algo parecido.
Así empezó aquello. No dijo quién era ni lo que hacía.
- ¿Vienes siempre aquí?
- No.
- ¿Es la primera vez?
- La primera.
- Eres bonita - dijo David quedamente -. Me llamaste la atención nada más entrar. Dirás que soy un poco atrevido.
- ¿Por qué?
- Por venir a interrumpir tu soledad.
- No estaba sola.
David dio un respingo. Miró en todas direcciones. Después fijó los ojos en el bello rostro de Marta.
- No veo a nadie - dijo un tanto asombrado.
- Bueno, ¿no se puede estar acompañada por una misma?
- ¡Ah! - rió -. Era tu compañía espiritual.
- ¿No lo concibes?
- Lo extraño es que la conciba una chica tan joven como tú. ¿Me dejas calcularte los años?
- Puedes.
- Diecisiete.
- Uno más - sonrió Marta -. Terminé el bachillerato este verano. Como ves, no soy muy inteligente.
- ¿Seguirás estudiando?
- No. Dice mamá que una chica de mi edad debe hacer una sola carrera: el matrimonio. Un marido rico que te mantenga. Una casa bonita.
- Eres una resentida.
Se rió con una risa amarga y fría.
De repente, David se inclinó hacia ella.
- ¿Me dijiste tu nombre?
- No - respondió secamente.
Después se levantó, se puso la chaqueta de punto por los hombros y retiró su propia silla.
- Adiós, David.
David se levantó como un resorte.
- ¿No volveré a verte?
- No creo.
- Como siempre - dijo la abuela al verla -. Sola y sin ganas de nada. ¿Sabes lo que habría yo en tu lugar? Marta se desplomó en una butaca junto a su abuela. La miró con vaguedad.
- ¿Visitar a un psiquiatra?
- Eso es. Se lo dije a tu padre el otro día.
Marta rió.
- Papá y mamá se han ido de viaje.
- Eso es lo que te duele.
- ¿A ti no, abuela?
- ¡Marta!
- ¿Es suficiente traer al mundo un hijo? ¿Es suficiente pagar por la educación de un hijo una fortuna? No lo es. ¿Qué me dieron? ¿Consejos alguna vez? Han creído que en el colegio me dieron todo cuanto necesitaba y se consideraron más que satisfechos por ello. No me han dado jamás un consejo. Nucna les pregunté algo que me contestaran con claridad. ¿Por qué no he de saber la verdad de las cosas? ¿Quién me las dijo? Yo misma. Yo, que fui abriendo los ojos poco a poco y me di cuenta de que la vida era así...Llena de falsedad, de mentira.
- ¡Marta!
- Si los busco para una confidencia, están con sus amigos. Si voy al despacho de papá está cansado.
- Marta, hijita...
- Y no me gusta vivir así - gritó Marta a punto de llorar -. Necesito ternura. ¿Me comprendes, abuela?
- Yo...a media. Pero hay una persona detrás de esa cortina que quizá te entienda mejor que yo.
- ¿Qué dices? ¿Una persona oyendo todo esto?
- Escucha, Marta, hijita. Hace más de dos años que vienes repitiendo lo mismo. He hablado con tus padres. Dicen...
- Sé lo que dicen - gritó a punto de estallar -. Que soy una chiquilla, que pienso cosas raras, que tengo demasiadas inquietudes para mi edad.
- Sí - admitió la abuela -, algo de eso dicen.
- ¿Sabes por qué? Por comodidad. Y si es mi padre quien está detrás de esa cortina, mejor.
- Perdóname, Marta. No es tu padre. Es una persona para mí muy querida. ¿Te acuerdas de mi ahijado? De aquel chico del cual te hablé alguna vez, a quien su madre, amiga mía, me dejó al morir... Viene poco por aquí y no tuve tiempo de presentártelo. Ha terminado la carrera de médico, se especializó en psiquiatría, y ha pasado varios años estudiando en el extranjero. Se ha establecido en esta ciudad. Es un chico excelente. Quiero que le conozcas. Como me dijiste que vendrías a comer, me he tomado la libertad de sentarlo tras el cortinón para que te oyese.
- Me has faltado, abuela. No es posible que tú me hayas hecho esto.
- Necesitas una persona que te comprenda.
- Y supones...
Una figura masculina apareció detrás de la cortina.
Marta, muy excitada, se puso en pie.
- David Salgado - dijo riendo con desdén -. El joven de la sala de fiestas.
El parecía suspenso.
- Lo siento, Marta. Ni siquiera sabía...
- Pasa - dijo ella, desdeñosa -. No me asusta que mi abuela recurra a estas tretas. No estoy enferma físicamente. Si acaso, mi mal procede del alma, de la soledad,...
- No quisiera que me vieras como un enemigo.
- No me importa, David. Ahora ya nos conocemos.
Buscó con los ojos la chaqueta de punto, pero David, adivinando su deseo, se apresuró a tomarla.
- Gracias - dijo ella admitiendo que él la ayudase.
- ¿Qué dices de Marta, David?
- Nada nuevo. El mal del siglo. Incompresión, soledad, inquietudes múltiples que sólo se mitigan con la comprensión.
- Y no existe - dijo Marta.
- Es posible - y luego, suavemente -: ¿me permites que te conozca mejor? Te vas... ¿puedo acompañarte?
- No - dijo rotundamente, como cuando se vieron la primera vez.
No le vio durante aquella semana, ni volvió por casa de su abuela. Al principio de la semana siguiente se encontró con él. Ella bajaba de su utilitario. David, de un taxi, ante un merendero.
Ella no tenía cita alguna en aquel lugar. Era, como tantas veces, un momento de evasión.
Sus padres había regresado y se volvieron a marchar. Sus amigos eran felices, lo tenían todo y, a la vez, no tenían nada. Ella...era más exigente o, por el contrario, se conformaba con poco.
Por eso estaba allí, a unos veinte kilómetros de la ciudad, observando cómo los demás se divertían. Se alzó de hombros cuando alguien dijo tras ella:
- ¿Cómo estás?
- Bien - respondió.
- ¿Puedo quedarme contigo? Acabo de cerrar la consulta. ¿Te reirás de mí si te digo que hoy no he recibido a nadie? Es decir, que nadie pasó por mi consulta. Ni siquiera tengo auto. Soy lo que se dice un médico pobre. Nadie cree aún en mi ciencia - y después, con gentileza -. ¿Amigos? - dijo -.
Lo fueron sinceramente.
Empezaron a verse diariamente, sin ponerse de acuerdo. Ni Marta era mujer de prever las cosas ni David tampoco. No obstante, casualidad o no, necesidad de verse, de sentirse juntos, de contrastar sus propios criterios, el caso es que se encontraron todos los días durante tiempo.
- Es raro - dijo Marta en una ocasión -; no echo de menos los consejos ue nuca recibí. Me has tomado a broma en ese sentido, ¿no?
- No.
- No me mires así. Me da la sensación de que me desnudas el alma.
- Eso intento. Yo te comprendo, ¿sabes? Muy bien. ¿por mi condición de médico? quizá no. Por la de hombre, simplemente.
- Lo tengo todo.
- ¿Todo?
- Al menos eso dicen mis padres. Ellos suponen que me quejo de vicio.
- Hay algo importante en este mundo, Marta. Y es creer en uno mismo y en sus propias ansiedades. Tú las tienes. Bien definidas. Una pregunta: ¿serías capaz de dar a tus hijos todos los bienes materiales que necesiten olvidando los espirituales?
- No. Contra esa tendencia lucho. No quiero ser tan cómoda como para vivir mi vida, olvidándome de mis primeras responsabilidades.
- Cásate conmigo y formaremos la gran sociedad espiritual.
- ¿Sin amor?
- ¿No somos felices juntos?
- ¿Eso es amor?
Él rió.
Por encima de la mesa agarró los dedos delgados de ella y los oprimió entre los suyos.
- El amor verdadero no nace de locas exaltaciones.
- ¿De qué nace?
- De la comprensión mutua.
Nosotros nos comprendemos...¿Algo más se necesita? Físicamente nos gustamos, moralmente nos sentimos atraídos...Somos felices juntos.
- David...
- ¿No quieres?
- No lo sé. ¿Qué te parece si, para medir nuestro mutuo interés sentimental, nos separamos?
- ¿Separarnos?
- Una semana, un mes, dos, seis...Los que podemos resistir. Y si podemos resistir un año, es que no seremos nunca felices juntos.
- Es una prueba dura para mí...
- Probemos.
- ¿Separándonos?
- Es lo mejor.
- Exiges demasiado. Pero acepto.
Una semana, dos, cuatro, seis...
Al pasar unos días él estaba allí. En el umbral de la casa de la abuela.
Al verle, Marta detuvo sus pasos.
- David - murmuró tan sólo.
- Sabía -dijo bajo, atrayéndola hacia sí, sin que ella opusiera resistencia - que vendrías hoy.
- La abuela me dijo que... vendrías hoy también.
- Por eso estamos aquí. ¿Se lo has dicho a la abuela?
- Ya lo sabía.
- ¿Y tus padres?
- Están de viaje. Marcharon ayer.
- ¿No les dijiste nada?
- No. Nunca...me preguntan.
- No te he besado nunca.
- ¿Ahora? ¿Aquí?
¿Qué importa dónde? Se lo dio allí, en la esquina del portal, y luego, como avergonzados, echaron a andar anudados de la mano, mirándose sonrientes.
Y aquella boca y aquellos ojos parecían decir al encontrarse: "Hemos hallado nuestra verdad. Nos comprendemos, nos amamos, podemos ser felices."
David y Marta empezaban a serlo.
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