Sintió el freno del auto. Enseguida vio la alta figura enlutada, muda y melancólica, avanzar por el camino enarenado, sombreado por los cipreses.
Una pálida sonrisa. Después...
- Buenas tardes, Paula.
- Buenas, Diego.
- Hace frío.
Ni una respuesta. ¿Para qué? Era el comentario de todos los días.
Paula depositó las flores sobre la lápida blanca, rezó un padrenuestro, se santiguó y giró en redondo.
- Adiós, Diego.
- Aguarda - la miró de modo indefinible -. Está lloviendo. Te mojarás mientras esperas el bus.
Lo sabía. Ocurría todos los días. desde hacía ocho meses. Caminó despacio, seguida de la alta figura enlutada.
- Sube, Paula - invitó él abriendo la portezuela del auto -. Te estás mojando.
Era linda. Joven.
Sabía que Diego la censuraba. Nunca lo dijo...Era algo intuitivo. No podía caber en la mente de él otro sentimiento hacia ella.
- Le quisiste mucho - dijo, al tiempo de poner el auto en marcha.
- Hace ocho meses que me haces la misma pregunta.
- No es que pregunte esta vez. Es...una afirmación.
¿Se burlaba? ¿Era Diego Ponce lo bastante humano para comprender y admitir que ella, a los veinte años, pudiera haber amado a un hombre de cuarenta y cinco? No. Al menos no lo creía ella posible.
- Le quise - dijo con ronco acento -. Mucho. Nunca podrás comprender hasta qué punto sentí su repentina muerte.
- Tenía veinticinco años más que tú.
Había como un desafío en la mirada de ella.
- No concibes eso - dijo, sin preguntar, reprobadora. El auto llegaba a la ciudad. Anochecía.
- Déjame aquí, Diego. Tú tendrás mucho que hacer.
- Nada. ¿Quieres tomar algo en mi compañía?
- ¿Para zaherirnos?
- Te prometo...Piensas que te odio o me burlo del cariño que tuviste a mi padre. Te aseguro...
- No sigamos. Gracias, de todos modos.
Descendió. La esbelta figura de veinte años, se desdibujaba entre los transeúntes.
- ¿Le has visto?
- Calla, María.
- Di.
- Fue una pena que no estuvieras casada antes de que a Sebastián le sorprendiera la muerte.
- Estás loca.
- Al menos serías una viuda. todos los que te conocen no conciben que hagas una vida retirada a tu edad, guardando luto por un hombre que te llevaba veinticinco años. No dudo del cariño que le profesaste a Sebastián, pero...no olvido que cuando tú naciste él tenía un hijo de seis años.
- ¡Cállate!
- Trabajas a su lado - insistió tía María, tercamente -. El no dijo nada cuando su padre decidió casarse contigo. Jamás fue incorrecto contigo. Y ahora...que eres libre, pues no existe Sebastián, parece que odias a su hijo.
- No es cierto.
- Cuando regresas del cementerio vienes como abstraída, como amargada.
Se puso de pie. Se iba a la cama.
- No te vayas, Paula. No dije nada cuando aquella vez me dijiste que te casabas con tu jefe.
Ella quería a Sebastián. Con una ternura viva, reposada, tranquila. Esperaba con él una vida cómoda y plácida. Tampoco fue egoísmo. fue necesidad de querer. Todos los días juntos...recibiendo sus atenciones. Un día él se lo dijo. Y ella, estupefacta, aceptó de buen grado.
- Me voy a la cama.
- Espera, Paula - y en voz baja -: ¿no tienes vacaciones este año? Siempre pasamos las navidades en casa de Ramón, mi hermano pequeño. He recibido hoy una carta. Me invita, y pregunta si tú me acompañarás.
- Yo no. No puedo. Pero ve tú.
- ¡Dejarte sola!
Como si eso no ocurriera cada dos por tres. María no era mujer que se sacrificase mucho por los demás. Viuda de un militar, con retiro esplendido, hacía siempre su santísima voluntad, sin tener en cuenta la soledad de su sobrina lejana. Se fue dos días después... Sintió algo húmedos los ojos cuando vio partir el tren la víspera de Nochebuena. Pero sus labios se apretaron. Y al girarse...le vio allí.
- ¡Oh! - exclamó turbada al tropezarse con él
Sentía una pasión intensa. La ternura de un amor incomprendido.
- Esperaba a un amigo que no ha venido - dijo él con su habitual gravedad.
Cualquiera, al verle, le calcularía treinta y tantos años.
Todo lo contrario de su padre, que tenía cuarenta y cinco y aparentaba muchos menos.
- ¿Has venido a despedir a María?
- Sí.
- ¿También te quedas sola estas fiestas?
- Sí.
- No te duele...
- Ya estoy habituada.
- Como yo...
- ¿Tú? - una mirada que no se detuvo en los verdes ojos del hombre tan moreno -. Tú porque quieres.
- No encuentro dónde ir a gusto. Tengo una casa inmensa llena de gente que casi no conozco - pergeñó una mueca sarcástica -. Gentes que el día de Nochebuena y Navidad se irán con su familia. Me quedará el viejo Samuel, dispuesto a servirme el champagne y el pavo trufado.
Llegaban a la salida.
Escaparates profusamente adornados. Luces de colores por todas partes. Gente riendo feliz.
- Eso es la vida.
- ¿Qué vida? - preguntó en voz baja.
- La de los demás...Mañana, todo esa gente o casi toda, disfrutará en familia.
No quería escucharle.
Siempre le hablaba así. Íntimamente, como si pretendiera turbarla o desconcertarla. Desde que su padre falleció y la vio en el cementerio con un ramo de flores en la mano, sintió aquella turbación íntima que lastimaba y despertaba sentimientos que nunca creyó que existieran en su ser.
- Buenas tardes, Diego.
Como mañana es domingo y pasado festivo...no te veré hasta el martes. Felices Navidades.
- Aguarda. Sube. Te llevaré a casa.
- Deseo ir a pie - mintió -. Necesito sentir el frío de la noche. Quizá me detenga a hacer unas compras.
- ¿No irás mañana al cementerio?
Iría. Nunca dejaría de ir. Pero no contestó. Echó a andar...
Nevaba.
Hacía un frío cortante. Paula Vilches hubo de levantar el cuello del abrigo, de un gris oscuro, y hundir las altas botas de piel en la nieve. Cruzó la alta y ancha cancela y se adentró en el sendero bordeado de altos cipreses.
Los ojos bajos, las flores apretadas contra el pecho, caminaba despacio, como contando los pasos.
- Buenos días.
Se detuvo en seco.
Se hallaba ante la tumba de Sebastían Ponce, y la alta figura enlutada la miraba.
- Has madrugado - dijo Diego Ponce, con suavidad -.
- Sí... Tomé el bus de las diez.
- Pudiste decirme...que venía. Hubiese ido a buscarte. Desvió los ojos.
Se inclinó hacia la lápida blanca y depositó las flores, junto al ramo que había dejado Diego.
Rezó con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, como si estuviese sola en el mundo. Fue ella la que se giró primero, después de santiguarse.
- Sólo quisiera tener una persona leal como tú, a la hora de mi muerte...
- La tendrás. Siempre se tiene a alguien.
- Fiel como tú...no. Hace ocho meses que nos encontramos siempre en el mismo sitio. En la oficina apenas nos vemos...Aquí sí.
Caminaba sin responder.
- El bus tardará en llegar unos cuarenta minutos. Te llevaré en mi auto.
- Gracias, pero...
- ¿Por qué me odias?
Le miró de forma grave.
- ¿No eras tú quien me odia a mí? ¿No me odiaste cuando supiste que me iba a casar con tu padre?
Por toda respuesta, abrió la portezuela del auto.
- Sube, por favor.
- Te digo...
- Te lo ruego.
Tenía un matiz extraño su voz. Era una orden, y a la vez una súplica.
Se deslizó dentro.
- Podemos...comer juntos - después, empuñando el volante, sin transición añadio -: Nunca te odié.
- ¿Nunca?
- Jamás. Tal vez...haya envidiado a mi padre.
- Llévame a casa - con acento ahogado.
- Te...te...invito a comer.
- Gracias, Diego. Gracias por todo. Por invitarme, aunque no voy a aceptar, y gracias por lo que considero tu sinceridad.
- Nunca me has creído sincero.
- Detén el auto.
- Por favor, Paula...
- ¿Por qué te niegas?
- Diego, para el coche, estoy muy cansada.
- ¡Estoy solo! - dijo él en una exclamación -. Necesito tu compañía.
Y después, cuando ella ya descendía:
- Una necesidad que creo que te estoy transmitiendo. ¿Por qué no? ¿Tan monstruoso es que tú y yo...gocemos de una felicidad que nunca hemos tenido?
- Estas loco - gimió -, loco...
Una vez sobre la acera, echó a correr.
Media tarde.
El muerto...quedaba ya como difuminado en su corazón para dejar en su lugar una indescriptible turbación hacia su hijo.
Oyó el timbre de la puerta.
- Hola.
Cargado de paquetes. Sonriente, algo turbado.
- Diego...
- He venido ... Estaba solo.
- Yo no...no... quiero.
- Quieres - dijo tirando los paquetes sobre el sofá -. Tiene que querer. Queda una vida por delante y estamos vivos los dos.
- ¡Diego!
- ¿Tienes miedo?
Lo tenía.
Miedo a la felicidad que él le ofrecía. Miedo a la intensidad de su pasión.
- Paula, sé cómo quieres, cuando quieres. Por favor..., quiéreme un poco a mí...
- ¡Oh!...no...no. Diego, tengo miedo, sí. ¡Miedo!
- ¿De mí?
Sentía la ansiedad de su mirada, la ternura de sus manos, que la oprimían.
Y después la voz de Diego, ronca y baja, en su boca.
- Nos hemos de casar... Enseguida. Es...es una necesidad.
- Sí...sí...es una...una indescriptible necesidad.
Empezaba Nochebuena. ¡Era bonita!
Todo tenía un colorido distinto.
Y la voz de Diego con entonación sincera:
- Te quiero, Paula. Te quiero.
- Te quiero, Diego. Te quiero y te necesito.
viernes, 27 de julio de 2012
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