viernes, 6 de julio de 2012

Mi tremenda timidez

Tenía dieciocho años. Vestía de luto. Era rubia y tenía los ojos azules. Esbelta, distinguida. Con aquel suave aspecto de tremenda timidez...
Sentada en el borde del lecho, parecía confusa. Delante de ella estaba la muchacha de servicio.
- La espera en el despacho, señorita Mag.
- Iré enseguida.
- La espera desde algunos minutos. También está el señor Fidalgo.
- Pasa, pasa, querida Mag - dijo el señor Mendoza, abogado de su padre -. No sabes cuánto sentí lo de tu padre. No supe que habías regresado de Nueva York hasta ayer. ¿Piensas quedarte a vivir aquí?
- He venido a enterrar a papá junto a mamá - dijo perturbada. Después regresaré de nuevo. No sé lo que ha dispuesto papá en su testamento.
- Lo traigo aquí. He venido a leerlo.
Ella miró a Senén.
Moreno, alto, fuerte. Treinta años escasos. Quedó huérfano muy joven, y su padre, como tutor, cuidó de él.
- Tu padre me mandó citar a Senén. Os voy a leer el testamento. Es corto, ¿sabes?
- Por favor... escuchen. Deja todos sus bienes e inmuebles a su hija Margarita Suances. Nombra tutor de su hija a Senén Fidalgo.
Senén se puso en pie.
- Mag...
- No quiero...que te obligues a nada conmigo.
- Quiero hacerlo - dijo firmemente -. Deseo obligarme . Nada me causará mayor satisfacción que estar pendiente de ti, hasta que cumplas la mayoría de edad o te cases... Sonaba extraña la voz de Senén.
- Tengo que regresar a Nueva York mañana mismo - añadió suavemente, mirándola de una forma rara -. Tú dirás... si prefieres regresar conmigo o tienes intención de instalarte en España.
El señor Mendoza se puso en pie.
- Tengo que irme - dijo -. Ya me diréis vuestra decisión.

La muchacha la miraba fijamente.
- ¿Qué piensa decidir?
- No lo sé, Ali.
- Si se queda en España, me quedaré con usted.
- Cuando venga el señor Fidalgo, dígale que me cite al saloncito del hotel.
- Sí, señorita.
- Gracias por tu compañía, Ali. Te lo digo de corazón.
- La quiero mucho, señorita Mag. Siempre estuve a su lado. Ahora que se quedó tan sola, debiera casarse.
- ¿Casarme?
- Sí - dijo ingenuamente la muchacha -, con el señor Fidalgo.
- ¿Qué sabes tú?
- ¿Que le ama? Oh, sí - sonrió suavemente -. También lo sabía el señor.
- ¿Y el señor Fidalgo?
- Cualquiera que la conozca a usted, ha de amarla.
La joven se llevó los dedos a los ojos.
Como si el amor se llamase y acudiese. El amor es algo que viene solo y cuando menos se le espera. Y Senén Fidalgo siempre la consideró una niña.
No acudió a la cita aquel día. Le sirvieron la cena y comió sola, sorbiendo las lágrimas. ¿Casarse con otro hombre? Imposible; si ella no fuera tan tímida; si pudiera, como otras chicas, coquetear y conquistar a Senén...Pero no, no sabía. A las once apareció Ali.
- Ha llamado el señor Fidalgo. Dijo que hablaría mañana con usted, pues hoy se le hizo tarde.
A la mañana siguiente, a las once en punto, Ali entró en su habitación.
- El señor Fidalgo la espera en el salón del hotel.
- Bajaré enseguida.
Al verla entrar, Senén se puso en pie.
- Tengo mi pasaje para mañana y el tuyo pendiente de que digas si quieres ir conmigo o te quedas.
- ¿Qué me queda en España?
- Nada, por supuesto.
- Iré contigo.
- Entonces pediré el pasaje para ti.
- Sí.
- Estás triste, Mag. Debes...pensar más en ti misma.
- No puedo.
- Yo te ayudaré. En Nueva York podré verte todos los fines de semana. Es posible que definitivamente me instale allí. Tu padre estaba a punto de hacerlo. Me ha dejado todas sus representaciones. Nunca pagaré el bien que me hizo desde que me quedé tan solo. Era agradecimiento lo que sentía por ella. Le dio rabia. Quisiera gritarle que era una mujer, pero su timidez se lo impidió.
El dijo de modo raro:
- A lo mejor, ya tienes novio.
- No - dijo, roja como la grana -. Claro que no.
- Tengo que dejarte. He de disponer todo para el viaje de mañana. Dile a Ali que prepare tu equipaje.

Cuando tuvo que abrocharse el cinturón, Senén la ayudó. Se enredaron sus manos. Senén las apartó presto.
- Un día te casarás.
- Sí, es posible.
- Querrás mucho a tu marido.
- Sólo así...me casaré.
- ¿No has amado nunca?
Calló. No mentía.
- ¿Has querido con amor de mujer?
- Tú has dicho que era una niña, que tenía que crecer.
- Tal vez te ofendí creyéndote niña.
- Sí.
- ¿Te...ofendí?
Ella se ruborizó.
- No...tanto no...pero...pero...soy una mujer. Puedo amar ya.
- ¿Y has amado?
¿Por qué le interesaba? ¿Qué más le daba a él?
- Mag...
- ¿Sí?
- ¿No me oyes?
- Sí, te oigo.
- Y...no me contestas.
Deslizó su mano hacia la de ella. La oprimió.
- Mag...
La joven no contestó.
- Te veo como toda una mujer.
Lo era. Pero siempre lo fue. Casi desde que empezó a tener uso de razón y conoció a Senén en su casa, junto a su padre.

Ni más mundo, ni más visión, ni más hombres que él. Como si fuera su razón de vivir. Los dedos lastimaban los suyos. Quiso decir algo, pero la voz de Senén se le adelantó.
- Di...¿has amado?
- Sí - dijo sofocada -. Si.
Senén sintió la sensación de que algo le fallaba. Soltó los dedos femeninos y se quedó rígido.
La azafata apareció diciendo: "Por favor, abróchense los cinturones. Comenzamos a descender".
- Yo...te ayudaré.
Sus dedos se enredaron al hacerlo.
Por un segundo ambos quedaron tensos, los ojos en los ojos, las manos juntas.
Senén pensó: "Soy idiota. Me ama a mí, me ama a mí".
- ¿Quién es él?
- Abróchame el cinturón. Ayúdame.
Fue después, al subir al auto que los esperaba, cuando Senén le asió de nuevo por los hombros.
- ¿Mucho?
- ¿Mucho qué? - preguntó ella estremecida-.
- Sí - con acento ahogado -, sí.
- Me voy...a quedar muy solo son ti, cuando te...cases.
Mag apretó la mano que cerraba la suya. Lo hizo con inquietud. De repente la voz de Senén en su oído cobró aún mayor intensidad:
- ¿Cómo se llama? Di...
- Eres...eres...tú...tú...tú. 
La apretó contra sí. No dijo nada, no era preciso. Al oprimirla en su pecho, sus labios decían dulcemente:
- Gracias, Mag. Gracias. Yo...desde hace mucho tiempo. Mucho, mucho...

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