lunes, 28 de mayo de 2012

Las tres olas (País Vasco)

Hará unos cincuenta años, yo trabajaba de grumete en una lancha pesquera; el patrón era mi tío y tutor. El y su mujer me había criado desde niño, junto a su hija Iosune. Los dos teníamos la misma edad y nos llevábamos muy bien; vivíamos muy felices juntos. Cuando la lancha regresaba a puerto, Iosune estaba esperando. En casa me colmaba de atenciones; un buen fuego ardiendo en el hogar, la sorpresa de algún plato especial; al anochecer, sentada a los pies de la cama, recitaba dulces y amorosos poemas. Yo le regalaba el primer pescado de la invernada, y recogía para ella preciosas conchas y flores de agua que le entregaba con mi más tierno amor.
Una noche, mi amigo Bilinch (también grumete) y yo fuimos a aviar la lancha para la salida. Serían las doce y tardamos una hora larga en dejarlo todo preparado. Como todavía nos quedaba tiempo, decidimos dormir un poco. Al rato, un tirón brusco me despertó: era mi amigo que, con ojos enloquecidos, me decía:
- ¡Vamos, Tomás! ¡Despierta! ¿No las has visto? ¡Eran ellas! ¡Sí, ellas!
- ¿Ellas? ¿Quienes? ¡Qué te pasa Bilinch? - pregunté incorporándome asustado en la oscuridad.
- Ellas, Iosune y su madre, ¡Huye! ¡No vuelvas a verlas! 
Sin comprender nada, intenté tranquilizar a mi compañero. Pero pronto tuvimos que zarpar para reunirnos con el resto de la tripulación, que nos esperaba en el muelle. Antes de atracar, Bilinch saltó a tierra y huyó, gritando despavorido:
- ¡No quiero! ¡No quiero salir a la mar!
En su escapada tropezó con un marinero y cayó al suelo. Entre varios hombres lo devolvieron a la barca. Con el griterío, el patrón había salido a cubierta y preguntaba qué ocurría.
- Nada, este imberbe dice que le marea el agua salada - respondió el contramaestre - riendo.
Entre las risas y burlas de la tripulación, le conté a mi tío lo ocurrido. El, preocupado, quiso hablar con Bilinch a solas.
- Vamos, chico, tranquilízate y cuéntame lo ocurrido. ¿Por qué no quieres embarcarte ahora?
- No puedo contarlo, patrón, pero le juro que no voy a salir. Hace unas horas, alguien me anunció que si lo hacía moriría de inmediato.
- ¿Y nosotros?
- También.
- Así que tú quieres huir y al resto de la tripulación que se la lleven los diablos. ¡Vamos, a cubierta!
- ¡Arrún mutilac! (remad, muchachos) - gritó furioso. Bilinch se arrodilló a sus pies, suplicándole que le dejara bajar a tierra.
- De eso nada, muchacho, correrás la misma suerte que nosotros. ¡Arraún mutilac!
Viendo que los marineros comenzaban a remar, Bilinch pidió que se detuvieran, iba a contar lo ocurrido: "Como siempre, esta noche fui con Tomás a preparar la lancha para la salida. Nos sobraba tiempo y decidimos echarnos a dormir un rato. Yo no lo conseguí y permanecí con los ojos fijos en la oscuridad de la noche. De repente, sucedió algo horrible: dos fantasmas vestidos de mujeres cayeron a bordo, como si se hubieran desprendido de las nubes. Me hice el dormido y permanecí acurrucado junto al tamborete.
Dando vueltas a nuestro alrededor, la vieja decía a la otra:
- Están dormidos y no despertarán hasta que yo diga que pueden hacerlo.
Poco a poco, la lancha comenzó a elevarse sobre las nubes, para luego descender con suavidad y detenerse sobre la copa de un inmenso olivo. Las mujeres se inclinaron sobre nosotros, murmuraron algo y desaparecieron. Alguna danza de lamias (brujas), dije para mí. Al escuchar de nuevo las voces de las mujeres volví a hacerme el dormido. La barca se puso en movimiento y en unos segundos llegamos al punto de partida: el muelle de Maspe. La vieja decía a su hija:
- Despídete de ellos para siempre.
- ¿Por qué para siempre?
- Dentro de unas horas la lancha se habrá hundido en las profundidades marinas, y con ella toda la tripulación.
- Pero si el mar está en calma, madre.
- ¡Y eso qué importa! Levantaré tres olas enormes: la primera de leche, la segunda de lágrimas y la tercera de sangre. De la última no habrá quien los libre.
- Y si no salieran a la mar, ¿se salvarían?
- Saldrán. Sólo hay un modo de salvación para ellos.
- ¿Cuál es, madre?
- Lanzar un arpón sobre la última ola, la de sangre. Esa ola seré yo; si muriera, ellos se salvarían y cambiarían mi destino para siempre.
Y en un instante desaparecieron las dos juntas.
- Son dos lamias, son dos lamias - murmuraban los marineros horrorizados.
- ¡Arraún mutilac! - ordenó el patrón.
A golpe de remo, la lancha se deslizaba por las aguas tranquilas, mientras el día clareaba en el horizonte.
De pronto, se levantó una ola inmensa, alta y blanca como la leche.
- ¡La ola de leche! - murmuraron todos por lo bajo. Todavía no nos habíamos repuesto del susto, cuando una segunda ola, más grande que la anterior, cristalina y transparente como las lágrimas, se elevó imponente sobre las aguas.
- ¡Tomás, prepara el arpón! - ordenó el patrón.
Vimos que la ola de sangre se había levantado amenazante. Temblando, alcé el brazo, y con todas mis fuerzas lancé el arpón hacia el seno de la ola de sangre. Un alarido estremecedor se escuchó a lo lejos, mientras la espuma rojiza de la ola cubriría la arena de la playa. Volvimos al muelle; una multitud se agolpaba esperándonos. Busqué entre las mujeres el rostro de Iosune. Mi tío y yo nos miramos: un vecino le había dicho que su esposa estaba en la cama, y parecía muy enferma.
Regresemos a casa. Mi tía yacía en su lecho con rostro demacrado. Al vernos llegar, con los ojos inyectados en sangre y un hilo de voz, nos dijo:
- Ya no tengo poderes para permanecer en la tierra. Vosotros había sido mi perdición. Ahora debo regresar al otro mundo, para vagar eternamente.
Esa misma noche, murió. Al día siguiente, Iosune huyó de la casa sin despedirse. Los años de tierna felicidad ya no volvieron para nosotros. Mi tío fue envejeciendo poco a poco, hasta que murió devorado por la tristeza y la amargura.


Leyendas vascas del siglo XIX, Jon Juaristi. 
Leyendas vascas, Wentworth Webster. "Libros de los malos tiempos"

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