Famoso por su rectitud y justicia, el rey Salomón, alcanzó gloria entre los mortales. Aquí se relata el primer juicio en el que Salomón intervino, cuando todavía este gran sabio era un niño.
Un hombre tenía necesidad de emprender un largo viaje. Pero le daba miedo abandonar sus posesiones. Decidió meter su dinero en el fondo de siete vasijas, que luego llenó con miel hasta el borde. Por la apariencia, nadie podía sospechar que aquellos jarros pudieran contener un valioso tesoro. Entonces el hombre fue junto a un vecino, que era banquero, y le dijo:
- Tengo mucho aprecio por estos vasos de miel. Deseo que me los guardéis sin tocarlos hasta que yo regrese.
Y para que vuestro interés aumente, si acaso yo muriera en el extranjero, quedaríais heredero de estos preciosos vasos.
El hombre salió de viaje y los vasos quedaron depositados en las despensas del banquero. Un día, éste recibió la visita de unos forasteros a los que debía honrar con fasto. Les invitó a un soberbio banquete, y, a los postres, los huéspedes se mostraron muy satisfechos.
El banquero, en agradecimiento, les quiso obsequiar con unos dulces hechos con miel, y ordenó a los criados que los prepararan en la cocina. Pero uno de ellos volvió a la mesa y dijo a su amo:
- Señor, nuestras existencias de miel se han agotado.
El dueño mostró su disgusto, pero recordó las vasijas de miel de viajero y pensó que podría cogerla y sustituirla por otra. Ordenó a un criado de confianza que fuera a la despensa y tomara la miel de uno de los vasos.
El criado fue a la despensa, vació un vaso y notó admirado al verter la miel que ésta contenía algunas monedas de oro. Fue a su señor, porque era un fiel servidor, y le dijo:
- Señor, os ruego que salgáis un momento.
El banquero salió y el criado le mostró el oro que había en el fondo del jarro. Este quedó admirado, pero instó al criado de que no dijera nada de lo que había visto allí. Tomó el criado la miel, la llevó a la cocina, prepararon los dulces y los llevaron a la mesa.
Cuando los invitados se despidieron, el banquero fue a la despensa y, ayudado de su servidor, vació todos los vasos, cogió el oro y volvió a verter miel en ellos.
Al cabo de algún tiempo, el viajero volvió a su patria. Y se dirigió a casa del vecino para recoger sus preciados vasos de miel.
- Los he guardado bajo llave. Aquí los tienes, intactos - le dijo el hombre.
El viajero agradeció al banquero su servicio y volvió a su casa para comprobar que realmente estaban intactos. Pero pronto el agradecimiento se volvió en ira cuando, al vaciar la miel, vio que los tarros estaban vacíos.
Furioso, volvió a casa del vecino y gritando le dijo:
- ¡Devuélveme el oro que me has robado!
Como estaban en la puerta de la casa, pronto acudieron todos los vecinos y viandantes que por allí había, queriendo saber enseguida a qué eran debidas aquellas grandes voces.
- Este hombre me ha robado mi dinero. Me fui de viaje y a él se lo dejé para que me lo guardara - decía el viajero ya entre lágrimas de desesperación.
- Sólo he recibido unos vasos repletos de miel. Y durante el tiempo que él ha estado fuera los he guardado en mi despensa, bajo llave. Ninguna persona los ha tocado, y tal como me los dejó se los he devuelto - decía el banquero con cinismo.
La muchedumbre y los gritos atrajeron a los soldados del rey David, y el banquero y el viajero fueron llevados por ellos ante él.
Uno primero y luego el otro relataron ante el rey David los hechos. Cada uno queriendo la razón para sí. El viajero continuaba reclamando su dinero y el banquero seguía negando que se lo hubieran entregado.
El rey David estaba indeciso, sin saber con exactitud cómo resolver tan complicado asunto. Salomón, que todavía era un niño, estaba también presente, y lo observaba todo con tranquilidad. Cuando todos estaban en silencio se adelantó y rogó a su padre que le permitiera dar sentencia. El rey, un poco divertido, aceptó.
- Que traigan aquí todas las vasijas - dijo Salomón.
Un criado del rey fue enviado a casa del viajero en busca de las vasijas que habían contenido la miel.
Salomón, el hijo del rey, los examinó uno a uno, detenidamente. Y cogiendo uno, lo rompió. En el fondo, pegadas a la miel, se podían ver dos monedas que el banquero había olvidado coger, por las prisas y la furia.
Y así fue como Salomón, cuando todavía era un niño, tomó parte sabiamente en su primer juicio.
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