lunes, 30 de julio de 2012

Amigo y enemigo (Irán)

Existió una vez un hombre bueno y muy amable. Era muy generoso con la gente, todos le llamaban Amigo. Un día, decidió hacer un viaje, vendió todo lo que poseía, compró un caballo fuerte y salió de la ciudad. No había cabalgado mucho cuando observó que otro jinete iba detrás de él. Amigo detuvo a su caballo y esperó al viajero.
- Mi nombre es Enemigo - dijo el forastero -. ¿Y el tuyo?
- Amigo - contestó el otro.
Decidieron viajar juntos y cabalgaron hasta que llegaron a una fuente de agua muy limpia. Se sentaron a la sombra de un árbol y se pusieron a comer. Enemigo dijo:
- Como somos compañeros de viaje, vamos a compartir la comida. Podemos empezar con tus provisiones; cuando se terminen nos comeremos las mías.
Amigo pensó que era una buena idea, abrió sus alforjas y compartió su comida. Pasaron algunos días de viaje, Amigo continuaba compartiendo sus cosas con Enemigo, hasta que se acabaron sus provisiones. Le tocaba el turno a la de Enemigo. Pero cuando llegó la hora de comer, éste se alejó a cierta distancia y consumió su comida solo. Amigo, que era cortés y tímido, no dijo nada. Pero a los dos días, debilitado y hambriento, dijo a Enemigo:
- Habíamos decidido compartir nuestra comida durante el viaje. Tú ya has comido de la mía. ¡Déjame compartir la tuya ahora!
- Yo soy hombre sabio - dijo Enemigo -. Nuestra jornada va a ser muy larga, si comparto mi comida contigo no tardará en desaparecer. Pero si la conservo para mí solo, podré sobrevivir.
- Si esos son tus pensamientos - dijo Amigo -, no podemos viajar juntos y tomaron caminos diferentes.
Amigo cabalgó todo el día. Al llegar la noche se detuvo en un viejo molino abandonado. Dejó su caballo pastando, se adentró en el molino y enseguida se quedó dormido. Pronto le despertaron unas voces. Miró por un resquicio y a la luz de la luna vio a un león, un tigre, un lobo y una zorra que estaban hablando. Aterrorizado, escuchó que el león decía:
- Yo conozco un secreto muy cercano a nosotros. En este molino viven unos hombres pequeños que guardan montañas de monedas de oro. Las noches de luna llena sacan su tesoro y lo esparcen por el campo. A la luz de la luna bailan entre el oro brillante. Cuando llega el día cogen sus monedas y vuelven a sus escondites.
- Yo he oído - dijo el lobo -, que la hija del rey se ha vuelto loca. Ha perdido mucho peso y está en la cama, enferma. Sólo una hierba podrá curarla. Un pastor la cultiva y alimenta a sus ovejas con sus raíces. Las raíces de esta hierba cocida en leche podrán curar a la princesa.
Cuando los animales se alejaron del molino, Amigo salió para ver si lo que contaban es cierto. Enfrente, en lo alto de un montículo, bailaban unos hombrecillos a la luz de la luna, rodeados de monedas de oro. Amigo tiró una enorme piedra y éstos huyeron. Entonces él llenó sus alforjas de monedas y salió cabalgando hacia el pueblo más próximo. Al día siguiente recorriendo los alrededores se encontró a un pastor y le preguntó por aquella hierba tan especial. Al principio, éste no contestó, pero al ver las monedas en la mano de Amigo, se ofreció el mismo a arrancar las raíces. Con las hierbas en las alforjas fue directamente a la ciudad donde vivía la princesa enferma. Al llegar al palacio pidió un poco de leche y coció las raíces que llevaba. La muchacha bebió, y a las pocas horas estaba totalmente recuperada. Amigo se quedó en la ciudad, se casó con la princesa y vivió feliz.
Un día se presentó en la casa un forastero. Habían pasado los años, pero Amigo pudo distinguir quién era. Se trataba de Enemigo, su antiguo compañero de viaje. Amigo le contó lo que desde entonces le había sucedido. Entonces, Enemigo tuvo envidia y quiso probar fortuna en el viejo molino. Esperó a que llegara la noche y cuando salió la luna pudo ver a los hombrecillos que bailaban entre monedas de oro, pero, tan pronto como levantó la gran piedra para aplastarlos, ésta cayó sobre él, aplastándole para siempre.

Cuentos orientales.

viernes, 27 de julio de 2012

Ámame

Sintió el freno del auto. Enseguida vio la alta figura enlutada, muda y melancólica, avanzar por el camino enarenado, sombreado por los cipreses.
Una pálida sonrisa. Después...
- Buenas tardes, Paula.
- Buenas, Diego.
- Hace frío.
Ni una respuesta. ¿Para qué? Era el comentario de todos los días.
Paula depositó las flores sobre la lápida blanca, rezó un padrenuestro, se santiguó y giró en redondo.
- Adiós, Diego.
- Aguarda - la miró de modo indefinible -. Está lloviendo. Te mojarás mientras esperas el bus.
Lo sabía. Ocurría todos los días. desde hacía ocho meses. Caminó despacio, seguida de la alta figura enlutada.
- Sube, Paula - invitó él abriendo la portezuela del auto -. Te estás mojando.
Era linda. Joven.
Sabía que Diego la censuraba. Nunca lo dijo...Era algo intuitivo. No podía caber en la mente de él otro sentimiento hacia ella.
- Le quisiste mucho - dijo, al tiempo de poner el auto en marcha.
- Hace ocho meses que me haces la misma pregunta.
- No es que pregunte esta vez. Es...una afirmación.
¿Se burlaba? ¿Era Diego Ponce lo bastante humano para comprender y admitir que ella, a los veinte años, pudiera haber amado a un hombre de cuarenta y cinco? No. Al menos no lo creía ella posible.
- Le quise - dijo con ronco acento -. Mucho. Nunca podrás comprender hasta qué punto sentí su repentina muerte.
- Tenía veinticinco años más que tú.
Había como un desafío en la mirada de ella.
- No concibes eso - dijo, sin preguntar, reprobadora. El auto llegaba a la ciudad. Anochecía.
- Déjame aquí, Diego. Tú tendrás mucho que hacer.
- Nada. ¿Quieres tomar algo en mi compañía?
- ¿Para zaherirnos?
- Te prometo...Piensas que te odio o me burlo del cariño que tuviste a mi padre. Te aseguro...
- No sigamos. Gracias, de todos modos.
Descendió. La esbelta figura de veinte años, se desdibujaba entre los transeúntes.

- ¿Le has visto?
- Calla, María.
- Di.
- Fue una pena que no estuvieras casada antes de que a Sebastián le sorprendiera la muerte.
- Estás loca.
- Al menos serías una viuda. todos los que te conocen no conciben que hagas una vida retirada a tu edad, guardando luto por un hombre que te llevaba veinticinco años. No dudo del cariño que le profesaste a Sebastián, pero...no olvido que cuando tú naciste él tenía un hijo de seis años.
- ¡Cállate!
- Trabajas a su lado - insistió tía María, tercamente -. El no dijo nada cuando su padre decidió casarse contigo. Jamás fue incorrecto contigo. Y ahora...que eres libre, pues no existe Sebastián, parece que odias a su hijo.
- No es cierto.
- Cuando regresas del cementerio vienes como abstraída, como amargada.
Se puso de pie. Se iba a la cama.
- No te vayas, Paula. No dije nada cuando aquella vez me dijiste que te casabas con tu jefe.
Ella quería a Sebastián. Con una ternura viva, reposada, tranquila. Esperaba con él una vida cómoda y plácida. Tampoco fue egoísmo. fue necesidad de querer. Todos los días juntos...recibiendo sus atenciones. Un día él se lo dijo. Y ella, estupefacta, aceptó de buen grado.
- Me voy a la cama.
- Espera, Paula - y en voz baja -: ¿no tienes vacaciones este año? Siempre pasamos las navidades en casa de Ramón, mi hermano pequeño. He recibido hoy una carta. Me invita, y pregunta si tú me acompañarás.
- Yo no. No puedo. Pero ve tú.
- ¡Dejarte sola!
Como si eso no ocurriera cada dos por tres. María no era mujer que se sacrificase mucho por los demás. Viuda de un militar, con retiro esplendido, hacía siempre su santísima voluntad, sin tener en cuenta la soledad de su sobrina lejana. Se fue dos días después... Sintió algo húmedos los ojos cuando vio partir el tren la víspera de Nochebuena. Pero sus labios se apretaron. Y al girarse...le vio allí.

- ¡Oh! - exclamó turbada al tropezarse con él
Sentía una pasión intensa. La ternura de un amor incomprendido.
- Esperaba a un amigo que no ha venido - dijo él con su habitual gravedad.
Cualquiera, al verle, le calcularía treinta y tantos años.
Todo lo contrario de su padre, que tenía cuarenta y cinco y aparentaba muchos menos.
- ¿Has venido a despedir a María?
- Sí.
- ¿También te quedas sola estas fiestas?
- Sí.
- No te duele...
- Ya estoy habituada.
- Como yo...
- ¿Tú? - una mirada que no se detuvo en los verdes ojos del hombre tan moreno -. Tú porque quieres.
- No encuentro dónde ir a gusto. Tengo una casa inmensa llena de gente que casi no conozco - pergeñó una mueca sarcástica -. Gentes que el día de Nochebuena y Navidad se irán con su familia. Me quedará el viejo Samuel, dispuesto a servirme el champagne y el pavo trufado.
Llegaban a la salida.
Escaparates profusamente adornados. Luces de colores por todas partes. Gente riendo feliz.
- Eso es la vida.
- ¿Qué vida? - preguntó en voz baja.
- La de los demás...Mañana, todo esa gente o casi toda, disfrutará en familia.
No quería escucharle.
Siempre le hablaba así. Íntimamente, como si pretendiera turbarla o desconcertarla. Desde que su padre falleció y la vio en el cementerio con un ramo de flores en la mano, sintió aquella turbación íntima que lastimaba y despertaba sentimientos que nunca creyó que existieran en su ser.
- Buenas tardes, Diego.
Como mañana es domingo y pasado festivo...no te veré hasta el martes. Felices Navidades.
- Aguarda. Sube. Te llevaré a casa.
- Deseo ir a pie - mintió -. Necesito sentir el frío de la noche. Quizá me detenga a hacer unas compras.
- ¿No irás mañana al cementerio?
Iría. Nunca dejaría de ir. Pero no contestó. Echó a andar...

Nevaba.
Hacía un frío cortante. Paula Vilches hubo de levantar el cuello del abrigo, de un gris oscuro, y hundir las altas botas de piel en la nieve. Cruzó la alta y ancha cancela y se adentró en el sendero bordeado de altos cipreses.
Los ojos bajos, las flores apretadas contra el pecho, caminaba despacio, como contando los pasos.
- Buenos días.
Se detuvo en seco.
Se hallaba ante la tumba de Sebastían Ponce, y la alta figura enlutada la miraba.
- Has madrugado - dijo Diego Ponce, con suavidad -.
- Sí... Tomé el bus de las diez.
- Pudiste decirme...que venía. Hubiese ido a buscarte. Desvió los ojos.
Se inclinó hacia la lápida blanca y depositó las flores, junto al ramo que había dejado Diego.
Rezó con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, como si estuviese sola en el mundo. Fue ella la que se giró primero, después de santiguarse.
- Sólo quisiera tener una persona leal como tú, a la hora de mi muerte...
- La tendrás. Siempre se tiene a alguien.
- Fiel como tú...no. Hace ocho meses que nos encontramos siempre en el mismo sitio. En la oficina apenas nos vemos...Aquí sí.
Caminaba sin responder.
- El bus tardará en llegar unos cuarenta minutos. Te llevaré en mi auto.
- Gracias, pero...
- ¿Por qué me odias?
Le miró de forma grave.
- ¿No eras tú quien me odia a mí? ¿No me odiaste cuando supiste que me iba a casar con tu padre?
Por toda respuesta, abrió la portezuela del auto.
- Sube, por favor.
- Te digo...
- Te lo ruego.
Tenía un matiz extraño su voz. Era una orden, y a la vez una súplica.
Se deslizó dentro.
- Podemos...comer juntos - después, empuñando el volante, sin transición añadio -: Nunca te odié.
- ¿Nunca?
- Jamás. Tal vez...haya envidiado a mi padre.
- Llévame a casa - con acento ahogado.
- Te...te...invito a comer.
- Gracias, Diego. Gracias por todo. Por invitarme, aunque no voy a aceptar, y gracias por lo que considero tu sinceridad.
- Nunca me has creído sincero.
- Detén el auto.
- Por favor, Paula...
- ¿Por qué te niegas?
- Diego, para el coche, estoy muy cansada.
- ¡Estoy solo! - dijo él en una exclamación -. Necesito tu compañía.
Y después, cuando ella ya descendía:
- Una necesidad que creo que te estoy transmitiendo. ¿Por qué no? ¿Tan monstruoso es que tú y yo...gocemos de una felicidad que nunca hemos tenido?
- Estas loco - gimió -, loco...
Una vez sobre la acera, echó a correr.

Media tarde.
El muerto...quedaba ya como difuminado en su corazón para dejar en su lugar una indescriptible turbación hacia su hijo.
Oyó el timbre de la puerta.
- Hola.
Cargado de paquetes. Sonriente, algo turbado.
- Diego...
- He venido ... Estaba solo.
- Yo no...no... quiero.
- Quieres - dijo tirando los paquetes sobre el sofá -. Tiene que querer. Queda una vida por delante y estamos vivos los dos.
- ¡Diego!
- ¿Tienes miedo?
Lo tenía.
Miedo a la felicidad que él le ofrecía. Miedo a la intensidad de su pasión.
- Paula, sé cómo quieres, cuando quieres. Por favor..., quiéreme un poco a mí...
- ¡Oh!...no...no. Diego, tengo miedo, sí. ¡Miedo!
- ¿De mí?
Sentía la ansiedad de su mirada, la ternura de sus manos, que la oprimían.
Y después la voz de Diego, ronca y baja, en su boca.
- Nos hemos de casar... Enseguida. Es...es una necesidad.
- Sí...sí...es una...una indescriptible necesidad.
Empezaba Nochebuena. ¡Era bonita!
Todo tenía un colorido distinto.
Y la voz de Diego con entonación sincera:
- Te quiero, Paula. Te quiero.
- Te quiero, Diego. Te quiero y te necesito.

lunes, 23 de julio de 2012

El espíritu de la luz (Alemania)

Dentro de una bombilla que colgaba del techo del vestíbulo de una casa de campo vivía un pequeño espíritu, el espíritu de la luz. Todo el día se pasaba quejándose.
- ¡Qué vida tan miserable la mía! Mi existencia es parecida a la de los vigilantes nocturnos. En toda la noche no puedo pegar ojo y me tengo que conformar con dormir de día. Y la culpa la tiene la gente que habita en esta casa. En cuanto empiezo a quedarme dormido viene alguien y, ¡zas!, aprieta la llave de la luz y me despierta. Seguro que si estuviera dentro de una lámpara más importante, por ejemplo, la del comedor, sólo me molestarían en las grandes ocasiones. Estoy cansado. Creo que esta noche dormiré a mis anchas y no permitiré que nadie me despierte.
Aquella noche, el dueño de la casa volvió tarde. Al entrar en el vestíbulo dio la vuelta al interruptor, pero el espíritu de luz había decidido no trabajar y se quedó apagado. Por esta razón, el hombre tuvo que subir a oscuras las escaleras y, como era poco torpe, resbaló y se cayó, rompiéndose con ello una pierna.
Cuando el espíritu de la luz vio lo que había ocurrido, para compensar los daños, decidió lucir todas las noches, sin esperar a que nadie le despertara prendiendo el interruptor, de esta forma todos estarían felices con su trabajo y orgullosos de tener una luz que se apagase.
Ala noche siguiente, a altas horas, un hombre entró silencioso en la casa  y comenzó a subir por las escaleras. Llevaba en la mano un manojo de llaves que se le cayó al suelo, haciendo un ruido tremendo. Los habitantes de la casa se despertaron y, al ver lo que ocurría en la escalera, cogieron al ladrón y lo llevaron a la Policía.
- ¡Todo por su culpa! - dijo el hombre mirando al espíritu de la luz -. Si no hubieras brillado tanto habría podido ocultarme sin ser descubierto por los dueños de la casa. El espíritu de la luz estaba cada vez más confuso. Ya no sabía cómo actuar, pues no era capaz de distinguir entre lo que estaba bien y lo que estaba mal. Entonces, decidió salir al mundo y recorrerlo. Quizá alguien podría explicarle cuál era el mejor modo de que todos estuvieran contentos.
En el camino se encontró a una mujer completamente vestida de negro, y una mirada arrogante y fría, llena de misterio y oscuridad.
- ¿Quién eres? - preguntó con miedo, pero decidido, el espíritu de la luz.
- Soy la noche - dijo la mujer - y tú eres mi peor enemigo. Cuando los hombres llegan a casa cansados después del trabajo, yo extiendo mi manto negro y elimino sus preocupaciones, velando su sueño. Pero tú destruyes parte de mi poder, oponiéndote con tu luz a mis tinieblas. Y, como tú, hay millones de pequeñas luces que pueden hacer que mi grandeza parezca menor.
- Disculpe señora, eso no volverá a ocurrir.
Y el espíritu de la luz, todavía más entristecido, continuó su camino, intentando descubrir qué debía hacer. Por la mañana se encontró a un ser enorme, con una cabeza redonda y muy grande, cubierta de sudor. Al ver al espíritu de la luz la gran bola soló una gran carcajada que retumbó en todos los rincones de la Tierra. Parecía que no iba a terminar nunca aquel ruido insoportable.
- Dime quién eres y por qué te burlas de mí, no creo que yo te haya hecho nada malo - preguntó furioso el espíritu de la luz.
- Yo soy el Sol. Y me río de ti porque tienes la osadía de competir conmigo. No eres consciente de mi grandeza, de la fuerza y la luminosidad de mis rayos. ¿Piensas, pequeño e insignificante ser que la luz que emites puede compararse con la potencia con la que yo irradio? Lo único que debería hacer  es avergonzarte. Tu trabajo no sirve para nada. El espíritu de la luz volvió apesadumbrado a su bombilla, en el techo del vestíbulo de la casa de campo. Y, desde las alturas, vestido con una frágil cubierta de cristal dijo a la lámpara del comedor:
- Me siento incapaz de complacer a todos. Nadie está contento con lo que hago. Lo que favorece a unos, entorpece a otros. Estoy cansado y triste, y voy a abandonar la Tierra.
Y sin decir más se tumbó en el suelo de cristal de la bombilla y, expirando, apagó su luminosidad.
A la mañana siguiente, la lámpara del comedor escuchó que la dueña de la casa decía a la criada:
- Dagmar, la bombilla del vestíbulo se ha fundido. Ve a la tienda y compra otra.

Norberto Lebermann - Cuentos alemanes

viernes, 20 de julio de 2012

Ibas sola

Notó que la seguían. Tal vez no era así, y sólo lo suponía. Por eso, con una habilidad torpe de quien no conoce su oficio, giró hacia una bocacalle oscura. El hombre que la seguía llegó a su lado. Oyó su voz. Ronca, pastosa, algo profunda.
- Hace frío, ¿verdad'
- Sí.
- ¿Adónde vas?
- No sé. Por ahí.
Cruzaban ante un farol callejero. Pudo verle el rostro. Cuadrado de mentón, afilada la nariz, boca sensual, sonrisa tenue.
- Me llamo Pablo Casal -dijo -. Si quieres venir conmigo...
Tenía que ir. Pero...¿podría? Pensó en su hermano Tomás, en su abuela Dalila. En su casa vacía, en todas las necesidades sin cubrir...
Súbitamente apretó el paso.
- Si no quieres... - dijo -. No pareces experta en esta profesión. ¿O lo eres? ¿Soy tan ingenuo que no puedo catalogarte bien?
Se detuvo. De nuevo un farol iluminando su rostro de niña.
- ¿Tienes familia? Es peligroso andar por ahí a estas horas. ¿Sabes qué hora es?
- No tengo reloj.
- ¿Qué tienes?
- ¿Tener?
- Eso te pregunto. Te pregunto si tienes algo aún, si no lo has perdido todo.
No quería.
Es más, no podía. Pensó de nuevo con intensidad en Tomás, postrado en el lecho sin su calmante.

- ¿Qué más da?
Pablo la agarró del brazo.
- Me parece que tienes hambre y frío. ¿Quieres entrar aquí? Hay una cafetería abierta.
- Anda - insistió él observando su vacilación -. ¿Cómo te llamas?
- Marta.
Había poca gente. Marta tuvo la impresión de que los focos la quemaban. ¿y si saliera corriendo? No iba a poder quedarse con aquel hombre. Era inútil.
"Mañana fregaré el doble - pensó -, pero esta noche...no puedo. No voy a saber. Él va a pensar que soy tonta. Y es que lo soy. Se dará cuenta de que es la primera vez y me moriré de vergüenza".
Era bonita. De una delicadeza casi quebradiza. ¿Qué hacía en la calle a las tantas de la madrugada? ¿Y por qué tenía aquellos ojos tan brillantes?
Tenía que comer. Se moría de hambre.
Después, cuando hubo saciado su apetito, se dio cuenta de que él no había dejado de contemplarla.

- Te llevaré a mi piso - dijo Pablo con naturalidad.
- ¡Oh, no!
- ¿Por qué?
Tenía que huir de él. No podía soportar sus preguntas, ni ir a su casa, ni quedarse allí a su lado. Se apartó y echó a correr. Quiso seguirla, pero se le escapó.
Tenía allí mismo su coche. Subió a él y lo puso en marcha. Los focos la fueron iluminando hasta que ella, jadeante, se apoyó en el portal de una casa. Pablo detuvo el auto. Pudo ver, sin ser visto, cómo la joven Marta (¿se llamaba así?) se perdía en el angosto portal de aquella casa pobre.

Al día siguiente se dirigió a la pobre casa en el barrio más pobre de la villa. Frenó el auto cuando salía una vecina.
- Oiga, un momento, por favor.
- Usted dirá, señorito.
- Busco a una muchacha llamada Marta. ¿Sabe usted si vive aquí?
- Claro. En el tercer piso.
- Gracias.
Pisó fuerte y subió. ¿A qué fin la duda o el retroceso? Él era así. Todo le inquietaba y todo le conmovía. Quizá la culpa la tuviera su profesión de médico.
Una mujer anciana le abrió y se le quedó mirando.
- Soy médico. Creo que me han llamado aquí.
- No. Ojalá pudiéramos pagarlo. Pero no podemos. Viene el del seguro una vez por semana...El seguro de caridad - añadió bajo -. Pero si quiere pasar...Vivo con mis dos nietos. Tomás y Marta. Marta ha salido al trabajo. Trabaja demasiado, pero...gana poco. Friega suelos.
En la alcoba sólo había un colchón en el suelo. La miseria era tal que se detuvo impresionado.
- Ahí está Tomás - dijo señalando la figura enclenque tendida en el colchón -. Lo hemos vendido todo para curar a Tomás, pero no mejora.
Pablo se inclinó. El chico no movió un ojo. Estaba como dormido. Muy delgado, casi esquéletico.
Por el aspecto pensó en una leucemia.
- Está con fiebre todo el día. Sólo duerme cuando Marta le inyecta morfina.
- ¿Tiene teléfono?
- No.
- Pues vaya a alguna parte y llame a esta dirección. Dígales de mi parte que envíen una ambulancia. Me llamo Pablo Casal.

En la ambulancia, la anciana se lo iba contando todo.
- Me quedé muy joven con ellos. Ellos eran muy niños. Diez años Marta y siete Tomás. Los crié como pude. Marta va a coser por las tardes. Por las mañanas friega unas oficinas...Marta trabaja mucho.
- ¿No...sale por las noches? 
La anciana movió los hombros.
- Ayer tan sólo. Volvió llorando. No sé adónde fue.
- Tranquilícese. Todo se arreglará.
- ¿Cree que...curará Tomás?
- No - dijo con suavidad -. Eso no. Desde el principio estuvo condenado a morir. El médico lo vio y...se dio cuenta. Por eso no le prestó atención. Ahora cálmese. Le llevaremos al hospital del cual soy director. Verá que no le faltará de nada.
- Le dejo un papelito a Marta advirtiéndola. Seguro que llorará.
- ¿Llora con frecuencia?
- Es tan sensible. Ella quisiera hacer muchas cosas para ganar dinero, pero...es tan joven.
- ¿No tiene novio?
- No. No tiene tiempo para pensar en eso.

Llegó jadeante.
Una enfermera la detuvo.
- ¿Qué busca? ¿Desea algo?
- Mi hermano Tomás está aquí.
- ¿Cómo se llama usted?
- Marta Ortiz.
- Ah, sí, pase. La espera el director.
Se abrió la puerta y apareció Pablo.
- ¡Oh! - gimió Marta dando un paso atrás.
- Hola, Marta - dijo él riendo. Te seguí anoche. Y esta mañana he ido a tu casa. Soy director de este hospital y he traído a tu hermano. Desgraciadamente no vivirá, pero...al menos estará tranquilo aquí.
- ¡Oh!
- Llora un poco, Marta, me parece que necesitas hacerlo - le puso una mano en el hombro -. Quédate aquí. Descansa ahora.

La despidió allí. La anciana ya se había ido. Tomás había descansado al fin.
- Iré a verte alguna vez - susurró Pablo quedamente. 
Marta respiró hondo.
- Ahora - dijo bajísimo, enrojeciendo - ya no...tendré que salir. Para mí y para la abuela...gano lo suficiente...Salí aquella noche, pero...pero...
- Lo sé.
- Es que no sé cómo...cómo...decirle...Ha sido usted tan bueno.
- Vete, anda.
Al día siguiente la esperaba a la salida del taller.
- Usted...
- Sí.
- ¿Por qué?
- No sé. Tengo necesidad de verte. Debe ser que te compadezco o quizá que te admiro. Volvió al otro día y al otro. Después estuvo muchos sin ir. Uno de aquellos días, su abuela le dijo:
- Ha venido un chico a decir que el doctor Casal estaba un poco indispuesto.
Se estremeció de los pies a la cabeza.
- ¿En el hospital?
- No, en su casa.

- Pase - dijo la voz de Pablo desde alguna parte -. La puerta está abierta.
Entró en una estancia rectangular. Al fondo un diván, y sobre él la pálida figura de Pablo.
- Marta - susurró -. Eres tú.
- Está usted...solo.
- Oh, sí - rió él débilmente -. Ha sido un vulgar resfriado. Mañana podré volver al hospital.
Marta llegó junto a él. Se arrodilló en el suelo, con una mano sobre el brazo de él.
- No tiene a nadie.
- Trátame de tú - y atrayéndola hacia sí -:Quiero casarme contigo para tener a alguien ¿quieres?
- ¿Querer? - y Marta empezó a llorar -. ¿Querer? ¿Cómo me dices eso?
Pabló busco sus labios. Sabían a lágrimas.
- Nos casaremos enseguida, ¿quieres? Tu abuela vendrá a vivir con nosotros, y tus manos no volverán a ponerse rojas...y podré besarte mucho, y sentir una ternura sincera junto a mí. La besaba. Marta, dócilmente, se oprimía contra él.
- Te voy a querer mucho - dijo -. Mucho...mucho...

lunes, 16 de julio de 2012

El bueno de Francoer

Hace muchísimos años, existió un hombre bueno que se llamaba Francoer, que tenía fama de ser muy inteligente, era bastante pobre y vivía a las afueras del pueblo en una pequeña y destartalada choza. Su única propiedad era una vaca muy flaca que terminó enfermando y un día murió.
Intentando beneficiarse de aquella pérdida, Francoer la desolló, guardó la carne con la que comería al menos un par de días y puso la piel a secar. Cuando estuvo seca, pensó que quizá le darían algo por ella y decidió ir al pueblo e intentar venderla. Así lo hizo, pero el camino era tan largo que, después de algunas horas, tuvo que pararse a descansar bajo un árbol. En medio de su descanso Francoer escuchó un ruido. Se trataba de una banda de cuarenta ladrones que llegaban a caballo. El pobre hombre tuvo tanto miedo que se encaramó a la copa del árbol con su piel de vaca cubriéndole la cabeza. Los ladrones llegaron, se sentaron justo bajo el árbol donde estaba Francoer y se pusieron a contar su botín. Cuando el buen hombre vio aquel enorme montón de oro y plata, se puso a temblar de pies a cabeza y la piel de vaca se le escurrió. Fue a parar justo encima de los ladrones y éstos, que con el espeso ramaje del árbol no veían a Francoer, creyeron que aquella piel sobre sus cabezas era un castigo divino por sus fechorías, se asustaron muchísimo, saltaron sobre sus caballos y huyeron a galope, abandonando el botín.
Francoer, aliviado al ver que no le habían descubierto, bajó del árbol, cogió el botín y se fue a su casa. Por su puesto, su vida cambió por completo, y cuando el rey se entero de que Francoer tenía una fortuna le hizo llamar para interrogarlo:
- Dime - dijo el rey -. ¿De dónde has sacado tanto dinero?
- Yo tenía una vaca - explicó tranquilamente Francoer -. Mi vaca estaba tan enferma que se murió. La desollé y puse su piel a secar. Luego, sólo tuve que venderla y me dieron por ella mucho dinero.
El rey tuvo envidia y quiso hacer lo mismo. Una vez secas las pieles de todo su ganado, las mandó vender. Sin embargo, nadie las quiso. El rey estaba furioso y decidió ir en persona a casa de Francoer. Llevaba tal cortejo que a Francoer no le fue difícil enterarse de su llegada mucho antes de que ésta se produjese. Tuvo tiempo más que suficiente para prepararse. Primero puso al fuego una marmita de sopa. Cuando estaba hirviendo, la retiró del fuego y la colocó en el camino, sobre la tierra. La marmita estaba muy caliente y Francoer cogió un látigo y empezó a azotarla.
- ¿Qué estás haciendo? - le preguntó el rey, que estaba tan sorprendido que se olvidó del engaño de la piel de vaca que le había costado todo su ganado.
- Estoy hirviendo sopa. ¿No ves con tus propios ojos que el agua salta en la marmita? ¿Querrías hacerme el honor de comer conmigo?
El rey no pudo negarse, pero terminó pronto y, disculpándose, volvió a su palacio. Nada más llegar, se dirigió a la cocina y dijo muy serio a su cocinero:
- Coloca la marmita en medio del camino, coge un buen látigo y azótala. La sopa hervirá sola.
El cocinero la azotó con todas sus fuerzas, pero sólo consiguió que la marmita cayera al suelo derramando todo su contenido. El rey, completamente enojando, ordenó a cuatro de sus guardias que prendieran a Francoer y lo llevaran de inmediato ante su presencia.
Esto no resultó nada difícil. Los guardias lo cogieron, lo metieron en un saco y se lo cargaron al hombro. Sin embargo, en el camino encontraron una taberna y pasaron a beber un trago, dejando el saco junto a la puerta, a la sombra. Al principio Francoer protestó mucho, pero como nadie le hacía caso, decidió esperar tranquilamente a ver qué pasaba. Al cabo de un rato, oyó los pasos de alguien que se acercaba y se puso a gritar:
- ¡Ay de mi! ¿Quién vendrá en mi ayuda? ¿Quién me socorrerá? Quieren casarme con la hija del rey, que es una muchacha joven y hermosa, pero yo ya no estoy para este tipo de fiestas.
Atraído por los gritos y muy intrigado, el pastor cuyos pasos había oído Francoer, se acercó al saco y lo desató. Después de escucharle y pensando que, sin duda saldría ventajoso, le dijo:
- ¡Bueno, hombre! Si tú quieres, yo ocuparé con gusto tu lugar.
El hombre ayudó a Francoer a salir y luego se metió él dentro. Cuando los soldados salieron de la taberna, todo estaba otra vez en su lugar. Cogieron de nuevo el saco y lo llevaron al palacio, sin darse cuenta de que Francoer seguía toda la operación con interés, oculto a una distancia prudente.
Al llegar, el rey ordenó que ataran una pesada piedra al saco y lo tiraran en la parte más profunda del río.
Dos o tres días después, Francoer fue a palacio con trescientos carneros tras él y le dijo al rey:
- Muchas gracias, señor, de verdad, muchas gracias. Estoy muy agradecido de que me hayáis tirado al río, pues me habéis hecho un gran favor. Cuando venda los trescientos carneros que he cogido allí, volveré a por más. Estoy seguro de que conseguiré mucho dinero.
El rey, encolerizado y sorprendido, dijo entonces:
- ¡Metedme en un saco y arrojadme al estanque! Yo también quiero beneficiarme de la venta de carneros. Bajo ningún concepto puedo consentir que este hombre sea más rico que yo.
Cuando arrojaron al rey al río se hizo en el agua un círculo muy grande y el saco cayó al fondo. Y Francoer volvió a su casa riendo.

Cuentos populares del todo el mundo.

viernes, 13 de julio de 2012

Te encontré en mi camino

No le sintió acercarse. Un muchacho corriente. Moreno, de ojos negros.
- ¿Bailamos? - preguntó cortésmente.
Marta Espinosa arqueó una ceja. Estaba sola.
Era la primera vez en mucho tiempo que salía sola, prescindiendo de sus amigas.
El muchacho preguntó de nuevo:
- ¿Te molesta mucho...bailar conmigo?
Marta se alzó de hombros.
- ¿Por ser tú? - preguntó un tanto burlona.
- No. Por ser lo bastante descarado para perturbar tu soledad.
- Siéntate - invitó -. No bailo. Pero si tienes ganas de hablar...
- Me llamo David Salgado.
- Encantada. ¿Es eso lo que se dice?
- Sí, pero no siempre se usan las mismas palabras - rió él, divertido.
- Son todas vacías, rutinarias ¿no?
- ¿Piensas así de todas las cosas de la vida?
- Algo parecido.
Así empezó aquello. No dijo quién era ni lo que hacía.
- ¿Vienes siempre aquí?
- No.
- ¿Es la primera vez?
- La primera.
- Eres bonita - dijo David quedamente -. Me llamaste la atención nada más entrar. Dirás que soy un poco atrevido.
- ¿Por qué?
- Por venir a interrumpir tu soledad.
- No estaba sola.
David dio un respingo. Miró en todas direcciones. Después fijó los ojos en el bello rostro de Marta.
- No veo a nadie - dijo un tanto asombrado.
- Bueno, ¿no se puede estar acompañada por una misma?
- ¡Ah! - rió -. Era tu compañía espiritual.
- ¿No lo concibes?
- Lo extraño es que la conciba una chica tan joven como tú. ¿Me dejas calcularte los años?
- Puedes.
- Diecisiete.
- Uno más - sonrió Marta -. Terminé el bachillerato este verano. Como ves, no soy muy inteligente.
- ¿Seguirás estudiando?
- No. Dice mamá que una chica de mi edad debe hacer una sola carrera: el matrimonio. Un marido rico que te mantenga. Una casa bonita.
- Eres una resentida.
Se rió con una risa amarga y fría.
De repente, David se inclinó hacia ella.
- ¿Me dijiste tu nombre?
- No - respondió secamente.
Después se levantó, se puso la chaqueta de punto por los hombros y retiró su propia silla.
- Adiós, David.
David se levantó como un resorte.
- ¿No volveré a verte?
- No creo.

- Como siempre - dijo la abuela al verla -. Sola y sin ganas de nada. ¿Sabes lo que habría yo en tu lugar? Marta se desplomó en una butaca junto a su abuela. La miró con vaguedad.
- ¿Visitar a un psiquiatra?
- Eso es. Se lo dije a tu padre el otro día.
Marta rió.
- Papá y mamá se han ido de viaje.
- Eso es lo que te duele.
- ¿A ti no, abuela?
- ¡Marta!
- ¿Es suficiente traer al mundo un hijo? ¿Es suficiente pagar por la educación de un hijo una fortuna? No lo es. ¿Qué me dieron? ¿Consejos alguna vez? Han creído que en el colegio me dieron todo cuanto necesitaba y se consideraron más que satisfechos por ello. No me han dado jamás un consejo. Nucna les pregunté algo que me contestaran con claridad. ¿Por qué no he de saber la verdad de las cosas? ¿Quién me las dijo? Yo misma. Yo, que fui abriendo los ojos poco a poco y me di cuenta de que la vida era así...Llena de falsedad, de mentira.
- ¡Marta!
- Si los busco para una confidencia, están con sus amigos. Si voy al despacho de papá está cansado.
- Marta, hijita...
- Y no me gusta vivir así - gritó Marta a punto de llorar -. Necesito ternura. ¿Me comprendes, abuela?
- Yo...a media. Pero hay una persona detrás de esa cortina que quizá te entienda mejor que yo.
- ¿Qué dices? ¿Una persona oyendo todo esto?
- Escucha, Marta, hijita. Hace más de dos años que vienes repitiendo lo mismo. He hablado con tus padres. Dicen...
- Sé lo que dicen - gritó a punto de estallar -. Que soy una chiquilla, que pienso cosas raras, que tengo demasiadas inquietudes para mi edad.
- Sí - admitió la abuela -, algo de eso dicen.
- ¿Sabes por qué? Por comodidad. Y si es mi padre quien está detrás de esa cortina, mejor.
- Perdóname, Marta. No es tu padre. Es una persona para mí muy querida. ¿Te acuerdas de mi ahijado? De aquel chico del cual te hablé alguna vez, a quien su madre, amiga mía, me dejó al morir... Viene poco por aquí y no tuve tiempo de presentártelo. Ha terminado la carrera de médico, se especializó en psiquiatría, y ha pasado varios años estudiando en el extranjero. Se ha establecido en esta ciudad. Es un chico excelente. Quiero que le conozcas. Como me dijiste que vendrías a comer, me he tomado la libertad de sentarlo tras el cortinón para que te oyese.
- Me has faltado, abuela. No es posible que tú me hayas hecho esto.
- Necesitas una persona que te comprenda.
- Y supones...
Una figura masculina apareció detrás de la cortina.
Marta, muy excitada, se puso en pie.
- David Salgado - dijo riendo con desdén -. El joven de la sala de fiestas.
El parecía suspenso.
- Lo siento, Marta. Ni siquiera sabía...
- Pasa - dijo ella, desdeñosa -. No me asusta que mi abuela recurra a estas tretas. No estoy enferma físicamente. Si acaso, mi mal procede del alma, de la soledad,...
- No quisiera que me vieras como un enemigo.
- No me importa, David. Ahora ya nos conocemos.
Buscó con los ojos la chaqueta de punto, pero David, adivinando su deseo, se apresuró a tomarla.
- Gracias - dijo ella admitiendo que él la ayudase.
- ¿Qué dices de Marta, David?
- Nada nuevo. El mal del siglo. Incompresión, soledad, inquietudes múltiples que sólo se mitigan con la comprensión.
- Y no existe - dijo Marta.
- Es posible - y luego, suavemente -: ¿me permites que te conozca mejor? Te vas... ¿puedo acompañarte?
- No - dijo rotundamente, como cuando se vieron la primera vez.

No le vio durante aquella semana, ni volvió por casa de su abuela. Al principio de la semana siguiente se encontró con él. Ella bajaba de su utilitario. David, de un taxi, ante un merendero.
Ella no tenía cita alguna en aquel lugar. Era, como tantas veces, un momento de evasión.
Sus padres había regresado y se volvieron a marchar. Sus amigos eran felices, lo tenían todo y, a la vez, no tenían nada. Ella...era más exigente o, por el contrario, se conformaba con poco.
Por eso estaba allí, a unos veinte kilómetros de la ciudad, observando cómo los demás se divertían. Se alzó de hombros cuando alguien dijo tras ella:
- ¿Cómo estás?
- Bien - respondió.
- ¿Puedo quedarme contigo? Acabo de cerrar la consulta. ¿Te reirás de mí si te digo que hoy no he recibido a nadie? Es decir, que nadie pasó por mi consulta. Ni siquiera tengo auto. Soy lo que se dice un médico pobre. Nadie cree aún en mi ciencia - y después, con gentileza -. ¿Amigos? - dijo -.

Lo fueron sinceramente.
Empezaron a verse diariamente, sin ponerse de acuerdo. Ni Marta era mujer de prever las cosas ni David tampoco. No obstante, casualidad o no, necesidad de verse, de sentirse juntos, de contrastar sus propios criterios, el caso es que se encontraron todos los días durante tiempo.
- Es raro - dijo Marta en una ocasión -; no echo de menos los consejos ue nuca recibí. Me has tomado a broma en ese sentido, ¿no?
- No.
- No me mires así. Me da la sensación de que me desnudas el alma.
- Eso intento. Yo te comprendo, ¿sabes? Muy bien. ¿por mi condición de médico? quizá no. Por la de hombre, simplemente.
- Lo tengo todo.
- ¿Todo?
- Al menos eso dicen mis padres. Ellos suponen que me quejo de vicio.
- Hay algo importante en este mundo, Marta. Y es creer en uno mismo y en sus propias ansiedades. Tú las tienes. Bien definidas. Una pregunta: ¿serías capaz de dar a tus hijos todos los bienes materiales que necesiten olvidando los espirituales?
- No. Contra esa tendencia lucho. No quiero ser tan cómoda como para vivir mi vida, olvidándome de mis primeras responsabilidades.
- Cásate conmigo y formaremos la gran sociedad espiritual.
- ¿Sin amor?
- ¿No somos felices juntos?
- ¿Eso es amor?
Él rió.
Por encima de la mesa agarró los dedos delgados de ella y los oprimió entre los suyos.
- El amor verdadero no nace de locas exaltaciones.
- ¿De qué nace?
- De la comprensión mutua.
Nosotros nos comprendemos...¿Algo más se necesita? Físicamente nos gustamos, moralmente nos sentimos atraídos...Somos felices juntos.
- David...
- ¿No quieres?
- No lo sé. ¿Qué te parece si, para medir nuestro mutuo interés sentimental, nos separamos?
- ¿Separarnos?
- Una semana, un mes, dos, seis...Los que podemos resistir. Y si podemos resistir un año, es que no seremos nunca felices juntos.
- Es una prueba dura para mí...
- Probemos.
- ¿Separándonos?
- Es lo mejor.
- Exiges demasiado. Pero acepto.
Una semana, dos, cuatro, seis...
Al pasar unos días él estaba allí. En el umbral de la casa de la abuela.
Al verle, Marta detuvo sus pasos.
- David - murmuró tan sólo.
- Sabía -dijo bajo, atrayéndola hacia sí, sin que ella opusiera resistencia - que vendrías hoy.
- La abuela me dijo que... vendrías hoy también.
- Por eso estamos aquí. ¿Se lo has dicho a la abuela?
- Ya lo sabía.
- ¿Y tus padres?
- Están de viaje. Marcharon ayer.
- ¿No les dijiste nada?
- No. Nunca...me preguntan.
- No te he besado nunca.
- ¿Ahora? ¿Aquí?
¿Qué importa dónde? Se lo dio allí, en la esquina del portal, y luego, como avergonzados, echaron a andar anudados de la mano, mirándose sonrientes.
Y aquella boca y aquellos ojos parecían decir al encontrarse: "Hemos hallado nuestra verdad. Nos comprendemos, nos amamos, podemos ser felices."
David y Marta empezaban a serlo.

lunes, 9 de julio de 2012

Dos fuera del zurrón (Finlandia)

Un hombre anciano vivía con su esposa en un pueblo del interior de Finlandia, casi lindando con Rusia. La mujer era una cascarrabias y estaba todo el día buscando motivo de pelea con su esposo.
El viejo no tenía más que un consuelo: salir al campo y preparar trampas para pájaros y conejos, que luego llevaba contento a casa.
Una mañana encontró en una de las trampas que había dejado preparadas la noche anterior, una cigüeña.
- ¡Qué bien! - se dijo -. Me la llevaré a casa y mi mujer la asará para la cena.
Pero la cigüeña, con voz humana le dijo entonces:
- No me mates, por favor te lo pido. Si me sueltas pondré en tus manos un regalo. No te arrepentirás.
Y el pobre viejo, asombrado ante la cigüeña parlante, la puso en libertad.
Volvió a casa con las manos vacías y su mujer, por no perder la costumbre, discutió con él y lo mandó a dormir al establo. A la mañana siguiente partió el hombre a disponer sus trampas. Y al rato se encontró con sorpresa a la cigüeña.
- Te traigo un regalo. ¡Mira! Y dejando en la tierra un zurrón que traía en su larguísimo pico, dijo: 
- ¡Dos fuera del zurrón!
Como por arte de magia salieron del zurrón dos jóvenes, con unas tablas de madera en la mano, que pusieron en el suelo y cubrieron de platos repletos de exquisitas viandas y de deliciosos vinos.
El viejo comió y bebió hasta hartarse, y después de dar las gracias a la cigüeña, volvió muy contento a su hogar. En el camino quiso detenerse en casa de una sobrina.
- Querida sobrina, te ruego me des algo de cenar. La sobrina puso sobre la mesa lo poco que tenía en el horno para comer.
- Muy pobre es la comida que me das. Ahora, yo voy a ofrecerte una buena cena. Y sin decir más cogió el zurrón y exclamó:
- ¡Dos fuera del zurrón!
Al momento aparecieron los dos muchachos y cubrieron la mesa con una espléndida vajilla, sobre la que aparecieron exquisitos manjares.
La sobrina y su marido quedaron asombrados y se hartaron de comer y de beber. La mujer, muerta de envidia, no tardó en idear plan para apropiarse del zurrón.
- Mi querido tío, te encuentro muy fatigado. ¿Por qué no pasas la noche con nosotros en esta casa?
El anciano pensó que sería muy agradable tomar un relajante baño caliente y no se hizo de rogar. Mientras colgaba en un clavo en la pared el zurrón maravilloso, agradeció a su sobrina la invitación que le acababa de hacer.
Cuando el viejo estaba en el baño, la mujer, apresuradamente, confeccionó un zurrón exactamente igual al que llevaba su tío. A la mañana siguiente, el anciano se levantó tranquilo y, sin advertir el cambio, cogió el zurrón y se encaminó hacia su casa.
- ¡Felicítame mujer! Traigo un asombroso regalo que me ha entregado una cigüeña.
Y, depositando el zurrón en el suelo, exclamó:
- ¡Dos fuera del zurrón!
Pero, para su asombro, no ocurrió nada extraño.
Y la vieja, como era costumbre, comenzó a gritar y a pegarle con un palo.
Triste y desolado volvió el viejo al lugar en que había encontrado a la cigüeña. Y allí la encontró, con otro zurrón en su pico.
- ¿Quieres otro zurrón? Seguro que te será tan útil como el primero.
Y el viejo lo tomó contento y emprendió camino a su casa. Pero, como le vino una duda, decidió probarlo una vez, y exclamó:
- ¡Dos fuera del zurrón!
Al momento salieron los dos jóvenes que, con dos fuertes garrotes, comenzaron a pegarle, diciendo:
- ¿No te has dado cuenta que tu sobrina te ha engañado cambiándote el zurrón? Y después desaparecieron.
El hombre se encaminó a casa de su sobrina, dispuesto a darle su merecido.
- Te ruego, querida sobrina, que me dejes pasar otra vez la noche con vosotros.
- Con mucho gusto - dijo encantada la mujer.
El viejo se encaminó al cuarto de baño y no tuvo ninguna prisa en bañarse.
Y ella, para ver qué traía el nuevo zurrón, dijo:
- ¡Dos fuera del zurrón!
Al momento aparecieron los dos jóvenes. Pero esta vez venían con garrotes y no tardaron en dar una soberana paliza a la mujer.
- ¡Devolved el zurrón a vuestro tío - repetían sin cesar los mozos.
Al rato salió el viejo del baño y recuperó su zurrón maravilloso. Contento, se dirigió deprisa a su casa.
- ¡Mira, mujer, qué regalo más bonito te he traído!
La vieja ya estaba dispuesta a asestarle un garrotazo al hombre, pero, enseguida, dijo la frase mágica:
- ¡Dos fuera del zurrón!
Inmediatamente aparecieron los dos mozos cargados de regalos. La anciana, por primera vez en su vida, pidió perdón a su marido.

Cuentos populares finlandeses.

viernes, 6 de julio de 2012

Mi tremenda timidez

Tenía dieciocho años. Vestía de luto. Era rubia y tenía los ojos azules. Esbelta, distinguida. Con aquel suave aspecto de tremenda timidez...
Sentada en el borde del lecho, parecía confusa. Delante de ella estaba la muchacha de servicio.
- La espera en el despacho, señorita Mag.
- Iré enseguida.
- La espera desde algunos minutos. También está el señor Fidalgo.
- Pasa, pasa, querida Mag - dijo el señor Mendoza, abogado de su padre -. No sabes cuánto sentí lo de tu padre. No supe que habías regresado de Nueva York hasta ayer. ¿Piensas quedarte a vivir aquí?
- He venido a enterrar a papá junto a mamá - dijo perturbada. Después regresaré de nuevo. No sé lo que ha dispuesto papá en su testamento.
- Lo traigo aquí. He venido a leerlo.
Ella miró a Senén.
Moreno, alto, fuerte. Treinta años escasos. Quedó huérfano muy joven, y su padre, como tutor, cuidó de él.
- Tu padre me mandó citar a Senén. Os voy a leer el testamento. Es corto, ¿sabes?
- Por favor... escuchen. Deja todos sus bienes e inmuebles a su hija Margarita Suances. Nombra tutor de su hija a Senén Fidalgo.
Senén se puso en pie.
- Mag...
- No quiero...que te obligues a nada conmigo.
- Quiero hacerlo - dijo firmemente -. Deseo obligarme . Nada me causará mayor satisfacción que estar pendiente de ti, hasta que cumplas la mayoría de edad o te cases... Sonaba extraña la voz de Senén.
- Tengo que regresar a Nueva York mañana mismo - añadió suavemente, mirándola de una forma rara -. Tú dirás... si prefieres regresar conmigo o tienes intención de instalarte en España.
El señor Mendoza se puso en pie.
- Tengo que irme - dijo -. Ya me diréis vuestra decisión.

La muchacha la miraba fijamente.
- ¿Qué piensa decidir?
- No lo sé, Ali.
- Si se queda en España, me quedaré con usted.
- Cuando venga el señor Fidalgo, dígale que me cite al saloncito del hotel.
- Sí, señorita.
- Gracias por tu compañía, Ali. Te lo digo de corazón.
- La quiero mucho, señorita Mag. Siempre estuve a su lado. Ahora que se quedó tan sola, debiera casarse.
- ¿Casarme?
- Sí - dijo ingenuamente la muchacha -, con el señor Fidalgo.
- ¿Qué sabes tú?
- ¿Que le ama? Oh, sí - sonrió suavemente -. También lo sabía el señor.
- ¿Y el señor Fidalgo?
- Cualquiera que la conozca a usted, ha de amarla.
La joven se llevó los dedos a los ojos.
Como si el amor se llamase y acudiese. El amor es algo que viene solo y cuando menos se le espera. Y Senén Fidalgo siempre la consideró una niña.
No acudió a la cita aquel día. Le sirvieron la cena y comió sola, sorbiendo las lágrimas. ¿Casarse con otro hombre? Imposible; si ella no fuera tan tímida; si pudiera, como otras chicas, coquetear y conquistar a Senén...Pero no, no sabía. A las once apareció Ali.
- Ha llamado el señor Fidalgo. Dijo que hablaría mañana con usted, pues hoy se le hizo tarde.
A la mañana siguiente, a las once en punto, Ali entró en su habitación.
- El señor Fidalgo la espera en el salón del hotel.
- Bajaré enseguida.
Al verla entrar, Senén se puso en pie.
- Tengo mi pasaje para mañana y el tuyo pendiente de que digas si quieres ir conmigo o te quedas.
- ¿Qué me queda en España?
- Nada, por supuesto.
- Iré contigo.
- Entonces pediré el pasaje para ti.
- Sí.
- Estás triste, Mag. Debes...pensar más en ti misma.
- No puedo.
- Yo te ayudaré. En Nueva York podré verte todos los fines de semana. Es posible que definitivamente me instale allí. Tu padre estaba a punto de hacerlo. Me ha dejado todas sus representaciones. Nunca pagaré el bien que me hizo desde que me quedé tan solo. Era agradecimiento lo que sentía por ella. Le dio rabia. Quisiera gritarle que era una mujer, pero su timidez se lo impidió.
El dijo de modo raro:
- A lo mejor, ya tienes novio.
- No - dijo, roja como la grana -. Claro que no.
- Tengo que dejarte. He de disponer todo para el viaje de mañana. Dile a Ali que prepare tu equipaje.

Cuando tuvo que abrocharse el cinturón, Senén la ayudó. Se enredaron sus manos. Senén las apartó presto.
- Un día te casarás.
- Sí, es posible.
- Querrás mucho a tu marido.
- Sólo así...me casaré.
- ¿No has amado nunca?
Calló. No mentía.
- ¿Has querido con amor de mujer?
- Tú has dicho que era una niña, que tenía que crecer.
- Tal vez te ofendí creyéndote niña.
- Sí.
- ¿Te...ofendí?
Ella se ruborizó.
- No...tanto no...pero...pero...soy una mujer. Puedo amar ya.
- ¿Y has amado?
¿Por qué le interesaba? ¿Qué más le daba a él?
- Mag...
- ¿Sí?
- ¿No me oyes?
- Sí, te oigo.
- Y...no me contestas.
Deslizó su mano hacia la de ella. La oprimió.
- Mag...
La joven no contestó.
- Te veo como toda una mujer.
Lo era. Pero siempre lo fue. Casi desde que empezó a tener uso de razón y conoció a Senén en su casa, junto a su padre.

Ni más mundo, ni más visión, ni más hombres que él. Como si fuera su razón de vivir. Los dedos lastimaban los suyos. Quiso decir algo, pero la voz de Senén se le adelantó.
- Di...¿has amado?
- Sí - dijo sofocada -. Si.
Senén sintió la sensación de que algo le fallaba. Soltó los dedos femeninos y se quedó rígido.
La azafata apareció diciendo: "Por favor, abróchense los cinturones. Comenzamos a descender".
- Yo...te ayudaré.
Sus dedos se enredaron al hacerlo.
Por un segundo ambos quedaron tensos, los ojos en los ojos, las manos juntas.
Senén pensó: "Soy idiota. Me ama a mí, me ama a mí".
- ¿Quién es él?
- Abróchame el cinturón. Ayúdame.
Fue después, al subir al auto que los esperaba, cuando Senén le asió de nuevo por los hombros.
- ¿Mucho?
- ¿Mucho qué? - preguntó ella estremecida-.
- Sí - con acento ahogado -, sí.
- Me voy...a quedar muy solo son ti, cuando te...cases.
Mag apretó la mano que cerraba la suya. Lo hizo con inquietud. De repente la voz de Senén en su oído cobró aún mayor intensidad:
- ¿Cómo se llama? Di...
- Eres...eres...tú...tú...tú. 
La apretó contra sí. No dijo nada, no era preciso. Al oprimirla en su pecho, sus labios decían dulcemente:
- Gracias, Mag. Gracias. Yo...desde hace mucho tiempo. Mucho, mucho...

lunes, 2 de julio de 2012

Entre brujos anda el juego (Rusia)

Un soldado llegó a una aldea y pidió a un campesino que le dejara pasar la noche en su casa.
- Consentiría gustoso, soldado, pero vamos a celebrar una boda y no tengo lugar dónde acostarte.
- No te preocupes, un soldado como yo en cualquier sitio se acomoda.
- Si es así, entra.
El soldado vio que el campesino tenía un hermoso caballo enganchado a un trineo y le preguntó:
- ¿Adónde vas?
- Aquí es costumbre que, quien celebra una boda, lleve un regalo al brujo. Si no le llevas nada te agua la fiesta enseguida.
- No te preocupes, no le lleves nada, pues todo se arreglará muy pronto.
Y el campesino le hizo caso y no le llevó nada.
Dieron comienzo a la boda, llevaron a los novios a la iglesia, y por el camino vieron un toro que bramaba y revolvía la tierra con los cuernos. Todos se asustaron pero al soldado ni siquiera le tembló el bigote. Como por arte de magia, de entre sus piernas salió un perro que se precipitó hacia el toro y le clavó los colmillos en el cuello. El toro se desplomó, enseguida, muerto.
Siguieron adelante, y al encuentro del cortejo salió un oso enorme.
- No temáis - gritó el soldado -, yo no consentiré que ocurra nada malo.
Y de nuevo volvió a salir de entre sus piernas el perro, que desolló al oso.
Pasado el susto, el cortejo siguió su camino, pero enseguida salió una liebre que cruzó el camino, casi rozando las patas delanteras de la troica que iba a la cabeza. Los caballos se detuvieron, relinchaban y no se querían mover del sitio.
- ¡Deja de hacer el tonto, liebre, -gritó el soldado-. Ya hablaremos tú y yo un poquito más tarde.
De nuevo todo el cortejo se puso en marcha. Llegaron sin novedad a la iglesia, casaron los novios y se dirigieron de nuevo a la aldea. Cuando ya llegaban a la isba (cabaña), vieron en el portón un cuervo negro que graznaba muy nervioso. Los caballos se volvieron a detener.
- ¡No hagas el tonto, cuervo! - gritó el soldado-. Ya hablaremos tú y yo un poquito más tarde.
El cuervo levantó el vuelo y entonces los caballos se adentraron por el portón.
Sentaron a la mesa los recién casados. Los invitados ocuparon sus asientos, según el orden establecido, y todos se pusieron a comer, beber y divertirse. Todo el pueblo había venido a la boda y se sentían muy felices al ver a los dos jóvenes ya casados y contentos.
Mientras tanto, al brujo de la aldea se lo llevaban los diablos: no le habían hecho ningún regalo, ni siquiera le habían invitado al banquete. Y así se presentó en la isba, sin quitarse siquiera el gorro y sin rezar ante las imágenes. Sin saludar a la gente dijo al soldado:
- Estoy enfadado contigo.
- ¿Por qué? No te debo dinero ni tampoco te he pedido ningún favor que recuerde. Mejor será que te sientes con nosotros y bebamos y nos lo pasemos bien.
- ¡Venga! - dijo el brujo.
Y tomando de encima de la mesa un jarro enorme de cerveza, llenó un vaso y se lo ofreció al soldado.
- ¡Bebe, soldadito! ¡Bebe! ¡Esto te sentará muy bien! Bebió el soldado y, para asombro de todos los comensales, se le cayeron todos los dientes de la boca, dentro del jarro.
- ¡Ay amigo! ¿Qué has hecho con mis dientes? ¿Cómo voy yo a poder comer ahora las galletas?
Y para mayor sorpresa de los invitados, el soldado cogió los dientes y se los puso de nuevo en la boca.
- Ahora yo te agasajaré a ti. ¡Bebe de este vaso de cerveza que te ofrezco! es la mejor de la temporada, según dice el amo. ¡Bebe!, -dijo el soldado al brujo-.
Y el brujo bebió la cerveza y se le saltaron los ojos. Todos los invitados se quedaron atónitos pensando en qué magia haría que el brujo para recuperarlos.
El soldado, con la rapidez de un felino, cogió rápido el jarro con los ojos del brujo y lo tiró al fuego.
Y así, el brujo quedó ciego para toda la vida, y juró que nunca más asustaría a la gente de la aldea. Los campesinos y sus mujeres agradecieron al soldado su ayuda y pidieron a Dios que le colmara de bondades.

Alexander Afanásiev - Cuentos populares rusos.

El tesoro escondido (Gran Bretaña)

 Un campesino muy pobre soñó durante tres noches seguidas que debajo de una roca, cerca de su casa, estaba enterrado un tesoro. En aquel sue...