lunes, 28 de mayo de 2012

Las tres olas (País Vasco)

Hará unos cincuenta años, yo trabajaba de grumete en una lancha pesquera; el patrón era mi tío y tutor. El y su mujer me había criado desde niño, junto a su hija Iosune. Los dos teníamos la misma edad y nos llevábamos muy bien; vivíamos muy felices juntos. Cuando la lancha regresaba a puerto, Iosune estaba esperando. En casa me colmaba de atenciones; un buen fuego ardiendo en el hogar, la sorpresa de algún plato especial; al anochecer, sentada a los pies de la cama, recitaba dulces y amorosos poemas. Yo le regalaba el primer pescado de la invernada, y recogía para ella preciosas conchas y flores de agua que le entregaba con mi más tierno amor.
Una noche, mi amigo Bilinch (también grumete) y yo fuimos a aviar la lancha para la salida. Serían las doce y tardamos una hora larga en dejarlo todo preparado. Como todavía nos quedaba tiempo, decidimos dormir un poco. Al rato, un tirón brusco me despertó: era mi amigo que, con ojos enloquecidos, me decía:
- ¡Vamos, Tomás! ¡Despierta! ¿No las has visto? ¡Eran ellas! ¡Sí, ellas!
- ¿Ellas? ¿Quienes? ¡Qué te pasa Bilinch? - pregunté incorporándome asustado en la oscuridad.
- Ellas, Iosune y su madre, ¡Huye! ¡No vuelvas a verlas! 
Sin comprender nada, intenté tranquilizar a mi compañero. Pero pronto tuvimos que zarpar para reunirnos con el resto de la tripulación, que nos esperaba en el muelle. Antes de atracar, Bilinch saltó a tierra y huyó, gritando despavorido:
- ¡No quiero! ¡No quiero salir a la mar!
En su escapada tropezó con un marinero y cayó al suelo. Entre varios hombres lo devolvieron a la barca. Con el griterío, el patrón había salido a cubierta y preguntaba qué ocurría.
- Nada, este imberbe dice que le marea el agua salada - respondió el contramaestre - riendo.
Entre las risas y burlas de la tripulación, le conté a mi tío lo ocurrido. El, preocupado, quiso hablar con Bilinch a solas.
- Vamos, chico, tranquilízate y cuéntame lo ocurrido. ¿Por qué no quieres embarcarte ahora?
- No puedo contarlo, patrón, pero le juro que no voy a salir. Hace unas horas, alguien me anunció que si lo hacía moriría de inmediato.
- ¿Y nosotros?
- También.
- Así que tú quieres huir y al resto de la tripulación que se la lleven los diablos. ¡Vamos, a cubierta!
- ¡Arrún mutilac! (remad, muchachos) - gritó furioso. Bilinch se arrodilló a sus pies, suplicándole que le dejara bajar a tierra.
- De eso nada, muchacho, correrás la misma suerte que nosotros. ¡Arraún mutilac!
Viendo que los marineros comenzaban a remar, Bilinch pidió que se detuvieran, iba a contar lo ocurrido: "Como siempre, esta noche fui con Tomás a preparar la lancha para la salida. Nos sobraba tiempo y decidimos echarnos a dormir un rato. Yo no lo conseguí y permanecí con los ojos fijos en la oscuridad de la noche. De repente, sucedió algo horrible: dos fantasmas vestidos de mujeres cayeron a bordo, como si se hubieran desprendido de las nubes. Me hice el dormido y permanecí acurrucado junto al tamborete.
Dando vueltas a nuestro alrededor, la vieja decía a la otra:
- Están dormidos y no despertarán hasta que yo diga que pueden hacerlo.
Poco a poco, la lancha comenzó a elevarse sobre las nubes, para luego descender con suavidad y detenerse sobre la copa de un inmenso olivo. Las mujeres se inclinaron sobre nosotros, murmuraron algo y desaparecieron. Alguna danza de lamias (brujas), dije para mí. Al escuchar de nuevo las voces de las mujeres volví a hacerme el dormido. La barca se puso en movimiento y en unos segundos llegamos al punto de partida: el muelle de Maspe. La vieja decía a su hija:
- Despídete de ellos para siempre.
- ¿Por qué para siempre?
- Dentro de unas horas la lancha se habrá hundido en las profundidades marinas, y con ella toda la tripulación.
- Pero si el mar está en calma, madre.
- ¡Y eso qué importa! Levantaré tres olas enormes: la primera de leche, la segunda de lágrimas y la tercera de sangre. De la última no habrá quien los libre.
- Y si no salieran a la mar, ¿se salvarían?
- Saldrán. Sólo hay un modo de salvación para ellos.
- ¿Cuál es, madre?
- Lanzar un arpón sobre la última ola, la de sangre. Esa ola seré yo; si muriera, ellos se salvarían y cambiarían mi destino para siempre.
Y en un instante desaparecieron las dos juntas.
- Son dos lamias, son dos lamias - murmuraban los marineros horrorizados.
- ¡Arraún mutilac! - ordenó el patrón.
A golpe de remo, la lancha se deslizaba por las aguas tranquilas, mientras el día clareaba en el horizonte.
De pronto, se levantó una ola inmensa, alta y blanca como la leche.
- ¡La ola de leche! - murmuraron todos por lo bajo. Todavía no nos habíamos repuesto del susto, cuando una segunda ola, más grande que la anterior, cristalina y transparente como las lágrimas, se elevó imponente sobre las aguas.
- ¡Tomás, prepara el arpón! - ordenó el patrón.
Vimos que la ola de sangre se había levantado amenazante. Temblando, alcé el brazo, y con todas mis fuerzas lancé el arpón hacia el seno de la ola de sangre. Un alarido estremecedor se escuchó a lo lejos, mientras la espuma rojiza de la ola cubriría la arena de la playa. Volvimos al muelle; una multitud se agolpaba esperándonos. Busqué entre las mujeres el rostro de Iosune. Mi tío y yo nos miramos: un vecino le había dicho que su esposa estaba en la cama, y parecía muy enferma.
Regresemos a casa. Mi tía yacía en su lecho con rostro demacrado. Al vernos llegar, con los ojos inyectados en sangre y un hilo de voz, nos dijo:
- Ya no tengo poderes para permanecer en la tierra. Vosotros había sido mi perdición. Ahora debo regresar al otro mundo, para vagar eternamente.
Esa misma noche, murió. Al día siguiente, Iosune huyó de la casa sin despedirse. Los años de tierna felicidad ya no volvieron para nosotros. Mi tío fue envejeciendo poco a poco, hasta que murió devorado por la tristeza y la amargura.


Leyendas vascas del siglo XIX, Jon Juaristi. 
Leyendas vascas, Wentworth Webster. "Libros de los malos tiempos"

sábado, 26 de mayo de 2012

El vestido rojo

Mientras ella agonizaba, el vestido rojo de mi madre estaba colgado en el armario como una cuchillada en la hilera de viejos vestidos oscuros que había gastado durante su vida.
Me habían llamado de urgencia y yo supe, cuando la vi, que no le quedaba mucho tiempo. Cuando vi el vestido, dije:
- ¡Vaya madre, qué hermoso! Nunca te lo he visto puesto.
- Nunca lo usé - respondió en voz baja-. Siéntate, Millie, me gustaría corregir una o dos lecciones antes de irme...si puedo. Me senté junto a su cama y ella suspiró muy hondo. Entonces pensé que ella podría resistir.
- Ahora que estoy a punto de irme, puedo ver con claridad algunas cosas. ¡Oh, te he educado bien... pero te he educado mal!
-¿Qué quiere decir madre?
- Bueno, siempre pensé que una buena mujer nunca se da su lugar, que sólo existe para hacer todo por los demás. Aquí, allí, siempre atenta a los deseos de todo el mundo y asegurándose de estar detrás de los otros.
Tal vez algún día llegues a ellos pero, por supuesto, nunca lo logras. Así es como ha sido mi vida...Hacer cosas para tu padre, para los muchachos, para tus hermanas, para ti.
- Hiciste todo lo que una madre puede hacer.
- ¡Oh, Millie, Millie! No estuvo bien...ni para ti...ni para él. ¿No lo ves? Cometí el peor de los errores, no pedí nada...¡para mí!
En la otra habitación tu padre estaba muy molesto y con la mirada clavada en las paredes. Cuando el médico se lo dijo, lo tomó a mal...Vino junto a mi cama y empezó a quejarse por lo que iba a suceder.
- Tú no puedes morir. ¿Me oyes? ¿Qué será de mi? ¿Qué será de mi?
- Es verdad, será duro cuando me vaya. Él ni siquiera puede encontrar la sartén, tú lo sabes. Y ustedes, los niños...Yo tenía que correr por todos, y a todas partes. Era la primera en levantarse y la última en irse a dormir. Los siete días de la semana...Siempre elegía la tostada quemada, y el pedazo más pequeño del pastel. Ahora veo cómo tratan tus hermanos a sus esposas, y me siento mal porque fui yo quien les enseñó eso. Y ellos aprendieron. Aprendieron que una mujer no existe, excepto para dar. Cada céntimo que podía ahorrar era para comprar ropa y libros para ustedes, hasta cuando no era necesario. No puedo recordar una vez en que haya ido a la ciudad para comprar algo para mí misma. Excepto el año pasado cuando compré ese vestido rojo. Descubrí que tenía veinte euros que no había reservado para algo especial. Iba camino de hacer un pago extra de la lavadora, pero por alguna razón...volví a casa con esa caja grande. Entonces tu padre me echó un verdadero sermón.
- ¿Cuándo vas a usar una cosa como esa? ¿Para ir al teatro o algo así? Y tenía razón, supongo. Nunca me he puesto el vestido, excepto la vez que me lo probé en la tienda. ¡Oh, Millie! Siempre pensé que si no tomas nada para ti en este mundo, de alguna manera lo tendrás todo en el más allá. Ya no creo más en eso. Creo que el Señor quiere que tengamos algo aquí...y ahora. Y te lo digo, Millie, si por algún milagro llegara a abandonar esta cama, te encontrarías con una madre diferente, porque lo sería.
¡Ay, dejé pasar mi turno durante tanto tiempo que apenas sabría cómo aprovecharlo! Pero aprendería Millie, ¡aprendería!
Mientras ella agonizaba, el vestido rojo de mi madre estaba colgado en la hilera de viejos vestidos oscuros, como una cuchillada...
Las últimas palabras que me dijo fueron:
- Hazme el honor, Millie, de no seguir mis pasos. Prométeme eso.
Se lo prometí. Ella contuvo la respiración. Y entonces mi madre tomó turno con la muerte.











viernes, 25 de mayo de 2012

Demasiado tarde

Esto es una miseria, yo no puedo continuar aquí por más tiempo.
- ¿Por qué hablas así, Javier? Aquí somos felices. Aquí hemos nacido, nos hemos criado, hemos enterrado a nuestros padres...
- No se puede vivir de recuerdos, compréndelo. Hay que tener horizontes más amplios.
- Pero tú está bien en ese garaje, tienes buenas propinas.
- ¿Crees que pretendo vivir toda la vida de limosna?
- Vives de tu trabajo, y todo trabajo es honroso.
- Todos no; hay muchos que son inmorales.
- Pero el tuyo no lo es. Creo que deberías continuar aquí. Ya tenemos casa para vivir. Otros empiezan con menos.
- Otros. ¡Qué me importan los otros! Maldita comparación. Yo no tengo que ver con nadie, ¿te enteras? Soy distinto, y no me resigno con esta mediocridad.
- ¿Qué piensas hacer entonces?
- Me iré a la ciudad. Allí me abriré nuevo camino y cuando me haya situado, vendré a buscarte.
- Si te vas... no volverás; allí conocerás otras chicas más guapas y mejor vestidas que yo.
- ¿Cómo puedes pensar eso? Javier pasó el brazo por encima del hombro de su novia y la atrajo hacia él.
- ¿Me escribirás todos los días?
- Procuraré hacerlo; pero si alguna vez no lo hago, será por falta de tiempo. Yo continuaré queriéndote como ahora. Nada me separará de ti, te lo prometo.
- ¿Cuándo vendrás a verme?
- En Navidades, y te traeré un hermoso regalo.
- Para mí, lo importante eres tú.
- Voy a ganar mucho dinero, ya verás.
- No necesitamos tanto apra ti y para mí solos... Y cuando tengamos hijos, Dios nos seguirá ayudando.
- Con mujeres como tú no sé llega a ninguna parte; deberías ser más ambiciosa.
- Es que me da miedo, Javier. Así somos felices. Luego, quién sabe.
- ¿Es que no te gustaría llevar trajes bonitos, zapatos, bolsos y joyas como esas que vemos en las revistas, como las chicas que vienen a veranear?
- Pero, ¿tú me querrás más por ello?
- Hombre, yo...
- ¡Javier! - casi gritó -. ¿Es posible que mezcles nuestros profundos sentimientos con esa bagatelas?
- No, mujer. No es eso. pero me gustaría verte como a todas esas señoritingas que vienen por ahí. Me siento acomplejado cuando pasan ante nosotros con ese aire desafiante, como si no fuéramos seres como ellos.
- No deberías preocuparte por ello. Nosotros pertenecemos a otra clase distinta.
- ¿Tú también? Qué clase ni que niño muerto. Ahora ya no hay clases que valgan. Cada persona vale por sí misma, no por ser hijo de papá.
- Debería ser así, pero aún no ha llegado del todo esa época. Hay que reconocer, que los hijos de papá, como tú dices, continúan pintando mucho.
- Tonterías; pues yo me iré de aquí y cuando vuelva les demostraré a todos que no por el hecho de no tener un padre rico, como ellos, soy inferior.
- si no lo eres, Javier. Eres tú, que te empeñas en hacerlos a ellos superiores, que no es lo mismo. Es tu tremendo complejo lo que te obliga a pensar de esa manera.
- Es inútil, Pat; he decidido marcharme y me iré. Será mejor que no trates de retenerme si no quieres que termine aquí amargado, aborreciéndolo todo.
Y tal como se lo había propuesto, Javier se marchó a Barcelona a trabajar a una industria textil.
Patricia esperaba impaciente la llegada del cartero. Los primeros días recibía carta diariamente. Eran unas cartas largas, donde Javier le explicaba el proceso de su trabajo. Le decía también que allí las chicas eran todas las que iban a veranear al pueblo, y que allí no se notaba la diferencia entre pobres y ricos. ¡Pobre Javier! Se dejaba guiar por unas apariencias totalmente falsas en la mayoría de los casos. Al mes de haberse marchado, las cartas empezaron a venir cada dos días. Ya no eran tan largas ni tan expresivas. Decía, entre otras cosas, que estaba seguro de que ahora se podría dirigir sin complejos a cualquiera de aquella niñas bien que ambos conocían, que ya era tanto como todos ellos. 
Patricia sintió rabia de la presunción de su novio. Le parecía que estaba obsesionado con todo aquello, y en sus cartas daba la sensación de que ya la encontraba poco para él, pero seguí tan enamorada como el primer día. A los dos meses, eran muchos los días que Patricia esperaba inútilmente la llegada del cartero. Después de largos días de espera llegó una carta para ella, pero ¡qué distinta de las del principio! ¡Cuánto había cambiado Javier en poco tiempo! El, siempre tan apasionado, se mostraba ahora frío. No fue a verla por Navidades, como había prometido. Se disculpó con que, debido al poco tiempo que llevaba trabajando, no le daban permiso. ¡Qué Navidades pasó Patricia! Las más amargas de su vida. Ya no le quedaban lágrimas de tanto llorar. Javier no había roto con ella, pero era peor, ya que le hacía mantener una esperanza falsa. Ella no estaba dispuesta a mantener aquella situación por más tiempo. Le escribió una carta pidiendo que hablase claro, que estaba preparada para todo. El contestó lo que Patricia esperaba hacía tiempo. Que lo sentía mucho, pero que no se encontraba seguro de sus sentimientos, que no quería hacerle daño...¡Qué ironía! Más daño que el que le había hecho ya...Había perdido lo mejor que tenía: la ilusión por vivir. Era su primer desengaño amoroso, pero ¡cómo dolía! Sólo quien pasara por ello podía imaginárselo. Junto a su dolor estaba la lástima de la gente del pueblo que, lejos de consolarla, aún le hacía padecer más. Eso la humillaba terriblemente. Tenía que buscar una solución a su problema. Acababa de encontrarla. Ante ella tenía un periódico con un anuncio. Se solicitaban empleadas para una fábrica de tejidos. Todos los datos que pedían podían ser muy bien los suyos. Probaría suerte. Lo único que sentía era que fuera precisamente en Barcelona. No sentía ningún deseo de tropezarse con Javier. Claro que, siendo una ciudad tan grande, sería difícil encontrarse. No estaba dispuesta a dejar escapar aquella oportunidad. No podía continuar en el pueblo. Su tía, que vivía con ella, puso el grito en el cielo al enterarse, pero Patricia consiguió convencerla de que tan pronto la admitieran la llevaría consigo. No cabía duda de que era valiente. Al principio sintió miedo. La ciudad era demasiado grande para una chica de pueblo como ella. ¡Cuánto lujo llevaban las chicas! Todas le parecían hermosas. Empezaba a comprender por qué Javier se había olvidado de ella. Se pasó dos horas andando. Cuando al fin dio con la fábrica ya habían cerrado. Esperaría a la tarde sin moverse de allí. De hacerlo se expondría a perderse de nuevo, necesitando quizá la tarde entera para volver, y volverían a cerrarla. El anuncio mandaba presentarse de nueve a una o de cuatro a siete. A las cuatro se encontraba medio desfallecida, agotada de cansancio y muerta de hambre, porque estaba sin comer. No sabía si la habían admitido porque les pareció que serviría o porque sintieron lástima de ella. Por fin respiró. Al día siguiente, a las nueve de la mañana, tendría que estar allí. Lo peor era que aún no tenía pensión. Necesitaba encontrarla cerca; si no, no podía resistirlo. El primer día paró en una fonda de mala muerte que le quedaba próxima pero, una vez que empezó a trabajar, otras compañeras la orientaron y la llevaron a una pensión económica y decente donde paraban otras dos que se encontraban allí sin familia. Lo de llevar a su tía le parecía difícil. Un piso allí no era una broma. Tendría que pasar mucho tiempo antes de poder buscarlo. Todo en la vida es duro al principio, y también lo fue para Patricia. Pero las fatigas le hicieron olvidar un poco sus problemas amorosos. Ahora ya recordaba a Javier como algo pasajero. Claro que si le volviese a ver, ¡quién sabe! Aquel día precisamente recibió carta de una amiga del pueblo, quien le decía que Javier había llegado y había preguntado por ella. También añadía que ahora ya no alternaba con ellas, sino que intentaba hacerlo con las chicas que veraneaban allí. Por lo visto, había conseguido lo que quería. A ella lo que le decían de Javier no le hacía mella. A la media hora de recibir la carta se encontraba haciendo planes con una compañera para salir. Habían ligado con unos chicos y estaban citadas con ellos. Patricia no sentía deseo de enamorarse de nuevo. Le gustaba divertirse, como a toda joven de su edad.
Conoció a Mario en la misma empresa. Era un técnico de la fábrica. Un chico alto, moreno, simpático y abierto. Empezaron a salir juntos como amigos solamente. ella se encontraba a gusto con él y no se detenía a pensar más. Poco a poco, y casi sin darse cuenta, fue enamorándose. Sin embargo, Mario nunca le hablaba de amor. Ella estaba segura de que él sentía por ella la misma atracción, y no aceraba a explicarse por qué se hacía tanto de rogar. Se había citado con él a las siete. Se puso un modelo de tarde minifaldero, camisero de manga larga, zapatos y bolso de charol blanco. Eran las siete y cuarto de la tarde, y él aún no había llegado al lugar de la cita, cosa que sorprendía a Patricia, dado que siempre era puntual. Empezó a impacientarse. No sabía si era sólo porque ya estaba queriéndole demasiado o porque sentía la humillación del plantón. Ya estaba dispuesta a marcharse, cuando... No podía dar crédito a lo que estaba viendo. Ante ella tenía al mismísimo Javier.
- ¡Hola! - saludó acercándose a ella, a la vez que le tendía la mano.
- Pero, pero...tú, ¿qué haces aquí?
- Contesta tú primero a mi saludo y luego te explicaré.
- Tú y yo no tenemos nada que explicarnos. Que yo sepa, ya nos lo hemos dicho todo. Estaba reaccionando vulgarmente, pero es que estaba irritadísima. Su indignación no tenía límites.
- ¿Es que ya no te interesa verme? - preguntó cínicamente.
- En absoluto - respondió.
Y la verdad es que en aquel momento estaba segura de cuanto decía. Nunca pensó que la presencia de Javier pudiera hacerle tan poca mella. El la miró de arriba abajo.
- Has cambiado mucho - le dijo. La verdad es que estás más hermosa que nunca.
- Sin embargo, tú - contestó irónica - estás igual que siempre. Continúas conservando tu aire de pueblo.
No pudo decir otra cosa que peor le pudiera haber sentado, pero él se mordió la lengua. Patricia le estaba gustando mucho, y Javier no estaba dispuesto a dejarla escapar.
- Creo que será mejor para los dos terminar esta discusión. Vámonos de aquí cuanto antes.
- Lamento decirte que contigo no iré a ninguna parte. No era a ti a quien esperaba.
¿Qué había hecho Javier para que así ocurriese?
- Entonces lo más que te permito es que me acompañes a casa, si lo deseas.
- Patricia, escúchame. Te ruego...
- Pierdes el tiempo. Es demasiado tarde para suplicar perdón. Quizá un poco antes..., pero ahora ya no. Me he enamorado de otro.
- No puede ser cierto. Tienes que estar confundida. No has podido dejar de quererme.
- No seas cretino. Es cierto que te quise, pero ahora ya no. Tú mismo has matado ese cariño. Te he perdonado el daño que me has hecho, pero nunca te perdonaría que trataras de interponerte entre Mario y yo.
- Yo te quiero. Pat, sé que te hice daño, pero estoy dispuesto a repararlo con creces.
- No te esfuerces, Javier, lo siento. Y ahora dime, ¿cómo has hecho para retener a Mario y venir tú en su lugar?
- Le he engañado.
- ¿Cómo te has atrevido? ¿Qué le has dicho?
- No sabía que tú le quisiera. En el fondo estaba convencido de que tus sentimientos hacia mí no habían cambiado.
- Sin embargo, te has equivocado.
- Sí, ya lo veo.
- ¿Cómo has podido dar conmigo?
- cuando estuve en el pueblo me enteré del sitio en que trabajabas. Tengo un amigo en esa empresa.
- ¿Y bien?
- Fue él quien me informó de que tú salias con Mario. Añadió que estaba muy enamorado de ti.
- ¿Qué pasó después?
- Ya hablé con tu...lo que sea. Dije que eras mi novia, que habíamos reñido últimamente y que si salías con él era para darme celos.
- El te creyó, claro.
- ¿Tú que crees?
- Y fue él mismo quien te ayudó a localizarme, cediéndote a ti la cita que él tenía conmigo.
- ¿Cómo lo adivinaste?
Patricia miró a su antiguo novio de manera despectiva. Siempre había temido un encuentro con él, pero ahora que le había visto ya podía estar segura de sus sentimientos. Lo único que ahora la preocupaba era lo que Mario pudiera pensar. Cuando Javier lo vio claro, ya sólo le quedó reconocer que ella tenía razón cuando trataba de retenerle en el pueblo. Es posible que si así fuera ya se hubieran casado y hasta podían tener familia. Había conocido muchas chicas en Barcelona. Lo pasaba bien con ellas, los primeros días, pero terminaba cansado de su superficialidad. Con Patricia - fuera para él o no -, tenía que reconocer que no podía compararse ninguna de todas cuantas había conocido. Pero él no había sabido conservarla.
No pudo dormir en toda la noche. No quería tomar la iniciativa, pero de alguna forma tenía que romper el malentendido con Mario. Al día siguiente era domingo. Se pasó toda la mañana pendiente del teléfono. Al fin sonó. Ella misma se puso al aparato. Reconoció su voz enseguida. Su corazón latía fuertemente. No sabía que fuese tanto el amor que sentía por él.
- Yo...,soy yo. Contestó titubeando cuando al otro lado del hilo preguntaron por la señorita Patricia.
- ¿Te ocurre algo?
- No...,no, nada. Es que...
- ¿No esperabas mi llamada?
- Sí, si la esperaba.
Estaba nerviosísima. No lo había estado tanto ni el día que se presentó para solicitar la plaza.
- Pasaré a recogerte a las siete en punto.
- Está bien. Te espero.
Estuvo una hora justa delante del espejo. Nunca se había arreglado con tanta ilusión a pesar de haber conocido a otras personas interesantes. Estaba guapísima. También a Mario se lo pareció.
- Estas preciosa - le dijo nada más verla.
Ella se ruburizó.
La asió con delicadeza por el brazo y se mezclaron entre la multitud.
- Te debo una explicación y quiero que me oigas.
- También yo a ti.
- No es necesario que me digas nada. Lo sé todo.
- ¿Cómo?
- Tengo un amigo que conocía a..., ¿cómo se llama?
- Javier.
- Eso. El ya me había puesto al corriente de lo ocurrido entre tú y el Javier de marras. Pero, aunque no di ninguna importancia, sí la di al hecho de que él tratar de reanudar sus relaciones contigo. Quería dejarte libre de elegir a quién tú quisieras.
- ¿Y ahora?
- Ahora ya sé a quién has elegido, estoy completamente convencido.
- ¿Estas seguro? - preguntó coqueta.
- Completamente.
- Pues ahora déjame que yo te cuente...
- No, por favor. No perdamos el tiempo en explicaciones vanas, no es necesario. He tenido tiempo de conocerte bastante y saber qué es lo que piensas de todo esto.
- ¡Qué bueno eres, Mario!
- No demasiado, Pat. Lo que ocurre es que...
- ¿Qué? - preguntó anhelante.
- Que te quiero, mi amor, que te quiero mucho...
- ¡Oh, Mario!, cuánto has tardado en decírmelo. Hacía tiempo que lo deseaba.
- Creí que no sería necesario.
- Te equivocas. Y no sólo ha sido necesario una vez, sino que ahora tendrás que repetírmelo hasta que me canse de oírte. Ha transcurrido mucho tiempo y...
- ¿Qué ocurrirá cuando te canses?
- Nunca me cansaré de oírte, cariño.
La atrajo hacia él y, mientras la besaba largamente en la boca, le repetía como en un susurro...
-Te quiero, te quiero...
- Así, Mario... así quiero que sea siempre.

lunes, 21 de mayo de 2012

La bruja de Queen (Irlanda)

William Butler Yeats (1865-1939), eminente poeta irlandés e investigador de temas célticos, recorrió las tierras de su país recopilando cuentos tradicionales. En su obra "Fairy an Folk Tales of Ireland" incluye el extraño cuento que presentamos a continuación.
Una vez, hace ya más de cien años, un sacerdote católico fue despertado a media noche para atender a un moribundo en un lugar alejado a su parroquia. Sin tardanza, el hombre emprendió el camino. Llegó a casa del enfermo y, después de administrarle los últimos sacramentos, le vio partir al otro mundo en paz. El buen padre tomó el camino de vuelta a lomos de su caballo. Viajaba muy despacio.
Aunque todavía estaba oscuro, ya se podían distinguir los primeros sonidos del alba, que el hombre escuchaba ensimismado. Cuando el paisaje se dibujó con claridad, el sacerdote bajó del caballo y soltó las riendas. A paso muy lento, sacó su brevario del bolsillo y comenzó a recitar lentamente las oraciones de la mañana.
No había llegado muy lejos cuando observó que el caballo no le seguía. Miró hacia atrás y lo encontró con la mirada fija en un campo donde pastaban tres vacas. Sin darle importancia, cogió al caballo por la brida y continuó su camino. Sin embargo, al llegar a una encrucijada, el animal relinchó y se detuvo de golpe, negándose a continuar. El sacerdote lo observó con detenimiento: sudaba profusamente y temblaba de la cabeza a las patas. Comprendió que tenía miedo y, recordando lo que había oído en el pueblo que se debía hacer en estos casos, sacó su pañuelo y le vendó los ojos. Luego montó sobre el animal y, golpeándolo suavemente con la fusta, consiguió que el caballo avanzara lentamente.
Y así continuaron un buen rato, hasta que, a la izquierda del camino, el sacerdote vio algo que le heló la sangre: el cuerpo de un hombre, pero sólo de la cadera a los pies, corriendo a través de los campos. Sin poder moverse, vio que la aparición se dirigía hacia él. Pronto el fantasma llegó a la carretera y el hombre pudo observarle de cerca: llevaba unos pantalones de cuero amarillo, ceñidos a la rodilla por una cinta de color verde; no tenía calcetines ni tampoco zapatos, y sus piernas estaban cubiertas de espeso y rojo pelo, manchado de sangre y barro.
El sacerdote estaba perplejo pero, haciendo acopio de sus nervios templados y su sangre fría, decidió permanecer allí. Quería hacer hablar al espectro.
- Hola amigo. ¿Adónde te diriges tan temprano?
La respuesta fue una especie de feo bufido. El sacerdote continuó preguntando:
- Una hermosa mañana para que paseen por aquí los fantasmas.
- ¡Ummm!
- No estás muy hablador esta mañana - continuaba insistiendo el hombre.
- ¡Ummm!
El silencio del extraño visitante terminó por exasperar al hombre que, furioso, gritó:
- ¡En nombre de todo los sagrado! ¡Te ordeno que respondas! ¿Quién eres tú y adónde vas?
Pero no obtuvo más respuesta que un nuevo "Ummm".
- Quizá - dijo el cura -, un latigazo a tiempo podría volverte más comunicativo.
Y diciendo esto, golpeó a la aparición con el látigo.
El fantasma dio un grito salvaje y sobrenatural y cayó al suelo. En un segundo, el espectro desapareció; en su lugar el sacerdote encontró, en un mar de leche, el cuerpo de Sarah Kennedy, una vieja del pueblo famosa por sus prácticas de brujería.
- ¡Sarah! Nunca has hecho caso de mis buenos consejos. Y hoy, maldita mujer, te he sorprendido en una de tus tremendas fechorías.
- ¡Oh, padre, padre! ¡Haga algo para salvarme! El infierno no se ha abierto para mí. Una legión de demonios me rodea en este momento. Quieren robar mi alma.
Pero el sacerdote ya no podía hacer nada por aquella mujer, que entre contusiones y alaridos expiró en pocos segundos. Los restos de Sarah Kennedy fueron trasladados a su cabaña, no muy lejos de la parroquia. La mujer nunca había tenido relación con sus vecinos. Vivía en compañía de su única hija. Todos sabían de sus extrañas prácticas, que nada tenían que ver con la religión católica. No tuvo cristiana sepultura, y sus restos, junto a todas sus pertenencias, fueron quemados en la plaza. Su hija huyó y nunca más volvió a aparecer por el lugar.


"Cuentos celtas" - "Fairy and Folk Tales of Ireland" , W. B. Yeats

viernes, 18 de mayo de 2012

Hay algo más

Resultaba extraño que, siendo tan distintos, pudieran ser amigos, y lo eran de verdad. Sin embargo, William había vivido siempre en Boston. Erich no. El hacía sólo tres años que había llegado a la ciudad para estudiar biología. William estudiaba económicas, por hacer algo. Era hijo de familia acomodada, que había amasado montones de dinero en cuatro días, y él pensaba trabajar en los negocios de su padre. Erich, por el contrario, no tenía dinero. Procedía de una familia de abolengo, pero se habían quedado arruinados. Necesitaba trabajar para costear sus estudios.
Erich había conocido a Evelyn al año siguiente de llegar. Ella era hija de familia media, con muchos hijos; no nadaba en la abundancia.
- ¿Quieres decirme quién es esa chica con la que sostienen conversaciones tan largas? - preguntó William.
- Una compañera.
- ¿Estás seguro que no hay más que amistad entre vosotros?
- ¡Hombre! ¿Cómo no voy a estarlo?
- No sé, es que ella te mira de una forma...
- Me hace gracia, William, ¿crees que tengo tiempo para pensar en algo que no sea estudiar o trabajar?
- Tú si, pero ella...
- Te equivocas amigo. La situación de ella es muy similar a la mía. A ninguno de los dos nos sobra tiempo para pensar en tonterías.
- ¿Es que te parece una tontería que os quisierais? 
La pregunta le dejó un tanto desconcertado.
- Hombre, no. Claro que no. Aquel condenado de William parecía estar haciéndole un lavado de cerebro.
- Bien, Erich, siendo así a ti no te importará presentarme a tu amiga.
- ¿Para qué?
- Es que a mí me gusta esa chica, ¿comprendes? Hace tiempo que deseaba decírtelo, pero temí que hubiera algo entre nosotros.
Quedó perplejo. Aquello sí que no lo esperaba él. Tenía que vencer aquella lucha interior que tenía consigo mismo. En efecto, debía reconocer que William era mucho mejor partido que él para cualquier chica.
Pero, ¿es que a Evelyn también le interesaba el dinero? Estaba seguro de que no era para ella un fin principal, pero eso no podía decirlo él. Se debatía en estos pensamientos cuando la vio avanzar. Traía la cara cansada.
- Hola, Erich - saludó cuando había llegado a su altura.
- Hola - contestó, levantándose del asiento y ofreciéndole una silla.
- No voy a poder continuar así por más tiempo.
- ¿Te ocurre algo?
- Cansancio, Erich, eso tan sólo.
- ¿De qué, Evelyn?
- Ahí esta, que no lo sé. Es posible que ea sólo físico, pero no sabes de qué forma repercute en mi moral. Es muy díficil para mí continuar estudiando en la forma que lo hago. Decimos que el dinero no sirve para nada, pero estoy empezando a creer que significa mucho. Si no fuera por el maldito metal en mi casa todo marcharía de otra forma.
Oírla decir aquello fue como si a Erich le clavaran un puñal. Todos sus ideales se venían abajo. A fin de cuentas, ella tampoco era como la había imaginado. Pensó que había llegado el momento indicado de hablarle de su amigo. Después de todo, ella no conocía sus sentimientos, porque ni él mismo los hubiese conocido si no hubiese sido porque William le había abierto los ojos. Fue entonces cuando comprendió que lo que él sentía por ella no era sólo un sentimiento amistoso, que había algo más que la mutua comprensión de dos amigos del alma. Pero él, ante todo, deseaba que ella fuera feliz, aun a costa de sacrificar su vida. Había transcurrido una semana. Evelyn se hallaba con William en uno de los pasillos de la Facultad.
- Evelyn - le decía -, necesito que me digas...
- Sí, William, lo sé, pero suéltame. No me gusta que piensen lo que no es. Tú sabes que no puede ser. Lo siento, William, lo siento de veras. En el fondo, eres un buen chico, pero a mí no me dices nada.
- Estás enamorada de Erich, ¿no es eso?
- Sí, fue por eso por lo que acepté salir contigo, para hacerle reaccionar a él.
- Erich no podrá casarse contigo. No tiene ni un duro, necesita trabaja para costear su carrera. Con él nunca tendrás nada. Conmigo tendrías todo lo que una mujer anhela. Si al menos se hubiera callado...Pero, con todo lo que acababa de decir a Evelyn sólo le producía pena, pena y asco de pensar que hubiera seres tan materialistas.
- ¿Es que no sales con William? - le preguntó Erich viéndola sola en la parada del autobús.
- No.
- ¿Por qué, Evelyn?
- Y me lo preguntas tú... Tú que has tenido tiempo de conocer a tu amigo y saber cómo piensa.
- No es mala persona.
- Pero sí un imbécil. Cree que el dinero lo hace todo en la vida, que ante él no hay mujer que se rinda. No sé cómo has podido pensar que nuestra amistad podía terminar en algo.
- Lo dudé al principio, pero luego, cuando vi que continuabas saliendo...
- Pues ya no nos verás más. No podía disimular la alegría que sintió. En ese momento llegaba el autobús. Él la cogió por el brazo para protegerla de los empujones de los demás viajeros. Evelyn estaba muy aturdida. Aquella proximidad le inquietaba. Sentía un cosquilleo en la sangre y unos enormes deseos de sentirse en sus brazos.
- Evelyn, yo deseaba decirte algo.
- ¿Y a qué esperas, Erich?
- ¿Por qué no lo adivinas?
- Esta bien, pides mi ayuda, ¿no es eso?
- Eso es.
- Pues entonces ya está.
No esperó a que lo dijera, la rodeo con sus brazos y la besó. Ella se dejó. Y así fue cómo él supo que había adivinado bien. Estaba visto que hay algo más importante que el dinero: la felicidad de dos seres que se aman.

lunes, 14 de mayo de 2012

Un espíritu celeste (Bali)

Atardece en Bali. El sol se va ocultando tras la montaña. La noche llega amablemente, trae frescura a la isla. A esta hora, en la aldea balinesa cada día tiene lugar la misma escena: se encienden las lámparas y las mujeres preparan el arroz de la noche.
Los vecinos se sientan juntos, charlan de la cosecha o permanecen en silencio. En algún lugar de la isla siempre suena la bella música metálica del gamelan.
Un anciano cuenta una nueva historia a los niños:
"Una vez existió en Bali un joven llamado Rajapala. Vivía solo, cerca del bosque, adonde acudía a cazar a diario. Era feliz con su vida, pero añoraba la compañía de una mujer y de unos hijos. Una mañana se adentró en el bosque. Caminó durante todo el día, pero no encontró ni un solo animal que cazar. Al atardecer agotado por el calor, decidió volver a su cabaña. y ocurrió entonces que se encontró de pronto frente a una pequeña laguna con flores y plantas acuáticas. Pensó que el lugar era muy agradable para descansar y se tumbó bajo un árbol; enseguida se quedó profundamente dormido.
Unas risas le despertaron. En la orilla de enfrente alguien cantaba y reía. Rajapala se ocultó detrás de un árbol y observó: siete muchachas deliciosamente bellas nadaban desnudas en el agua. Sus figuras eran etéreas, medio transparentes, parecía que flotaban en el aire. Rajapala se quedó maravillado. Sin dudarlo un instante, el joven fue a la otra orilla y oculto entre las ramas de los árboles, siguió mirando.
En el suelo, junto a una palmera, estaban las túnicas de las adolescentes. Rajapala cogió la más vistosa y volvió a esconderse. Las jóvenes no tardaron en salir del agua y fueron a coger sus ropas. Una a una se fueron vistiendo y salieron volando hacia el cielo. Una de ellas, la más joven, no encontró su túnica. Levantó la mirada y se encontró con Rajapala.
- Buenas tarde, señor. Estoy buscando mi túnica; sin ella no puedo volver al cielo.
- Yo la he cogido, porque no deseo que vuelvas al cielo. Quiero que te quedes aquí conmigo, en la tierra. Te convertiré en mi esposa.
- Te haré rico y viviré contigo. Pero si un día me ocultas algo volveré al cielo,- le respondió.
Rajapala se convirtió en uno de los hombres más ricos de los alrededores. Había abandonado la caza y tenía grandes extensiones de arrozales. Y además, aunque su mujer cocinaba todas las noches arroz, las existencias que había en el granero no se agotaban nunca; al revés, se multiplicaban. Y había todavía otra cosa que extrañaba Rajapala: cuando ella cocinaba, cerraba la puerta y le prohibía la entrada en la cocina. Además, nunca la veía pelar el arroz, como hacían otras mujeres del pueblo. Un día le dijo a su esposa:
- Rajapala, voy al río a lavar los platos. No entres en la cocina, por favor.
Pero en cuanto su esposa salió, Rajapala abrió la puerta y entro en la cocina. En el fuego había una cazuela tapada. Miró dentro, y en medio del agua que cocía sólo vio un pequeño grano de arroz, pelado.
- ¿Y esto se convierte luego en un enorme bol de arroz? ¿Cómo lo hace? - se preguntó a sí mismo.
Poco después llegó su mujer, dejó los platos a secar al sol y entró en la casa. Cuando, una vez en la cocina, levantó la tapa de la cazuela para ver cómo iba el arroz, comprobó que el grano estaba tan duro como lo había dejado.
- ¡Qué extraño! -pensó-, debería estar casi hecho.
Salió de la cocina y volvió al jardín a recoger los platos. Poco después entró a ver el arroz y comprobó que estaba igual de duro que antes.
- ¡Por todos los dioses! -gritó-. Mi esposo ha entrado en la cocina a pesar de mis recomendaciones. ¡Pobre de mí! Mi vida fácil ha terminado aquí - se lamentó el espíritu celeste -. De ahora en adelante tendré que trabajar como todas las mujeres para obedecer a los dioses.
Desde aquel día tuvo que pelar el arroz como las demás mujeres. Sus manos, hasta entonces delicadas y suaves, se volvieron ásperas de tanto trabajar en la cocina. Además, las existencia de arroz disminuían considerablemente cada día. Ella se sentía muy cansada, y el empeño de su marido la había herido en lo más profundo de su corazón.
Un día en que el espíritu celeste había entrado en el granero para coger un poco de arroz, encontró en un rincón su túnica, la túnica que Rajapala le había quitado cuando se conocieron en el río, pero que nunca le había devuelto. Cuando volvió a la casa, cayó enferma y recordó los maravillosos días que había pasado en el cielo con sus amigas, también espíritus celestes.
- Sería muy feliz si pudiera volver al cielo de nuevo hoy mismo - dijo para sí.
Y decidió volver al lugar donde podía llevar una vida fácil; ahora era posible, pues había encontrado su túnica. Habló con Rajapala, su esposo, para despedirse.
- Un día te dije que no me engañaras, pero lo has hecho. No te fías de mi y quisiste saber cómo conseguía cocer el arroz cada noche. Por ello ha llegado el momento de volver a los cielos. Cuando quieras verme, en las noches de luna llena mírala y me encontrarás allí. 
Con lágrimas en los ojos, Rajapala se despidió de su amada esposa para siempre. Ella dio un salto y salió volando hacia las nubes, alto, muy alto, hasta que desapareció de la vista. Por la curiosidad de Rajapala, los hombres de Bali nunca preparan el arroz en las casas.


"Folk Tales from Bali" Editorial Penerbit Kjamatan. Jakarta.

viernes, 11 de mayo de 2012

Los dos nos equivocamos

Mariví había llegado a Las Palmas, procedente de Argentina, hacía 10 años, en compañía de su madre viuda. Ahora, por fin, iba a casarse. Su novio, Mario, era un chico de buenas familia que,aunque Mariví nunca había tocado el tema, creía que ella tenía más dinero. Su madre ya había recomendado a Mariví en varias ocasiones que hablara claro con él antes de la boda, pero ella insistía en que nunca le había mentido y que, por lo tanto, no hacía falta ni discutirlo.
La boda se celebró con toda pompa, aunque la madre de Mariví había tenido que vender casi todas sus joyas para pagar los gastos. Un mes duró el viaje de novios. Habían recibido gran cantidad de regalos, muchos de ellos en metálico, y gracias a ello tuvieron una dorada luna de miel. Cuando Mariví trataba de decir a su flamante marido que era demasiado lo que estaban gastando, él decía que para qué querían el dinero, si no era para eso. Su actitud le hacía suponer a ella que aún se había quedado corta calculando su capital. Por lo visto, todavía era más rico de lo que había imaginado. A la vuelta habían decidido vivir una temporada en casa de la madre de ella, mientras que ellos no tuvieran un piso. Y cada uno por separado se dispuso a esperar a que el otro lo comprase. Pero, claro, a los seis meses la situación ya era insostenible, el nuevo matrimonio no aportaba nada al mantenimiento de la casa y a Mariví no le quedó otra opción que hablar claramente con Mario:
- ¿Estás bromeando, Mariví? No puedo creerte.
- ¿Qué es lo que no puede ser?
- Lo que me estás diciendo.
- No debería poder ser, pero es. Hace seis meses que mi madre nos mantiene. Yo tengo que darle dinero y creo que lo lógico es que te lo pida a ti, ¿no crees?
- ¿Es que...no tenéis dinero?
- No, Mario. Y no comprendo cómo has podido creer semejante cosa. Yo nunca he pretendido pasar por rica. De todas formas, no veo por qué tienes que preocuparte tanto si, al fin y al cabo, lo tenéis tú y tu padre.
- ¿Es que no has comprendido aún que yo tampoco lo tengo?
- Yo tengo la carrera de magisterio - dijo ella -. Podría intentar preparar unas oposiciones y trabajar.
- ¿Y yo? ¿Qué hago yo si sólo tengo el título de bachiller? Ningún otro título, nunca he trabajado.
- De todas formas, no podemos quedarnos así, y ahora menos que nunca...Vamos a tener un hijo.
- ¿Cómo no me lo habías dicho antes?
- No me atrevía.
Después de aquello, Mariví llegó a sentirse feliz. Ahora era sincera con su marido, Mario, a su vez, y pese al problema que se le venía encima, se sentía satisfecho en su interior. En el fondo, le remordía la conciencia el hecho de haberse casado con ella por el interés, porque lo que era evidente es que la quería. Por eso la noticia que le dio le quitaba un peso de encima.
Por ella estudió y aprobó unas oposiciones. Siempre había creído que el trabajo se le iba a hacer muy duro. Pero, desde que trabajaba, se sentía más satisfecho de sí mismo. Se consideraba con más derecho a disfrutar de todo y, realmente, lo tenía. Mariví se dedicó a dar clases en un colegio y también a los niños en sus casas, pero poco antes de dar a luz tuvo que dejarlo.
- No te preocupes - le decía Mario, mimándola -. Yo trabajaré para los dos.
Pasaron los meses...Mario tenía el periódico antes sí.
- ¿Has visto esto?
Mariví leyó lo que señalaba su marido. Era una reseña de boda muy parecida a la que, en su día, había salido de ellos.
- ¿Serán de los nuestros o real su amor?
- cualquiera sabe - contestó Mario riendo -. Ojala...
- ¿Has pensado alguna vez qué hubiera sido de nosotros si no nos quisiéramos?
- No quiero ni pensarlo.
- Es posible que a esta horas estuviéramos uno por cada lado.
- Eso es lo que suele ocurrir en muchos casos de matrimonios por interés.
- Menos mal que el nuestro no lo ha sido.
- Es que el amor que nos tenemos nos ha salvado.
Así era, en efecto, pues de lo que no había ninguna duda era el inmenso amor que se tenían y del que sólo estuvieron seguros cuando ambos conocieron su verdadera situación.

lunes, 7 de mayo de 2012

El primer juicio de Salomón (Armenia)

Famoso por su rectitud y justicia, el rey Salomón, alcanzó gloria entre los mortales. Aquí se relata el primer juicio en el que Salomón intervino, cuando todavía este gran sabio era un niño.
Un hombre tenía necesidad de emprender un largo viaje. Pero le daba miedo abandonar sus posesiones. Decidió meter su dinero en el fondo de siete vasijas, que luego llenó con miel hasta el borde. Por la apariencia, nadie podía sospechar que aquellos jarros pudieran contener un valioso tesoro. Entonces el hombre fue junto a un vecino, que era banquero, y le dijo:
- Tengo mucho aprecio por estos vasos de miel. Deseo que me los guardéis sin tocarlos hasta que yo regrese.
Y para que vuestro interés aumente, si acaso yo muriera en el extranjero, quedaríais heredero de estos preciosos vasos.
El hombre salió de viaje y los vasos quedaron depositados en las despensas del banquero. Un día, éste recibió la visita de unos forasteros a los que debía honrar con fasto. Les invitó a un soberbio banquete, y, a los postres, los huéspedes se mostraron muy satisfechos.
El banquero, en agradecimiento, les quiso obsequiar con unos dulces hechos con miel, y ordenó a los criados que los prepararan en la cocina. Pero uno de ellos volvió a la mesa y dijo a su amo:
- Señor, nuestras existencias de miel se han agotado. 
El dueño mostró su disgusto, pero recordó las vasijas de miel de viajero y pensó que podría cogerla y sustituirla por otra. Ordenó a un criado de confianza que fuera a la despensa y tomara la miel de uno de los vasos. 
El criado fue a la despensa, vació un vaso y notó admirado al verter la miel que ésta contenía algunas monedas de oro. Fue a su señor, porque era un fiel servidor, y le dijo:
- Señor, os ruego que salgáis un momento.
El banquero salió y el criado le mostró el oro que había en el fondo del jarro. Este quedó admirado, pero instó al criado de que no dijera nada de lo que había visto allí. Tomó el criado la miel, la llevó a la cocina, prepararon los dulces y los llevaron a la mesa.
Cuando los invitados se despidieron, el banquero fue a la despensa y, ayudado de su servidor, vació todos los vasos, cogió el oro y volvió a verter miel en ellos.
Al cabo de algún tiempo, el viajero volvió a su patria. Y se dirigió a casa del vecino para recoger sus preciados vasos de miel.
- Los he guardado bajo llave. Aquí los tienes, intactos - le dijo el hombre.
El viajero agradeció al banquero su servicio y volvió a su casa para comprobar que realmente estaban intactos. Pero pronto el agradecimiento se volvió en ira cuando, al vaciar la miel, vio que los tarros estaban vacíos.
Furioso, volvió a casa del vecino y gritando le dijo:
- ¡Devuélveme el oro que me has robado!
Como estaban en la puerta de la casa, pronto acudieron todos los vecinos y viandantes que por allí había, queriendo saber enseguida a qué eran debidas aquellas grandes voces.
- Este hombre me ha robado mi dinero. Me fui de viaje y a él se lo dejé para que me lo guardara - decía el viajero ya entre lágrimas de desesperación.
- Sólo he recibido unos vasos repletos de miel. Y durante el tiempo que él ha estado fuera los he guardado en mi despensa, bajo llave. Ninguna persona los ha tocado, y tal como me los dejó se los he devuelto - decía el banquero con cinismo.
La muchedumbre y los gritos atrajeron a los soldados del rey David, y el banquero y el viajero fueron llevados por ellos ante él.
Uno primero y luego el otro relataron ante el rey David los hechos. Cada uno queriendo la razón para sí. El viajero continuaba reclamando su dinero y el banquero seguía negando que se lo hubieran entregado.
El rey David estaba indeciso, sin saber con exactitud cómo resolver tan complicado asunto. Salomón, que todavía era un niño, estaba también presente, y lo observaba todo con tranquilidad. Cuando todos estaban en silencio se adelantó y rogó a su padre que le permitiera dar sentencia. El rey, un poco divertido, aceptó.
- Que traigan aquí todas las vasijas - dijo Salomón.
Un criado del rey fue enviado a casa del viajero en busca de las vasijas que habían contenido la miel.
Salomón, el hijo del rey, los examinó uno a uno, detenidamente. Y cogiendo uno, lo rompió. En el fondo, pegadas a la miel, se podían ver dos monedas que el banquero había olvidado coger, por las prisas y la furia.
Y así fue como Salomón, cuando todavía era un niño, tomó parte sabiamente en su primer juicio.


Cuentos populares de Armenia

viernes, 4 de mayo de 2012

Todos me querían mal

Era el sexto día que lo veía. ¿Qué quería de ella? ¿lo mismo que los demás? Se metió en la boca del metro y apresuró el paso. El hombre que la perseguía desde hacía una semana se situó al lado de Beatriz y ella le dijo:
- ¿Desea usted algo?
El joven se replegó. Beatriz quedó tensa, confusa. Pero él no la rozaba como todos, sino que, con gran respeto, la protegía de la avalancha que pretendía subir al tren.
- Me llamo Mark Hobson.
Ella no respondió. Se mordió los labios. Tenía veintidós años y hacía dos que luchaba en Londres por perfeccionar el idioma. De intérprete en un hotel ganaba lo suficiente para hacer su pequeña fortuna.
- ¿No me dices tu nombre?
- ¿Para qué? - contestó en perfecto inglés.
- Me dedico a negocios de exportación. Soy soltero y no tengo mucha familia...
Pero a Beatriz no le interesaba nada de lo que él le contaba. Era rubio, tenía los ojos claros y alguna peca en la nariz que, lejos de restarle masculinidad, se la aumentaba. Ella conocía bien a los hombres, por lo mucho que luchaba con ellos todos los días. Por eso le trataba con indiferencia, a pesar de lo cual él la acompañó hasta la puerta del hotel donde trabajaba.
Molly era la matrona de la pensión. Tenía confianza con ella. Allí la llevó una española cuando llegó a Londres.
- He conocido a un hombre.
- ¿Otro?
- Sí.
- Ten cuidado.
- No me invitó a comer - dijo Beatriz -. Me preguntó si me esperaba a la salida. Pero no estaba.
- Tu eres una buena chica. No has venido a Londres a vivir aventuras, sino a perfeccionar el idioma y a ganarte la vida. Eso es importante y a mi modo de ver lo único que debe importarte.
Al día siguiente, cuando salía para ir a trabajar, Mark la estaba esperando.
- ¡Hola! - saludó como si la conociera de todos los días.
Beatriz se puso en guardia.
- ¿Has desayunado? - preguntó él como si no se diera por enterado del mutismo femenino.
- Nunca salgo sin desayunar.
- Si quisieras tomar un café conmigo... Vivo aquí cerca, ¿sabes? - rió feliz con aquella mueca de niño grande -. Todos los días salgo a esta hora a tomar un café.
El mismo silencio.
- ¿Me has dicho tu nombre?
- No.
Como él hizo intención de seguir caminando a su lado. Beatriz se detuvo.
- Quédese, por favor. Yo voy a tomar el metro ahora.
Lo dejó plantado. Mark hizo un gesto de impotencia y estuvo de pie en la acera hasta que la vio desaparecer por la boca del subterráneo.
Todos los días lo encontraba a la salida o a la entrada del trabajo. Hasta que una tarde, al salir del hotel, se encontró de repente diciendo:
- ¡Hola! Me llamo Beatriz Guzmán.
Él pareció entusiarmarse.
- ¿Española?
- Sí.
- Mis abuelos lo eran. Yo me apellido Hobson Pérez.
Aquello la animó un poco. Ambos se perdieron en el subterráneo. Le agradó la forma en que él la defendía de los codazos de los demás. También le gustó el modo en que le buscó un rincón.
- Mañana es domingo - dijo Mark -. ¿Qué vas hacer?
- Aunque te suene raro me gusta dar un paseo por los alrededores.
A él le brillaron los ojos.
- A mí también. ¿Quieres que vayamos juntos?
Y así comenzó una bonita relación. Mark la esperaba todos los días, a la salida y a la entrada del trabajo. Fueron al cine, comieron juntos durante un mes seguido y nunca le pidió él ni el más mínimo beso ni una cita íntima. Le cogía de la mano, sí, pero de una forma tierna. Hasta que una noche...
- ¿Qué te parece si fuésemos a mi apartamento a tomar una copa?
- ¿Tú también?
- ¿Qué pasa?
- Eres como todos. Pensé que eras diferente. No, no voy a tu apartamento.
- Beatriz - se asombró Mark - tu me confundes. ¿No va a ser nuestro futuro hogar?
Beatriz se estremeció.
- ¿Nuestro qué?
- Supongo que nos casaremos enseguida, ¿no?
Beatriz no comprendía.
- Vamos - susurró él -. No vamos si no quieres, pero te aseguro que pronto irás de mi brazo, si me dices que sí. Mark le apretó contra sí y en su oído le dijo:
- He tenido hoy carta de tus padres dándome el consentimiento para nuestra boda. ¿Qué te parece?
Beatriz no lo podía creer. Estaba sin habla. Se apretó contra él y caminó a su lado sin decir nada. Mark la oprimía contra él como si llevara un extraordinario tesoro.

martes, 1 de mayo de 2012

La caja oblonga

Hace ya algunos años, me embarqué en Charleston (Carolina del Sur) en el hermoso paquebote Independece, gobernado por el capitán Hardy, con destino a la ciudad de Nueva York. Debíamos zarpar, si el tiempo lo permitía, el 15 de aquel mes (junio), y el 14 subí a bordo para el acomodo en mi camarote de algunas cosas.
Me di cuenta de que tendríamos muchísimo pasaje. En la lista de pasajeros descubrí a varias personas de mi amistad; entre otras, y con alegría, a Mr. Cornelius Wyatt, un joven artista hacia el cual me inclinaban sentimientos de cálida amistad. Fue condiscípulo mío en la Universidad y fuimos allí inseparables. Poseía el temperamento natural del genio; era una mezcla de misantropía, sensibilidad y entusiasmo. A estas cualidades, uníase un corazón, el más ardiente y sincero que jamás haya latido en pecho humano. Pude observar que la tarjeta con su nombre aparecía en las puertas de tres camarotes, y después de consultar de nuevo la lista de pasajeros, encontré que viajaba con sus dos hermanas y su esposa. Los camarotes eran suficientemente espaciosos, y cada uno de ellos tenía dos literas, una encima de otra. No llegué a comprender la causa de que dispusiera de tres camarotes para estas cuatro personas. El asunto no me incumbía desde luego, pero aún así no cejaba en mis deseos de intentar la solución de ese enigma. Llegué, por fin, a la conclusión que me produjo gran asombro no haber alcanzado antes: "Es para un sirviente; sin duda alguna", me dije. Y de nuevo volví a examinar la lista; mas ahora me di cuenta claramente de que ningún sirviente les acompañaba; aunque, de hecho, la primera intención fue de que uno fuera con ellos, pues la frase "y sirviente" había sido escrita y borrada después.
"¡Ah!, exceso de equipaje seguramente" me dije a mí mismo, "'¡ah! ya sé, una pintura o cosa parecida".
Conocía muy bien a las dos hermanas Wyatt; las más dulces e inteligentes muchachas que uno pudiera imaginar; a su esposa, con quien acabábase de casar, nunca la había visto antes. Hablaba, sin embargo, de ella con el entusiasmo en él usual. La describía como una belleza sin par, llena de ingenio, como acabada perfección. Me encontraba, pues, ansioso de conocerla. En el mismo día que visité el barco (el 14), Wyatt y su familia debían también  visitarlo y esperé a bordo una hora con la esperanza de ser presentado a su mujer; pero no se hicieron esperar sus excusas.
"Mrs. W. se encontraba indispuesta y ese veía obligada a no subir a bordo hasta mañana, a la hora de zarpar."
Llegada esa mañana, al disponerme a abandonar el hotel camino del muelle, al encontrarme el capitán Hardy, éste me dijo: "Debido a las circunstancias creía que el Independence no se haría a la mar por un día o dos, y que cuando todo estuviera listo me lo haría saber". 
Por más de una semana el esperado aviso del capitán no llegó. Vino -empero- al fin y enseguida me encontré a bordo. El barco se hallaba atestado de pasajeros y en todas partes reinaba esa algarabía que precede a la salida de un barco. La familia de Wyatt llegó cerca de diez minutos después que yo. Allí estaban sus dos hermanas, la esposa y el artista - este último en uno de sus acostumbrados accesos de misantropía-. Demasiado familiarizado con ellos, no les presté especial atención, ni siquiera me presentó a su esposa, cortesía que, obligada, tomó para sí su hermana María, muchacha dulce, quien en atropelladas palabras nos presentó unos a otros.
Mrs. Wyatt se cubría con un espeso velo; y cuando lo levantó, correspondiendo a mi reverencia, debo confesar que me quedé atónito.
La verdad es que no conseguía ver en Mrs. Wyatt una mujer de belleza absoluta. No era precisamente fea, pero, no obstante, creo que no estaba muy lejos de serlo. Vestía, pero, con un gusto exquisito, y no me cupo la menor duda de que había cautivado el corazón de mi amigo con los más perdurables dones del alma.
Volvieron mis anteriores disquisiciones. No existía el sirviente, esto era un punto resuelto. Observé, sin embargo, si el equipaje delataba exceso. Después de algún retraso, llegó al muelle una carreta, con una caja de pino de forma oblonga, que tal parecía ser lo único esperado. Inmediatamente después de su llegada zarpamos y en poco tiempo nos encontrábamos seguros pasando la barrera y navegando en mar abierto. La caja en cuestión era - como ya dije- oblonga. Tendría unos seis pies de largo por dos y medio de ancho. La observé con atención, pues deseo ser preciso. Su forma no dejaba de ser mu peculiar; y no bien la vi, tuve que dar buen crédito a mis propias y bien fundadas conjeturas. Recordamos que había llegado a la conclusión de que el equipaje extra de mi amigo consistía en cuadros, o, al menos en un cuadro.
Una cosa - sin embargo - no dejaba de confundirme. La caja no fue a parar al camarote sobrante. Fue depositada en el de Wyatt; y ahí permaneció ocupando casi toda la parte del piso, sin duda, para la extremada incomodidad del artista y su mujer. Las grandes letras que ostentaba la tapa decían: "Mrs. Adelaide Curtis, Albany, New York. A cargo de Mr. Cornelius Wyatt. Manéjese con cuidado".
En los primeros días tuvimos buen tiempo. En consecuencia, los pasajeros estaban de excelente humor, dispuestos a mostrarse muy expansivos. Debo hacer una excepción, sin embargo; Wyatt y sus hermanas, que se comportaron con afecto, si es que no descorteses, hacia el resto del pasaje. La conducta de Wyatt no me llamaba la atención. Estaba melancólico, más allá de su modo acostumbrado, aunque no eran para mí novedad sus excentricidades. Pero, en cuanto a las hermanas, no podía excusarlas. Se recluyeron en sus camarotes durante la mayor parte de la travesía.
En cambio, Mrs. Wyatt se mostró mucho más agradable. Hablaba por los codos. Se mostró excesivamente familiar con la mayoría de las señoras, y no disimuló una decidida inclinación para coquetear con los caballeros. Nos divirtió mucho a todos. Y digo divirtió, y difícilmente podría explicarme. La verdad es que muy pronto me di cuenta de que se reían más de ella que con ella. Las señoras no tardaron mucho en describirla !una buena persona, de semblante más bien corriente, sin educación ninguna y decididamente vulgar". Lo grande era cómo Wyatt había sido atrapado en una unión.
Hubiera podido pensarse en razones de fortuna, pero yo sabía que éstas no fueron el motivo, pues Wyatt me contó que ella no aportó ni un céntimo, "se había casado por amor" - me dijo.
Cuando pensaba en estas expresiones de mi amigo, debo confesar que me sentí confundido.
Concluí, de acuerdo con lo que había visto y oído, que algún inexplicable juego del destino, o un arranque de entusiasmo, indujo al artista a unirse con una persona muy inferior a él, y que tuvo, como natural resultado, una completa repugnancia.
Un día subió al puente, y echamos a andar arriba y abajo sobre cubierta. Su melancolía, sin embargo, parecía sin visos de poder ser dominada. No habló casi y cuando lo hizo fue a regañadientes y con visible esfuerzo. Me aventuré a gastarle algunas bromas que sólo le merecieron la penosa sombra de su sonrisa. Decidí llegar al fondo de la situación. Me determiné a iniciar una serie de encubiertas insinuaciones o indirectas acerca de la caja oblonga. Así, aludí a algo relativo a la "peculiar forma de esa caja"; y le hice una sonrisa de "tú me entiendes", guiñándole un ojo.
El modo con que Wyatt recibió esa observación me convenció en el acto de que estaba loco. Empezó por mirarme como si le resultara imposible entender de que hablaba yo en broma; más, a medida que se abría paso lentamente en su cerebro lo que le había dicho, sus ojos parecían querer salirse de sus órbitas. Se puso rojo, después horriblemente pálido, y como si lo que yo le hubiera dicho le hubiera hecho mucha gracia, estalló en carcajadas, fuertes, estruendosas, que ante mi asombro se prolongaron con creciente vigor por diez o más minutos. Por fin se desplomó pesadamente tan largo era sobre la cubierta.
Ocurrieron varias circunstancias inmediatamente después del trance de Wyatt, que contribuyeron a aumentar la curiosidad que ya se había posesionado de mí. Entre otras, ésta: había estado muy nervioso - bebiendo en exceso té verde demasiado fuerte, y durmiendo mal en las noches -, en rigor había pasado dos noches en claro. Mi litera estaba situada de tal manera que cuando tenía abierta la puerta corrediza ( y mi puerta siempre estaba abierta a causa del calor), podía ver cómodamente desde ella, el salón posterior y también los camarotes de Mr. Wyatt. Pues bien, en el espacio de dos noches (no consecutivas), en que me encontraba despierto, vi con toda claridad a Mrs. Wyatt, sería siempre a eso de las once de la noche, salir cautelosamente del camarote de Mr. Wyatt y entrar en el camarote extra, donde permanecía hasta el alba cuando su esposo le llamaba para regresar junto a su camarote.
Otra circunstancia no dejó de intrigarme. Durante las dos noches de insomnio, e inmediatamente después de que Mrs. Wyatt se encerrara en el camarote extra, llamaron mi atención ciertos ruidos, cautelosos, amortiguados, que salían de su camarote. Después de oírlos durante algún tiempo con suma atención, pude, por fin, conocer perfectamente su causa. Eran producidos por el artista al abrir la caja con escoplo y martillo, éste forrado, sin duda, para amortiguar golpes, con un trapo de lana o algodón.
Después seguía un silencio de muerte, y no se oía nada más hasta que empezaba a romper el día; si no fueran  - quizá, si vale la pena mencionarlo - apagados sollozos o sordos murmullos, mas tan apagados que casi eran inaudibles. Diría que se podrían parecer a unos sollozos o suspiros, pero quizá no sería ninguna de las dos cosas. Antes que amaneciera, en cada una de las dos noches mencionadas oí con toda claridad cómo Mr. Wyatt volvía a colocar la tapa de la caja oblonga y reclavar los clavos en sus respectivos agujeros con aquel martillo sordo. Una vez efectuado esto, salía de su camarote vestido del todo, y se dirigía al camarote extra para buscar a Mrs. Wyatt.
Llevábamos siete días en el mar, y después de haber pasado el cabo Hatteras nos asaltó un tempestuoso viento. Estábamos, no obstante, en condiciones de hacerle frente. Pero al término de cuarenta y ocho horas la tormenta convirtióse en huracán, quedándonos en la mima abertura de las olas, algunas enormes, de modo que la nave embarcó una tras otra. Este suceso nos hizo perder tres hombres y la despensa.
El huracán iba en aumento, y no se contemplaban señales de ceder. Al tercer día de la tormenta el palo de mesana se fue por la borda y el carpintero anunció cuatro pies de agua en la bodega. Todo era ahora confusión desesperada, y la vía de agua iba ganando terreno.
A la puesta de sol el temporal había cedido sensiblemente en violencia, y cuando el mar se volvió menos grueso, todavía abrigábamos esperanzas de salvarnos en los botes. A las ocho de la noche abriéronse las nubes y tuvimos a nuestro favor una luna llena. Después de increíbles trabajos conseguimos al fin echar la lancha grande al agua sin averías y en ella se apretujó la totalidad de la tripulación y la mayor parte del pasaje. Alejáronse luego, y después de muchos sufrimientos llegaron sanos y salvos a tierra. Permanecimos a bordo catorce pasajeros con el capitán, resueltos a confiar nuestra fortuna con el botequín de popa. Lo arriamos sin dificultad, aunque fue sólo por un milagro el que no zozobrara al tocar el agua. Eramos, una vez a flote, el capitán y su mujer, Mr. Wyatt y familia, un oficial, esposa, cuatro niños, y yo mismo, con un criado negro.
No contábamos, claro, con más espacio, excepto para unos cuantos instrumentos indispensables, algunas provisiones y la ropa que llevábamos puesta. Nadie había pensado siquiera en salvar otras cosas. Cuál no sería entonces nuestro estupor cuando Mr. Wyatt exigió fríamente el capitán Hardy que el bote regresara al barco para llevarnos la caja oblonga. "Siéntese, Mr. Wyatt - replicó el capitán, con cierta severidad -, nos hará usted zozobrar si no se está quieto. ¡La borda está al nivel del agua!" "¡La caja!"" - vociferaba Mr. Wyatt, aún en pie -. ¡La caja he dicho! ¡Capitán Hardy, no puede negarse! Su peso es una nadería. ¡Le imploro que regresemos a buscar la caja!
El capitán se limitó a decir: "Mr. Wyatt, está usted loco. No puedo escucharle. ¡Le repito que se siente o hará zozobrar el bote! ¡Ea, sujetadlo, agárrenlo...,va a saltar al agua! ¡Ya lo ha hecho!"
Así fue; apenas dijo el capitán estas palabras, Mr. Wyatt se había arrojado al agua, y como todavía estábamos al abrigo del buque, logró, con un esfuerzo sobrehumano, asirse a un cabo que colgaba a proa. Un instante después se encontraba a bordo y corría hacia los camarotes.
A la distancia que nos encontrábamos del buque, que rápidamente se iba a pique, vimos que el loco emergía de la escalera de la cámara y que con fuerzas gigantescas arrastraba la caja oblonga. Mientras le veíamos estupefactos, le dio varias vueltas a la caja con una cuerda, primero, y después alrededor de su cuerpo. En un momento más, él y la caja se hallaban en el agua, despareciendo al instante, de una vez y para siempre. Dejamos, por un rato, de remar, absortos, tristes, con los ojos fijos en el escenario de los hechos. Finalmente, me arriesgué a hacer una pregunta: "¿Observó usted, capitán, cómo se hundieron inmediatamente? ¿No es sumamente singular?"
"¡Claro que se hundió! -replicó el capitán -. Volverán a subir a la superficie, pero no antes de que se haya disuelto la sal. 
"¡La sal!" exclamé.
Llegamos al fin a tierra, más muertos que vivos, después de cuatro días de intensos sufrimientos.
Cerca de un mes después de la pérdida del Independence, me ocurrió encontrar al capitán Hardy en Broadway.
Nuestra conversación versó sobre el desastre, y, en especial, sobre el pobre Wyatt. Y he aquí las particularidades de que me enteré.
El artista había tomado pasaje para él, su esposa, dos hermanas, y un sirviente. Su mujer era, sin duda, tal como él la había descrito, la más adorable y cultivada de las mujeres. En la mañana del 14 de junio (el mismo día en que yo visité el barco por primera vez), la señora enfermó de forma repentina y falleció. El joven esposo estaba enloquecido de dolor, mas circunstancias imperiosas impedíanle aplazar su viaje a Nueva York. Era necesario que llevara los restos a la madre de su esposa, y, por otra parte, sabía del prejuicio tan generalizado para hacerlo abiertamente. Nueve de cada diez pasajeros habrían abandonado el barco antes de tomar pasaje en uno que llevaba un cadáver. Ante semejante dilema, el capitán Hardy hizo los arreglos con tal de que el cuerpo fuera parcialmente embalsamado y cubierto con una gran cantidad de sal dentro de una caja de dimensiones normales, y subida a bordo como si fuera una mercancía. Nada se diría del fallecimiento de la señora, pero como era bien conocido que Mr. Wyatt había tomado pasaje para su mujer, fue necesario encontrar a alguna persona que pudiera representarla durante el viaje. La doncella de la finada fue fácilmente convencida de que tomara su papel. El camarote extra tomado para la que fuera camarera de la señora mientras vivió no fue, naturalmente, cancelado. En ese camarote la seudoesposa dormía, por supuesto, todas las noches. Durante el día representaba, en la medida de su habilidad, el papel de quien fue su ama, ante los pasajeros de a bordo, pues ninguno la conocía. Mi error nació de mi mismo temperamento, negligente en demasía y excesivamente inquisidor e impulsivo. Y desde entonces es cosa rara que pueda dormir de noche a pierna suelta. Por vueltas que dé de un lado a otro, siempre hay un rostro que me turba. Y oigo una risa histérica, que resonará siempre en mis oídos.

El tesoro escondido (Gran Bretaña)

 Un campesino muy pobre soñó durante tres noches seguidas que debajo de una roca, cerca de su casa, estaba enterrado un tesoro. En aquel sue...