viernes, 14 de septiembre de 2012

No somos novios

Comprendes, ¿verdad, Nicolás?
Nicolás no lo comprendía. Se sentía algo así como herido o lastimado profundamente. 
Miró al frente. Por aquella parte de la Plaza Mayor paseaban las chicas. Las amigas de su hermana, aún solteras, muchas chicas con las cuales él se divertía en los clubs y salas de fiestas.
- No te entiendo, Marta. ¿Quieres ser más clara? - se impacientó.
- Llevamos siete años saliendo juntos.
- Bueno, bueno...¿y qué?
- ¿Por qué lo hacemos?
- ¡Caray! - rezongó Nicolás -. Simplemente porque somos buenos amigos. Porque nos entendemos bien. ¿Te falté el respeto alguna vez? Di. ¿Te falté en algo?
- No, es cierto. Pero...tú terminaste la carrera. Dicen por el pueblo que te vas uno de estos días a ocupar tu puesto en el ministerio, en Madrid.
- No me iré hasta dentro de unos meses - refunfuñó Nicolás molestísimo -. Te escribiré desde allá.
- no.
- ¿No?
- No quiero que me escribas. Lo nuestro acaba hoy. Se hallaban en la terraza de una cafetería. Marta Pineda, estaba preciosa aquella tarde de sol, casi etérea. Al menos, Nicolás la veía así.
- No pretendo ofenderte, Nicolás - siguió diciendo Marta con su abrumadora humanidad -. Ni te digo que nuestra amistad acabó aquí. Siempre tendré un buen recuerdo tuyo. Pero sigo pensando que es hora de poner punto final a unas relaciones de este tipo.
- ¿No somos buenos amigos? Yo te cuento todo lo que hago. Tenías diecisiete años cuando empecé a contártelo. Eras, de todas las chicas del pueblo, la que más merecía mi confianza. Empezamos a escribirnos, y mientras estuve estudiando, lo hacía semanalmente. Más tarde, cuando venía de vacaciones...te acompañaba a todas partes.
- Ninguna de esas chicas que ves paseando por la Plaza Mayor piensan - dijo Marta ahogadamente - que te vas a casar conmigo. Yo tampoco. Ellas me dejaron el campo libre porque pensaron que a la hora de buscar mujer, buscarías a una de ellas, no a la hija del alguacil del pueblo.
- ¡Marta!
- ¿No es así?
- Jamás se me pasó por la mente casarme contigo.
- Por eso mismo te digo que se acabó. Podemos seguir nuestra amistad, pero...no saldremos solos nunca más. Ahora tengo que irme. Tengo que dar una clase de matemáticas.
- Marta...
- No, Nicolás. Es mejor así.
- ¿Así? ¿Cómo?
- Separarnos ahora. Sin preguntarnos nada más. Sin ofendernos. Sin menospreciarnos.
Nicolás quedó con la copa en la mano, más triste que furioso.
- Para ya con tus paseos, Nicolás - chilló Daniela enojada -. Hace más de una hora que estás dando vueltas como un león.
- ¿Qué piensas tú de todo lo que te conté?
- Lo que tengo que pensar y nada más. Tiene razón Marta. Te ha llegado la hora de formalizar. A ti te gusta el hogar. Lo lógico es que te cases y tengas hijos, ¿no?
- Si, eso sí. Pero...¿por qué Marta me echa de su lado en el momento que más la necesito?
- Hace siete años que vas con ella cuando estás en el pueblo. Has más de siete años que la escribes, y ella te contesta. Y ahora le participas de tu viaje a Madrid y te quedas tan campante.
- Bueno, bueno. ¿Y qué? ¿No es normal?
- Una pregunta, Nico.
- Hazla.
- ¿Amas a otra mujer?
Nicolás abrió sus negros ojos.
Tenía treinta años, la carrera de económicas terminada y un puesto de trabajo ganado a pulso. La idea de amar a otra mujer no le pasó por la mente.
Era alto y moreno, de ojos negros. Abiertos desmesuradamente en aquel preciso instante.
- Claro que no - refunfuñó. 
- ¿Supones que Marta puede estar toda la vida pendiente de lo que tú decidas?
- ¿Pendiente de qué?
- De ti. No es una chica pudiente. Su madre es bordadora, y su padre, alguacil. Ella estudió a base de esfuerzos. Quizá para equipararse un poco a ti.
- Sigo sin entender.
- Marta está enamorada de ti, Nico, ¿eres idiota?
- ¿Enamorada de mi? ¿Y por qué? Jamás en nuestras cartas mediaron frases amorosas. Ni una, puedo jurarlo. Jamás le dije que la amaba.
- ¿Y la amas?
- No lo sé - dijo sordamente -. Me duele que me haya dicho eso. Lo nuestro se acabó.
- Soy mujer - exclamó su hermana ., y actuaría igual si me encontrara en el lugar de Marta. Ahora, ¿quieres dejarme, Nico? Tengo muchas cosas que hacer.
- Estas triste, Marta.
Marta levantó los ojos de la revista que leía.
- ¿Y papá?
- Se ha ido a la cama. Yo voy a terminar esta labor.
- Dame que te ayude.
- No, no. vete a tu cuarto. Pero dime: ¿te ocurrió algo?
- Le he dicho a Nicolás...lo que te dije ayer...
- No sé si has hecho bien.
- Lo hice.
- Pero, Marta, tanto como le quieres.
- ¿Es que por cariño hacia él voy a estar soportando que me cuente todo lo que hace con otras chicas? Es...demasiado cruel, mamá.
- Tal vez a la hora de casarse te prefiera a ti.
- ¡Qué va a preferirme!
Sonó el teléfono en aquel instante.
- ¿Quién puede ser? - preguntó la madre -. Ponte tú. Si preguntan por tu padre, di que ya se acostó.
- Diga.
- Buenas noches, Marta.
¡Aquella voz!
- Buenas, Nicolás.
- Oye, Marta. He pensado bien en lo que me has dicho esta tarde. ¿Puedo preguntarte una cosa?
- Bueno.
- ¿Por qué?
- ¿Por qué...qué?
- ¿Por qué lo hiciste?
Marta se mordió los labios. Era rubia, esbelta, tenía veintitrés años y resultaba de una sensatez indescriptible.
- ¿Me oyes, Marta?
- Sí.
- ¿Por qué?
- ¿No es lo mejor?
- ¿Para ti o para mí?
- Para los dos. Tú eres libre de elegir tu camino.
- ¿Y tú?
- ¿Yo?
- Sí. ¿Qué camino vas a elegir?
- No sé. Ya veremos.
- Yo era feliz saliendo contigo, contándotelo todo.
Marta abatió los párpados. Tenía unos ojos azules inmensos, de un azul oscuro y a la vez transparente.
- Di, Marta, ¿tú no eres feliz escuchándome?
- Es posible.
- Tiene que haber una razón.
- ¿Otra vez, Nico? Ya te dije...
- Tendrás que decírmelo mañana. A las doce, en la playa. ¿Te parece bien en nuestro rincón de siempre? 
No quería.
Pero... ¿podría evitarlo?
Ella era una chica valiente, y cuanto más sincera fuese, mejor. Era su lema.
- Está bien - decidió -. A las doce.

No esperaba encontrar a Daniela en aquel momento.
- Marta.
- Buenos días, Daniela.
- Oye, Marta, aunque no charlamos mucho en el transcurso de estos años, yo siempre supe que estabas aquí y me gustaba verte, primero saliendo y entrando en el instituto y luego dando clases.
Marta no respondió. Sonrió tan sólo.
- ¿Sabes una cosa? Yo, en tu lugar, sería sincera.
Marta se estremeció. Pensaba serlo, pero no imaginó siquiera que Dani desease que lo fuera.
- Sincera...,¿en qué sentido?
- Nicolás estuvo ayer en casa. Se conoce que le dolió tu decisión. Él no lo sabe, pero me parece que está enamorado de ti.
- No lo creas, Dani.
- Estoy segura. Dile que le dejas así, porque tú estás enamorada de él y no quieres perder el tiempo.
Marta se encogió un poco.
- ¿Enamorada de él?
- ¿No lo estás?
- Pero...a ti...¿quién te lo dijo? - se estremeció.
- Ninguna mujer soporta a un hombre tantos años, si no le ama firmemente. No te olvides que también soy mujer. Con más experiencia que tú, te digo que le hables bien claro porque corres el peligro de poner punto y final a estas relaciones.

Bajó la cabeza. Dani le puso la mano en el hombro.
- Sé valiente. Marta, como lo fuiste para soportarlo tantos años.
- Nunca se casará conmigo. Él cree que yo tengo el deber de escuchar todas sus...confidencias.
- Deja de escucharlas y cambia de táctica.
- Es lo que estoy haciendo - cortó -. El se va. Y no habrá más cartas.
- ¿Estás llorando?
Marta sacudió la cabeza y salió huyendo.
Dani sonrió.
Conocía a su hermano. Nicolás era un sentimental. Sin duda, estaba enamorado de Marta.

Hacía un calor sofocante.
Marta cruzó el sendero que conducía a la playa, atravesó las escaleras paralelas a la terraza del Náutico, y bajó con parsimonia a la playa...
En la terraza hubo unas risitas en un nutrido grupo de muchachas muy modernas.
- Ahora tendrás que dejar de salir con Nicolás - dijo una -. El ya ha terminado la carrera. No necesita mascota.
- Se irá a Madrid, y nosotras lo veremos allí - rió otra -, Mientras que la pobrecita se quedará aquí para siempre bajando y subiendo escaleras.
Hubo una risa general.
Entretanto, Marta seguía atravesando la playa. A lo lejos, en una esquina, junto a las rocas, estaba su rinconcito.
¿Cuántas veces se vio allí, en el transcurso de aquellos años, con Nicolás?
- Marta - gritó Nicolás - estoy aquí.
Llegó a su lado y descolgó la bolsa de baño.
- Buenos días, Nicolás.
- ¿Sabes que estoy irritadísimo?
- ¿Por qué?
Descolgó la toalla y la extendió sobre la arena.
- ¿No traes traje de baño? - preguntó Nicolás.
- No pienso bañarme. Tengo clase a la una. Me iré tan pronto como hayamos hablado.
Espero terminar enseguida - dijo gravemente.
Se dejó caer en la arena y puso junto a sí las bolsas de baño y las sandalias.
- Sólo una pregunta, Marta. ¿Por qué hemos de destruir nuestra buena amistad?
- Es hora, ¿no?
- ¿Hora de qué?
- De poner las cartas boca arriba - y con la deliciosa sinceridad que la caracterizaba, añadió -: puedo continuar. Para ti sería estupendo. Para mí cada día más difícil.
- Habrá una razón.
- Siempre hay una razón cuando ocurre una cosa así. La hay. Estoy enamorada de ti, pero soy normal, humana y sensata. Me descomponen unas relaciones sin meta alguna. No puedo amarrarte a una amistad toda la vida. Ni yo la quiero.
- ¡Marta! - exclamó asombradísimo -. ¿Es posible que me ames?
- Sí.
Nicolás sintió la sensación estremecedora de que algo le hormigueaba en el cuerpo. Se tiró sobre la arena y alzó la cabeza para mirar a Marta firmemente.
- ¿Es posible, Marta?
- Lo es. ¿Te envanece eso mucho?
- No lo digas así.
Marta se puso en pie.
- Ya sabes lo que querías saber. Ahora me marcho.
- Pero...¿desde cuándo, Marta?
- No sé. Quizá desde siempre. Dese que empezaste a sacarme a bailar en los bailes de la plaza. O desde que me constaste la primera confidencia.
Nicolás no era capaz de moverse de la arena. Tan asombrado estaba...
- Marta, no te marches.
- Tengo que irme. Adiós, Nicolás.
- Aguarda...
- No.
Nicolás no se movió. Pensó que debía reflexionar sobre aquello.

Estuvo todo el día cohibida y atormentada.
A las nueve de la noche terminaba su última clase. Dejó la casas del juez y salió a la calle.
Fue allí mismo, en el portal de la casa del juez, cuando sintió pasos tras ella.
Se volvió.
- ¡Nicolás! - exclamó - ¿Qué haces aquí?
Nicolás no dijo nada. Nada en absoluto. Se acercó a ella, la asió del brazo y la acercó a su costado.
- ¿Qué haces? - se sofocó Marta.
- No sé. Tengo ganas de hacerlo - dijo Nicolás con una voz muy distinta -. Unas ganas locas. De repente...Buenos, no necesito decirte lo que me está pasando - y muy bajo, metiendo la cabeza bajo la de ella -: ¿quieres casarte conmigo? Tengo un piso en Madrid. Pensaba vivir solo. Pero hoy me entró un deseo loco de vivir contigo allí.
Marta iba a desvanecerse.
Nicolás la arrinconó y la besó largamente en la boca.
Martá lanzó un gemido.
- Yo también estoy enamorado de ti. Enamorado como un loco. No lo sabía. Ahora ya lo sé, ya lo sé...
- Nicolás...
- Ya lo sé, y no sabes qué gusto me da saberlo. Debí de estar ciego. No éramos novios y yo...Yo te consideraba mi novia. Te juro que sí...
Marta apretó su mano y caminó junto a él guardando un silencio emotivo...

lunes, 10 de septiembre de 2012

La lámpara mágica (India)

En un tiempo pasado vivía una viuda pobre que tenía un hijo guapo y distinguido. Un día llegó a su casa un mercader que venía de un lejano país, asegurando que era el hermano mayor de su difunto marido. La mujer le hospedó en su casa una temporada. Una mañana dijo a la mujer:
- Tu hijo y yo vamos a buscar flores de oro. Prepara un hatillo con comida. La viuda así lo hizo y partieron muy de mañana.
Después de haber caminado durante muchas horas, el joven, agotado, propuso a su tío descansar un rato. Pero éste se negó y le obligó a continuar andando. Poco  después, el mancebo volvió a pedir descanso; pero el tío, por toda contestación, le propinó un golpe. Prosiguieron el camino y, al llegar a un montecillo, el hombre ordenó a su sobrino que juntara un montón de leña. Cuando lo hubo preparado, le obligó a que soplara con todas sus fuerzas para encenderla.
El chico obedeció, pero no consiguió encender ni una sola rama. Cansado, preguntó a su tío:
- ¿Cómo voy a encender una leña sin fuego?
- Sopla, o te daré una buena paliza - contestó éste.
El muchacho continuó soplando y por fin la leña se encendió. Cuando el fuego se consumió apareció bajo las cenizas una abertura en la tierra, cubierta por una plancha de hierro. Y el hombre ordenó al chico que la levantara. Este lo intentó con todas sus fuerzas, pero no consiguió nada. Después de recibir un nuevo golpe, consiguió levantar la pesada plancha. Y ante sus ojos apareció una maravillosa cueva subterránea, iluminada por una lámpara y llena de flores de oro. El hombre mandó a su sobrino descender a la cueva y coger la lámpara y un buen puñado de flores de oro. El chico obedeció, pero cuando quiso subir no pudo porque iba muy cargado. El tío, desde arriba, gritaba furioso:
- ¡Sube como puedas!
- ¡Cógeme al menos las flores de oro! ¡No puedo subir yo solo con todo!
Pero el hombre, enfadado, dio una patada en el suelo y la cueva se cerró.
El muchacho quedó encerrado en la cueva. Un día que meditaba sobre su mala suerte con la lámpara entre las manos, sin darse cuenta la rozó con un anillo que llevaba y apareció un pequeño genio ante él.
- Pide lo que quieras y lo tendrás - dijo el duende.
- ¡Quiero salir de esta cueva enseguida!
Y la cueva se abrió y el joven partió feliz junto a su madre, con la lámpara en las manos. En cuanto llegó a su casa, pidió de comer, pero la despensa estaba vacía. El muchacho se acordó de la lámpara y la rozó con su anillo, al instante aparecieron ante ellos todo tipo de manjares, y madre e hijo se hartaron de comer. Desde entonces ambos fueron felices, pues simplemente con rozar la lámpara con el anillo tenían todo lo que deseaban. El muchacho vio un día a la joven princesa salir de los baños. Como era muy hermosa se enamoró apasionadamente de ella y suplicó a su madre que fuera a hablar con el rajá para pedir su mano. Y así la madre pidió audiencia en palacio y rogó para su hijo la mano de la joven princesa. El rajá respondió que accedería si su hijo aportaba más dinero que el que había en las arcas reales. Cuando el muchacho supo las condiciones, pidió al genio el dinero y mandó llevarlo al palacio del rajá. Éste, sorprendido por tanta riqueza, pidió, además, que construyeran para su hija un magnífico palacio, según lo exigían la categoría y el rango de la bella princesa.
El joven frotó la lámpara con el anillo y el genio, en una sola noche, construyó el palacio. Finalmente se celebró un gran fiesta para celebrar la boda.
Pasó el tiempo. El rajá y su yerno acostumbraban a ir de caza. Una mañana en que ambos habían salido temprano hacia el bosque, se presentó en palacio un hombre que deseaba ver a la princesa, llevando en sus manos una lámpara vieja.
- Buenos días, princesa. Quisiera cambiar esta bonita lámpara por alguna vieja que tengáis arrinconada.
La princesa no conocía las maravillosas cualidades de la lámpara de su marido y se la entregó al hombre, que no era otra que el malvado tío de éste. En cuanto la tuvo en su poder la frotó con la mano y dijo:
- ¡Transporta este palacio, con todo lo que hay en él, a mi país!
El rajá, enfurecido al descubrir la desaparición de la princesa y el palacio, dio un plazo de trece días al joven para devolverle a su hija; si no lo lograba, moriría.
El último día del plazo, el joven, tumbado en una roca, pensaba en su mala suerte cuando al rozar la piedra con su anillo apareció un genio, y el chico dijo:
- He perdido a mi esposa y mi palacio. Si sabes dónde están, llévame allí.
El genio le condujo a las puertas del palacio, donde el joven tomó la forma de un perro, y entró en él. Allí descubrió a su mujer llorando y, después de consolarla, le preguntó por la lámpara.
- Tu tío la lleva siempre colgada del cuello y no deja que nadie la toque.
Después de pensar mucho en una solución, la princesa se comprometió a deshacerse del hombre. Y por la noche, puso veneno en el arroz de la cena. El tío se lo comió con avidez y murió al instante. Entonces, el joven le quitó la lámpara y la frotó con su anillo.
- ¡Transporta el palacio, a mi esposa y a mí al país del rajá ahora mismo!
El palacio y sus moradores volvieron al lugar primitivo. Y el rajá entregó la mitad de su reino a su yerno, y ambos gobernaron en paz hasta el fin de sus días.

"Las mil y una noches"

viernes, 7 de septiembre de 2012

Papá no tenía razón

Me llamo Bárbara Silvela. Vivo en una ciudad pequeña. Pertenezco a la mejor sociedad de esta ciudad. Soy lo que se dice una niña bien. Pero esto, a mí, la verdad, me tiene muy sin cuidado.
No tengo madre. Falleció cuando yo había cumplido los ocho años. Hoy tengo diecisiete.
Me educaron en un colegio muy elegante, muy caro, muy para niñas como yo...Papá, a los cuatro años de haber muerto mamá, se casó con una viuda llamada Irene. Yo no tenía nada contra Irene. Parecía hacer feliz a papá, a mi me trataba con consideración; me respetaba como hija de su marido, pero nada más.
Irene tenía un hijo llamado Ricardo Salazar, cuatro años mayor que yo.
Ricardo estudiaba primero de arquitectura. Siempre nos llevamos bien. No lo consideraba un hermano pero sí un buen amigo. No he dicho nada del socio de papá.
Por que si escribo esto, la culpa la tiene ese socio de papá y su hijo. Es decir, Santiago Acuña. Un chico de veinticinco años que, según papá, me quiere mucho.

¿Os cuento cómo empezó todo?
Irene me dijo aquella mañana:
- Bárbara, tu padre te espera en el despacho.
¿Ya dije cómo era Ricardo?
Un empollón. Jamás tuvo un suspenso. Terminó el bachiller a los diecisiete años. A los dieciocho se fue a estudiar arquitectura. Fue cuando falló un poco, pero eso ya todos lo teníamos previsto. El ingreso en la escuela es duro y Ricardo no es un cerebro privilegiado.
Total, que a los veintiún años estudiaba el segundo, o por lo menos, entraba en él, pues cuando escribo esto estamos en pleno verano y Ricardo está aquí, en la ciudad, en casa de mi padre, estudiando muchas horas al día para enfrentarse al próximo curso. Me desvié de la cuestión. Estaba diciendo que Irene me advirtió que papá me esperaba en el despacho, y yo, mirándola asombrada, le pregunté:
- ¿Qué desea papá? ¿Es que se siente mal?
- No lo sé. Ha llamado por el teléfono interior y me pidió que te buscara y te enviara a su despacho.
- ¡Qué raro!
Me alcé de hombros y me dirigí al despacho de papá.
- ¿Adónde vas tan apurada? - me dijo.
Yo le miré. Me gustaba mirar a Ricardo. Era muy alto, delgado. Llevaba el pelo largo, sin exageración. Con esa pelusilla en la nuca que gusta tanto a las chicas. Lo peor es que usaba lentes que, lejos de restarle atractivo, se lo aumentaban. Siempre iba vestido de sport. No es que a mí me gustase Ricar, pero a su lado respiraba mejor, como si él tuviera un sedante para mis nervios.
- Me llamó papá a su despacho. ¿Qué crees que puede desear de mí?
- No tengo ni idea.
- ¿Qué vas a hacer ahora?
Pareces dispuesto a salir.
- Te estaba esperando por si quieres venir a la playa. Me gustaría ir con él. Las amigas andaban locas por una sonrisa de Ricardo.
¡Qué tontería! ¿verdad? A mí, Ricardo me sonreía todos los días y no me envanecía por ello. Pero es que mis amigas andaban locas por él, pero Ricardo no se ponía a tiro. Se pasaba el día estudiando y sólo salía un rato por la mañana y otro por la tarde. Era lo que más le censuraba. Su forma de devanarse los sesos estudiando.
- Iré después de  hablar con papá.
- Te espero en el jardín.
- De acuerdo.
- Voy a sacar el auto del garaje.
No he dicho aún que Ricardo era un hombre rico. Heredó de su padre, y su madre tuvo el acierto de no tocar su fortuna. Eso bueno tenía Irene, aunque yo no sintiera por ella una gran simpatía.
- Tengo que hablarte muy en serio - me dijo papá -. Se trata de tu porvenir.
Era una novedad. Papá preocupándose de mi porvenir. Por si las moscas, me puse en guardia.
- Tú dirás. ¿Qué tiene mi porvenir que no sea el de cualquier chica de mi edad?
- Mucho. Tú sabes que soy socio de Acuña.
- Claro.
- ¿Sabes que el hijo de mi socio está enamorado de tí? ¿Santiaguín Acuña enamorado de tí? 
No me faltaba más que eso. Era horrible, repulsivo, odioso. No estudiaba. Empezó diez carreras y dijo después que ninguna le iba. Vestía siempre a la última, exagerando la nota hasta el máximo.
- Ni pensarlo - grité alteradísima -. Ni pensarlo, papá. 
¡Qué serio se puso el autor de mis días!
- Siéntate. Tienes que casarte con él.
- ¿Y me dices tú eso? Si jamás pudo terminar una carrera porque es un burro con orejotas. ¿Me pides que me case con un tipo embustero, vago y fanfarrón?
- ¡Basta!
Caramba, la cosa parecía en serio.
- Bárbara - añadió papá al rato, cuando yo quedé medio desvanecida, sin fuerzas para seguir gritando -, a mi me conviene. No necesita tener ninguna carrera. Su padre tiene bastante dinero. He recibido la visita de ambos. Vinieron a pedir tu mano, y si no te casas con él retirará su capital del negocio de fundición y yo me quedaré en la ruina.
- Pues lo siento, papá, pero yo no me vendo a un tipo de tan escasas cualidades.
- ¡Bárbara!
- Lo dicho.
Y me dirigí a la puerta.
- ¡Bárbara!
No valía que me llamase.
Salí del despacho sin mirar atrás y atravesé el vestíbulo antes de que pudiera salir detrás de mí, salvé la distancia que me separaba del coupé azul claro de Ricardo y le grité con histerismo:
- Al fin del mundo, si quieres. Arranca de una vez.
- ¿Qué te pasa?
- Arranca, te digo. Ya te contaré.

De repente me sentí a gusto junto a Ricardo. No sé qué tiene Ricardo. Una personalidad callada, pero a veces, sin hablar, parece que grita diciendo que está allí.
Deslizó la mano del volante y oprimió la mía con suavidad.
- Tranquila - me dijo con esa voz suya tan poderosa y tan suave a la vez -. Respira hondo, mira al frente y después cuéntame lo que te ocurre si te hace bien.
- Me quieren casar.
¡Cosa rara! Ricardo se quedó tan pancho. ¿Lo sabía? Se lo pregunté a gritos:
- ¿Es que lo sabes?
- ¿Qué te quieren casar con el socio de tu padre? Claro. Me lo dijo mamá.
- ¿y qué dices tú?
- Que no lo harás.
- ¿No? ¿y en qué basas esa opinión?
- En que tienes énfasis.
- ¿En qué?
- Fuerza en tu corazón, fuerza en tu voz, fuerza en tu alma, fuerza en tu dignidad...
- ¿y de qué me sirve?
- Empléala para eso.
Soltó mis dedos; yo, cosa extraña, me quedé como vacía. Aquel contacto de los dedos de Ricardo me hacía bien. ¿Estaría enamorada de Ricardo?
- Olvida ese asunto - me dijo Ricardo cuando llegábamos al Tenis Club -. No se lo digas a nadie.
- ¿Y si me encuentro con Santiaguito?
- Si a mí me llamaseis Ricardito, os mataba a todas.
La pandilla vino corriendo a nuestro encuentro y yo, la verdad, me olvidé de Santiaguito.

Papá me estaba esperando, con cara de juez.
También estaba Irene, que, en aquel instante, es la verdad, me parecía una madre dispuesta a defender la felicidad de su hija. ¡Si sería tonta! Creo que sentí unos enormes deseos de llorar. Cuando entré, Irene vino a mi lado.
- Querida, tranquilízate, tu padre puede rectificar.
- Nada de eso - gritaba como un energúmeno -. Nada de eso. Toda mi fortuna depende de que ella se case con Santiago Acuña. ¿Sabes lo que supone la ruina? Pues así me quedaré yo.
- Y para evitarlo me vas a vender a mí - grité.
- Tú te callas. Harás lo que yo te diga.
- No tienes derecho - saltó Irene.
¡La adoré en aquel instante!
Papá la miró furioso.
- Cállate, Irene. Esto es cosa de mi hija y yo.
No quise saber más.
Eché a correr gritando como una loca. Y no paré hasta llegar al cuarto de Ricardo. Le encontré estudiando. Estaba en mangas de camisa, con el pantalón arremangado y descalzo. Al verme entrar se turbó y empezó a buscar los zapatos y a bajarse los pantalones.
- Perdona, Bárbara - decía todo alterado -. No sabía que ibas a entrar así...Hace tanto calor.
- Pero si estás saladísimo - dije yo, olvidándome un poco del asunto de papá-.  Pareces un bravo pescador, Ricardo. ¿Sabes qué dicen mis amigas? Que estás como un tren y todas quieren ligar contigo.
Creo que se puso coloradísimo. Tan aturdido, buscando la chaqueta, que no encontró, y terminó por quedarse inmóvil, mirándome inquisidoramente.
- ¿Sabes a lo que vengo?
- No - dijo todo desconcertado.
- A pedirte un favor.
- ¿Qué puedo hacer por ti?
- Escaparte conmigo.
- ¡Estás loca!
- Papá insiste en casarme, y yo creo que estoy enamorada de ti.
- ¡Bárbara!
- He dicho una necedad.
Ricardo se pasó los dedos por la frente, nerviosamente.
- No se puede jugar con estas cosas - dijo sentencioso, muchísimo más aturdido que antes.
- Si no me caso con Santiaguito - dije empezando también a sentirme turbadísima ., papá asegura que se queda en la ruina, pero a pesar de ello no pienso venderme.
- Hablaré con tu padre.
Pasó delante de mí como una exhalación.
Lo sentí hombre. Ya no era el crío que me ayudaba a buscar nidos por el jardín. Ni el amigo del alma que me llevaba por las noches a las fiestas de los amigos. Me pareció madura y firme en sus convicciones. ¡Le admiré más y me dio vergüenza haberle dicho que casi estaba enamorada de él! Nunca me gustó escuchar, pero aquel día, no sé por qué, seguí a Ricardo y me quedé como clavada detrás de la puerta.
- No vengas tú en defensa de Bárbara. No tengo más remedio que casarla con Santiago Acuña. Ellos me lo exigen así. De lo contrario retirarán su capital.
- Tienes mi capital para compensar el de ellos.
- ¿El tuyo? ¿Crees que lo voy a aceptar?
- Esteban - decía Irene -, no tienes más remedio. Además, es hora de que lo sepas, Ricardo está enamorado de tu hija.
- ¿Cómo?
- Sí - dijo Ricardo con una voz que me estremeció de pies a cabeza -. No pienso casarme con ella hasta que no termine la carrera, pero te pido permiso para considerarla mi novia.
Sé que eché a correr y no paré hasta llegar a la alcoba de Ricardo. Allí estuve hasta que él entró.
- ¿No estabas escuchando? - preguntó riendo.
- Pero me asusté - dije yo como una tonta.
Ricardo avanzó hacia mí. ¡Estaba tan emocionada!
- Bárbara - dijo, agarrándome una mano -, yo lo sabía, ¿entiendes?
- Saber...¿qué?
- Que estabas enamorada de mí.
- Oh.
- ¿Tú no lo sabías?
- Yo... - ¿no iba a echarme a llorar como una tonta?
Irene entró en aquel instante y papá detrás.
Yo no sabía dónde meterme. ¡Me daba una vergüenza!
- Bárbara - dijo papá con una voz temblona que nunca aprecié en él - Ricardo acaba de pedirme tu mano. Se la he concedido. ¿Hice bien o mal?
Yo no podía contestar.
Entonces vino Irene hacia mí. Me eché en sus brazos como una criatura desvalida. ¡Lloré apoyada mi cabeza en su pecho sin decir palabra!

Ha transcurrido mucho tiempo. Los Acuña, en efecto, retiraron su capital. Ricardo, prestó el suyo, y la fundición, lejos de arruinarse, subió más.
Me carteaba con Ricardo todos los días. Ni un dejaba. ¡Estaba tan loca por él!
Nunca suspendía ninguna materia porque yo, la verdad, le tenía una vela puesta a la Virgen de Begoña. Cada vez que regresaba a pasar las vacaciones, nos divertíamos como enanos.
¡Nos queríamos con locura!
Ricardo me decía a veces:
- Niña, que nos ven.
Y es que yo, por quererlo tanto, era una empalagosa. Pero él no se quedaba atrás ¿eh? Lo pasábamos los dos bárbaro. Nos casamos cuando Ricardo terminó la carrera, y como él deseaba conocer Irlanda, nos fuimos en viaje de novios.
- ¡Ay, de tan feliz como soy me da miedo morirme! Pero...¿por qué voy a morirme? Ricardo dice que tengo que vivir eternamente.

lunes, 3 de septiembre de 2012

La historia del laúd (China)

En el siglo II antes de J.C., vivía en la corte de Tsin un célebre letrado llamado Yu Choei, aunque sus amigos le llamaban Po-yu. Una vez, fue enviado como embajador a la corte de Tsou, ciudad en la que había nacido. Además de cumplir sus deberes con la corte, aprovechó la ocasión para visitar las tumbas de sus antepasados y saludar a todos sus parientes y amigos. Al despedirse, el rey Tsou le regaló un precioso laúd y puso a su disposición un velero, para evitar el regreso por tierra, siempre penoso y mucho más largo. Po-Yu embarcó rodeado de amigos y altos dignatarios de la corte de Tsou, que habían ido a despedirle. A los pocos días de travesía llegaron a la desembocadura del río Han-Yang. Era mediados de otoño y la luna brillaba sobre la montaña. La embarcación, anclada al pie de una de ellas, estaba en la sombra. Po-Yu se instaló en cubierta, mandó a unos de los criados colocar el laúd sobre la mesa y quemar un poco de incienso. Luego cogió el instrumento, lo afinó y comenzó a tocar. De repente, una de las cuerdas se rompió. Po-Yu sabía que eso quería decir que había alguien escuchando en las cercanías. Dio orden de que los marineros desembarcaran y recorrieran los alrededores. De pronto se escuchó una voz que venía de tierra:
- Soy un leñador que vuelvo al trabajo. Pero al escuchar esa música tan maravillosa me he detenido.
A Po-Yu no le disgustó la respuesta y preguntó al desconocido si sabía cuál era la bonita canción que había comenzado a tocar.
- Sí - respondió -, era el lamento de Confucio a la muerte de su querido discípulo Yen-Wei.
El leñador subió a cubierta. Po-Yu se había propuesto averiguar hasta dónde llegaba la sabiduría del joven leñador y le preguntó si conocía la historia del laúd. El leñador fue invitado a tomar asiento y comenzó a hablar: 
"Fo-Hsi, el príncipe legendario que descubrió el fuego, vio una vez caer sobre las ramas de un plátano chispas de cinco planetas; otra día vio varias aves fenix columpiándose en sus ramas; entonces comprendió que la madera del plátano contenía la esencia del universo y, por tanto, era la madera ideal para fabricar un instrumento musical. Mandó talar uno de aquellos árboles y partirlo en tres: el trozo del cielo, el trozo de la tierra y el trozo del hombre. El primero dio un sonido excesivamente claro y ligero; el segundo resultaba demasiado grave. Sólo el del centro, el de la tierra, armonizaba todos los matices, y por eso fue elegido. Se le tuvo sumergido en la corriente del río setenta y dos días y luego se puso a secar a la sombra. El príncipe Fo-Hsi esperó a que llegara un día de buen augurio, entonces encargó al artífice más hábil de la región que convirtiera aquel trozo de madera en un laúd. El instrumento medía de largo tres pies, seis pulgadas y un décimo, correspondientes a los 361 grados de la circunferencia celeste. Medía ocho pulgadas de ancho, en un extremo, y cuatro en el otro, en recuerdo de las cuatro estaciones y de las ocho fiestas del año, respectivamente. Su grosor era de dos pulgadas, para simbolizar la dualidad de la Luna y el Sol. Sus doce teclas simbolizaban las doce lunas del año, y una tecla aislada representaba la luna que se interpolariza en los calendarios. Sus cinco cuerdas eran los cinco elementos del universo: agua, fuego, madera, metal y tierra, y correspondían a las cinco notas principales de la escala: kung, chan, kiao, tcheu, yo.
Con este laúd de cinco cuerdas - prosiguió el leñador - el emperador Soven conseguía mantener en paz a su pueblo. Cuando el príncipe Wen, su sucesor; fue hecho prisionero por sus enemigos, su propio hijo añadió una cuerda más para que cantara su tristeza: "la cuerda de Wen".
Y continuaba el leñador: "Hay cinco cosas nefastas para la música del laúd: el gran frío, el viento fuerte, la lluvia intensa, el trueno y la nieve. Hay siete condiciones en que está prohibido tocarlo: en caso de duelo, de agitación en la corte, de complicaciones en los negocios, de impureza en el cuerpo, de desorden en el vestido y en aquellos casos en que no se dispone de incienso o no hay un conocedor de la música para escucharla. Cuando las teclas del laúd se pulsan con suavidad, el sonido es tan dulce que los tigres se olvidan de rugir. Su música es la más perfecta y permite expresar hasta las más imperceptibles inclinaciones del corazón, y los pensamientos más escondidos.
Po-Yu, asombrado y entusiasmado, felicitó a su huésped. Durante muchas horas siguieron hablando. Cuando llegó el momento de levar el ancla, Po-Yu volvería a la desembocadura del río a reunirse con su amigo. Antes de desembarcar, Tseu-Tsi tuvo que aceptar como regalo dos lingotes de oro que le ofrecía su amigo.
Los meses fueron pasando lentamente, y llegó el otoño. Po-Yu pidió permiso al rey para ausentarse y volvió a la desembocadura del río para reunirse con su amigo. Mientras esperaba, Po-Yu sacó el laúd y se puso a tocar.
Apenas habían sonado los primeros compases, cuando notó en la segunda cuerda un sonido agudo y triste.
Enseguida pensó que le había ocurrido algo a su muy querido amigo.
Corrió en busca, y en un cruce de caminos vio acercarse un anciano apoyado en un bastón de leñador. Po-Yu le preguntó entonces si conocía a Tseu-Tsi, un joven leñador.
- Mi hijo acaba de morir. Hace un año un gran señor de la corte de Tsou le ofreció como regalo dos lingotes de oro. Con ellos, Tseu-Tsi se había comprado libros y había estudiado y leído tanto que, al fin, no pudo resistir el gran esfuerzo de aquel trabajo, que se añadía al de leñador, y murió.
Po-Yu se fue, cabizbajo, a la tumba de su amigo y dejó unas ofrendas sobre una mesita de piedra y dijo:
- Mi laúd muere contigo, no deseo volver a tocarlo.
Después de decir esto, cogió el laúd entre sus manos y lo golpeó fuertemente contra la mesita de ofrendas. Y el laúd voló, hecho mil pedazos por el aire.

Cuentos Chinos. Miraguano Ediciones. Madrid. 1987.

viernes, 31 de agosto de 2012

Luz para mis tinieblas

Se lo contaba todo a Joe Lorna, nuestra huésped. Era el único que teníamos, pues mamá, con la pensión que le quedó al morir papá y lo que pagaba el huésped por la comida, cama y lavado de ropa, opinaba que vivíamos estupendamente.
Recuerdo que tenía ocho años. Fue entonces cuando Joe Lorna vino, a raíz de un anuncio que mamá puso en el periódico.
Joe era representante de comercio. Entonces no me di cuenta de la importancia de su oficio como yo tenía sólo ocho años cuando él llegó a casa, le tomé mucho cariño. Crecí a su lado. Por eso me inspiró tantísima confianza.
Vivíamos en Canadá, en Ottawa, concretamente.
Joe viajaba frecuentemente a Montreal y Toronto. Alguna vez, llegaba a Mattawa y North Bay. Siempre esperé su regreso con ilusión, pues para nosotros era como uno más de la familia.
Yo tenía veinte años cuando empezó a cortejarme un chico. Había empezado la carrera de leyes, pero no pude terminar. Gané unas oposiciones en una escuela particular, de la cual era profesora.
Joe debía contar entonces treinta y cuatro años, pues tenía veintidós escasos cuando llegó a nuestra casa.
No sé por qué cuento todo esto. Tal vez se deba al desenlace, inesperado, sin duda, que surgió en mi vida afectiva.
Aquellos días, Joe Lorna se hallaba en cama, debido a un fuerte resfriado.
A mi salida del colegio y después de dar un paseo con Jim, me iba al cuarto de nuestro huésped a contárselo todo.
No me atrevía con mamá y, en cambio, me causaba placer desahogarme con Joe.
- ¿Qué tal esas relaciones? - me preguntó aquel día.
- Cállate - rogué -, te puede oír mamá.
- Algún día tendrás que decírselo.
- ¡No sé cuándo! ¿Estaré enamorada realmente, Joe? ¿Lo estuviste tú alguna vez? Joe emitió una risita.
Moreno, alto, fuerte...Representaba más años de los que tenía en realidad.
No es que tuviese la piel rugosa, ni que sus ojos pardos, muy penetrantes, parecieran cansados. Tal vez su madurez radicaba en la gravedad de su semblante.
Sin embargo, cosa rara (ahora ya no me lo parece), a mí me inspiraba más confianza que mamá.
- El primer amor es sólo una pequeña locura y un cúmulo de curiosidades.
- ¿Qué dices?
Me incliné sobre su lecho mirándole cuidadosamente.
- Sí. Eso pienso que es el primer amor. Pero esta definición no es mía, querida Liz, la hizo Shaw.
- Ah.
- Dime por qué piensas que no estás enamorada.
- No sé - casi me ruboricé -, debe ser porque no me siento del todo a gusto a su lado. Estoy siempre deseando regresar a casa. ¿No te parece raro?
Alargó la mano y asió mis dedos. Me los apretó un poco y luego me pidió en tono bajo:
- Dame un cigarrillo, anda. Olvídate ahora de Jim...
Se lo encendí y yo misma se lo puse en la boca.
- Ojalá que el día de tu boda - dijo Joe gravemente - pueda yo regalarte los anillos de compromiso.
- Tu representación de joyas - pregunté cándidamente -, ¿no te tienta a apoderarte de algo hermoso? 
- No soy ambicioso. Egoísta tal vez, pero no ambicioso. Mamá me llamaba desde alguna parte.
- Liz - dijo mamá -, ¿no crees que molestas a Joe? Está descansando. Y pasado mañana tiene que marchar a Toronto. Aún tiene unas décimas de fiebre. No le aturdas, pues, con tu cháchara. La casa parecía vacía aquellos días.
Me sentía un poco ausente de mí misma, como hueca. Sin emociones ni confidencias.
Mamá me preguntó uno de aquellos días:
- ¿Quién es ese chico que te acompaña? Te he visto llegar varias veces...Me gustaría que te casaras, pero ten cuidado. El matrimonio es algo muy serio. Y dos que se unen para toda la vida han de amarse entrañablemente para soportarse con placer.
- Se llama Jim. Es aparejador y trabaja en la inmobiliaria que hay cerca de la escuela.
- ¿Qué edad tiene?
- No se lo pregunté.
No se me ocurrió ni siquiera eso. Notaba que no era totalmente feliz. Faltaba algo, y no precisamente en Jim, que cada día, decía él, me amaba más, sino en mí. ¿Qué esperaba yo de la vida y del amor?
Mamá interrumpió mis pensamientos.
- Para ti la vida ha sido dichosa, Liz. Nunca tuviste muchas preocupaciones. No creas que el matrimonio está exento de ellas. No voy a inmiscuirme en tus cosas, pero te ruego que tengas mucho cuidado. No quisiera que te cegara la ansiedad.
Me fui a la cama muy pensativa. Nunca me miraba mucho al espejo, pero aquel día lo hice, debido, tal vez, a la curiosidad que experimentaba hacia mí misma. Creí, tonta de mí, que en mi rostro se expresarían mis sentimientos o mis contrariedades.
No vi más que unas delicadas facciones. Una boca grande, unos dientes blancos e iguales y unas cejas largas y negras. También mis grandes pestañas y el azul de mis ojos.
Dormí mal. Al amanecer, me preguntaba qué sería el amor y si yo lo sentiría verdaderamente por Jim.

Cuando llegué a casa, entré llamando a mamá. Y fue la voz de Joe la que me contestó.
- Ha salido, Liz.
Sentí un montón de sensaciones extrañas.
Había vuelto Joe. Su voz me producía no sé cuántas cosas. ¿Placer? ¿Ansiedad? Eché a correr y, como una niña sensible, me puse a su lado.
Joe no se asombró.
¡Estaba tan acostumbrado a mis reacciones!
- ¿Cuándo has vuelto? - pregunté feliz.
- Hace una hora. Cuando tu madre salía de casa. ¿Sabes que no tendré que volver a viajar?
- ¿No? ¿Por qué?
- Me quedo aquí de gerente.
- Oh...¿No estás muy contento?
- Imagínate - sonrió gravemente.
Tendré que buscar piso, esposa...formar una familia.
Me quedé anonadada.
- ¿Irte... -titubeé - de esta casa?
- El día que tu te cases tendría que hacerlo igualmente, Liz. A tu marido no le gustará tener en casa otro hombre.
- Si para que te quedes tengo que renunciar a mi boda - sentencié a lo tonto, sin darme cuenta de lo que decía - renuncio desde ahora mismo.
Nunca olvidaré la forma en que Joe me miró. No supe interpretar la expresión de sus ojos. Sé que se puso en pie y fue al balcón.
Por primera vez en mi vida no me atreví a pronunciar palabra. Tenía muchas cosas que decir, pero mi boca se selló de tal modo que preferí marcharme.
- Liz - oí su voz un tanto alterada.
Me quedé inmóvil, pero no volví la cabeza.
Sentí sus pasos acercándose.
- No he dicho que me fuese ahora, Liz. Tengo que madurarlo.
¿Iba a llorar? Estuve a punto de hacerlo. Para evitarlo eché a anda. Joe no me detuvo.
No le vi al día siguiente. Mamá notó la tristeza que me invadía, inexplicable a todas luces.
¿Qué me importaba a mí que Joe se casara?
También yo tenía novio y pensaba hacerlo.
Pero no podía, por muchas razones que me daba a mí misma, quitar aquella espina que llevaba como clavada en la sangre y en el corazón. Perder a Joe, el amigo del alma, a quien se le cuenta todo sin rubor, con claridad, pidiendo un consejo, ayuda para disipar una inquietud...
Mamá debió ver algo raro en mí aquella noche, cuando regresé del colegio.
- A ti te ocurre algo.
- No, no creo.
- ¿Estás segura?
- Claro - titubeé.
- ¿has reñido con ese chico que te acompaña?
¿Jim? Pero si no le había visto, si di la vuelta a la calle para no encontrarlo donde él me esparaba.
De repente me resultaba insoportable su compañía.
- Liz... estás llorando.
- ¿Llorando? - casi grité -. Claro que no.
Mamá me pasó el dedo por los párpados.
- ¿Y esto qué es?
- ¡Oh!
- Liz...soy tu madre, tu amiga...¿qué te ocurre?
¿Cómo iba a decírselo, si ni yo misma lo sabía?
- Te aseguro que no tengo la más mínima idea. No me ocurre nada. Al menos que yo sepa.
- Entonces es que eres tonta.
- ¡Puede que lo sea, mamá!
- ¡Qué niña ésta! - la besó en el pelo.
Nunca me enterneció tanto un beso de mamá.
Y es que ¡estaba tan sensible aquel día!
- Vete a la sala de estar - me dijo -, luego te llamaré para comer.
Entré en la sala y vi a Joe. Se puso en pie.
- Hola, Liz.
- Ah - dije estúpidamente - estás ahí...
Sonó el teléfono en aquel instante. Pasé delante de Joe y fui a sentarme junto a la mesa.
- Diga.
- Liz - decía Jim indignado -, estuve esperando. No sé qué cosa pasó por mí. Creo que odié a Joe por estar allí, por tener que contestarle a Jim estando él mirándome.
- No pude.
- ¿Cómo que no pudiste? - gritaba Jim como energúmeno -. Si te vi cruzar la calle y tomar otra para esquivarme. ¿Sabes lo que te digo? Se acabó todo, Liz. ¿Me oyes bien? Si no me das una explicación a tu actitud, esto se terminó.
No me importaba en absoluto.
Joe dijo con su gravedad habitual:
- ¿Malas noticias?
- ¿Y qué importa?
Me miró desconcertado.
Hizo un gesto con la cabeza y luego comentó:
- Es la primera vez que te comportas incorrectamente. 
Ya lo sabía. Y me dolía ser así. Por eso me puse en pie y salí corriendo.

Es muy tarde - dijo mi amiga - ¿Nos vamos?
No lo estaba pasando bien, pero me aturdía aquella tarde.
- Espera.
- Pero si son las nueve y media.
- Un poco más.
- Sólo cinco minutos.
Yo seguí bailando con un chico, el cual, para ser sincera, no me interesaba en absoluto.
- ¿Vienes o no, Liz? - volvió a preguntarme.
- Me quedo - casi grité.
Mi amiga se fue. Al rato vi la figura de Joe Lorna, alto, firme, con aquella personalidad suya casi silenciosa, de pie en el umbral del salón. Atravesó el salón, se detuvo ante mí y me agarró el brazo.
- Vamos, Liz. Es hora.
Mi compañero empezó a engallarse, pero Joe con un gesto le detuvo.
- Me la llevo - afirmó con energía.
No fui capaz de negarme. El joven que bailaba conmigo se quedo indeciso junto a la barra. Estábamos en la calle:
- ¿Quién te llama a redentor?
- Estoy enamorado de tí. - me soltó como un pistoletazo.
No supe lo que sentía.
Sólo me di cuenta de que me turbaba como una tonta y enrojecía y me menguaba.
De repente, noté cómo el brazo de Joe rodeaba mi espalda.
- Anda - dijo bajísimo apretándome con furia -, Anda, tonta, vamos.
- Pero...
- Te ruego que me disculpes, estaba ciego. Pero llegué a casa esta tarde y tu madre me dijo: "Liz no ha vuelto. ¿Quieres ir a buscarla?"
- Y tú... - casi gemí.
- No sé qué me sacudió todo el cuerpo. Fue como si la luz se hiciera en mis tinieblas. Salí de casa y recorrí media ciudad. Hasta que di contigo.
- Pero...
- ¿No crees en mi amor?
 Creía. Necesitaba creer desesperadamente. Me hubiera muerto si en aquel instante me dicen que todo es mentira.
Loca de no sé qué me así con las manos a su brazo. Y como una niña ingenua susurré:
- ¿Es verdad?
- ¿Verdad?
- Lo que dices sentir por mí.
- Es - así, como él decía las cosas, sin resquicio para la duda.
- Oh.
- ¿No quieres?
- ¿Querer que tú me quieras?
- Sí.
- Claro - susurré, miréndome.
- Claro.
Joe me apretó contra su pecho y allí, en plena calle, me besó en la boca, frenético, mil veces.
Todo me daba vueltas. Pero le correspondí prohibiéndome a mí misma desfallecer.
- Joe...
- ¿Lo sabes ahora?
Lo sabía. No sólo lo de él, sino lo que yo sentía. Lo que ardía en mi pecho. Lo que antes me inquietó sin saberlo.
Subí corriendo las escaleras y Joe pretendió alcanzarme, pero yo llegué a la cocina antes que él.
- Mamá...nos vamos a casar Joe y yo...
Mamá siguió cocinando. Sólo dijo para mi desconcierto:
- Ya era hora.
- ¿Qué dices?
Se volvió riendo.
- Pensé que no lo ibas a descubrir nunca - y como si no ocurriera nada añadió: ¿Coméis o no?
No tenía ganas y Joe creo que tampoco.
Cuando nos despedimos, le dije bajísimo a espaldas de mamá que seguía dando vueltas sin parar, por la cocina:
- Bésame como antes.
Supe lo que era el amor en toda su expresión. Me di cuenta de lo mucho que significaba en mi vida.

lunes, 27 de agosto de 2012

¿Por qué el agua del mar es salada? (Estonia)

Hace mucho tiempo, vivían dos hermanos que uno era muy rico y el otro pobre. Cuando llegó la Navidad, como el pobre no tenía nada para llevarse a la boca, fue a pedir limosna al rico. Pero éste le recibió de mal talante, pues no era la primera ve que acudía a él para que le sacara de algún que otro apuro.
- Si haces lo que voy a mandarte - dijo el rico - te regalaré un jamón, un buen jamón curado al humo.
- Estoy dispuesto a hacer lo que tú digas. Todo sea por un buen jamón.
- ¡Pues toma! - dijo su hermano arrojándole el jamón -. ¡Y vete al infierno!
El pobre cogió el jamón, dispuesto a obedecer las órdenes de su hermano. Anduvo todo el día y parte de la noche, hasta que vio una hoguera. Hacía allí se dirigió. Junto al fuego había un hombre anciano cortando leña.
- Buenas noches - saludó cortés el hermano pobre.
- Buenas noches. ¿A dónde te diriges a estas horas?
- Voy al infierno, pero no sé si éste es el camino.
- Sí, éste es el camino, el Infierno está muy cerca. Cuando llegues allí, ten cuidado, porque todos querrán compartir el jamón que llevas contigo. Pero no lo sueltes sólo por dinero, pide el viejo molino de mano que tienes junto a la puerta. Luego, cuando vuelvas a pasar por aquí, yo te enseñaré cómo usarlo, pues has de saber que ese molino tiene unos poderes maravillosos. En cuanto el hombre llegó a las puertas del Averno se vio asediado por una caterva de pequeños diablillos, que se empujaban unos a otros para conseguir el jamón.
Pronto apareció el Príncipe de las Tinieblas y, al ver tan suculento manjar, hizo todo lo posible por conseguirlo.
- Os lo daré a cambio del molino de mano que esta junto a la puerta.
Satanás regateó un poco, pero, viendo el molino de mano medio abandonado junto a la puerta, pensó que no era cosa de pelear por alto tan tonto y consintió en entregárselo al hombre.
- ¡Cógelo! ¡Y vete, antes de que me arrepienta!
De vuelta a su casa, el hombre se encontró de nuevo con el anciano, que le explicó las maravillas del pequeño molino. Al llegar a su hogar, después de escuchar los reproches y las quejas de su malhumorada esposa por su tardanza puso el molino encima de la mesa y dijo:
- ¡Hoy es Nochebuena! ¡Muele velas, manteles, vajillas, viandas y bebidas, todo lo que se necesita para celebrar una gran fiesta!
Y el molino obedeció e hizo todo como el hombre le había ordenado.
Su mujer se quedó estupefacta ante tanta maravilla, pero se quedó con las ganas de que su marido le diera una explicación.
El hermano rico fue invitado a la fiesta, y al ver tanta riqueza, sintió envidia.
- ¿De dónde has sacado todo esto? - preguntó a su hermano enseguida -.
El pobre, que ya había bebido mucho, no supo guardar su secreto y puso el molino encima de la mesa. Desde ese momento, en la mente del rico sólo había un pensamiento: adueñarse como fuera del molino.
Después de mucho discutir, el pobre entregó el molino a su hermano por una cantidad muy elevada de dinero. Un día de pleno verano, el hombre rico dijo a su mujer:
- Hoy irás tú a cortar heno con los campesinos. Yo me quedaré en la casa y prepararé la comida para todos. Y en cuanto su esposa salió por la puerta hacia el campo, le ordenó al molino:
- ¡Venga! ¡A moler arenques y sopa de leche!
El molino molió lo que le mandaban, hasta llenar todas las soperas y las fuentes. Pero luego, en vez de parar, continuó moliendo. Cuando llegaron la mujer y los campesinos la casa y los establos estaban inundados de sopa y los arenques se amontonaban por todos los rincones. Desesperado, el hermano rico fue a ver al pobre, para devolverle el molino.
- ¡Sólo acepto de nuevo el cambio por una cantidad de dinero similar a la que me diste al comprarlo!
En casa el pobre, el molino obedecía y se detenía cuando él quería. El hombre se hizo inmensamente rico. Tenía todo lo que deseaba. Por capricho de su mujer, había construido junto al mar una preciosa rodeada de jardines.
Por la región se contaban maravillas de aquel prodigioso instrumento, pero nunca nadie se había planteado ir a verlo, la historia parecía demasiado fantástica.
Un día, un navegante que acababa de llegar a la costa al mando de un enorme barco, intrigado por las extrañas habladurías que circulaban por el puerto, deseando satisfacer su curiosidad, fue a visitar al hombre.
- Me han hablado de las maravillas de este molino. Dicen que muele todo lo que le ordenas. ¿Acaso podría también moler sal?
- Ya lo creo. Y todo lo que le pidan. ¿Quiere que se lo demuestre ahora mismo?
- ¡Desde luego que si! ¡Quedaría encantado!
Y el hombre ordenó al molino que moliera todo lo necesario para celebrar esa noche una gran cena.
El eco de la fiesta se propagó por el pueblo, y pronto aparecieron más invitados. Entre la alegría del vino y de la fiesta, todos bailaban despreocupados. El navegante, que sólo pensaba en el molino y en ahorrase millas a bordo de su barco en busca de sal, aprovechando la algarabía de la fiesta, huyó veloz con el molino.
Al llegar al puerto, preparó con urgencia a toda la tripulación y zarpó.
Ya en alta mar, cogió el molino y le ordenó:
- ¡A moler sal!
Y el molino molió tanta sal que llenó la bodega, los camarotes y la cubierta del barco, y poco a poco, la nave fue hundiéndose en el mar. El molino giraba sin parar, frenético, hundiéndose en las profundas aguas. Y ahí continúa todavía el barco salinero y también el molino infernal, que no ha dejado de moler sal desde entonces. Y ésta es la razón por la cual el agua del mar es tan salada.

Antología de cuentos universales.

viernes, 24 de agosto de 2012

Olvida esta noche

Esther leyó la carta de su ahijada por segunda vez, y en voz alta comentó.
- No sé si habremos hecho bien dejando ir a María a estudiar a París.
- ¿Por qué no? - comentó su marido.
- Tiene sólo diecinueve años. A esa edad debería estar bajo nuestra vigilancia. No es más que una niña. Hemos sido demasiado tolerantes con ella. Si sus padres viviesen, no la hubiesen dejado marchar.
- ¿Por qué no?
- ¿Y lo preguntas?
- ¿Qué importa eso?
- La hija de los Benítez es una chica seria y sensata. Están juntas las dos.
- ¡Ta, ta! Tan niña es la una como la otra.
- No temas. No les ocurrirá nada.
- Tú siempre tan tranquilo.
- Y tú complicándote la vida. Te escribe habitualmente. Sabes que están bien, que progresan en el idioma, ¿qué más quieres? ¿qué tienen un apartamento para ellas solas? También el hijo de los Ruiz está allí en las mismas condiciones.
- No vas a comparar. El es un hombre. Tiene ya veintitrés años. A propósito, María no dice nada de si se ven. El ha pedido la dirección para ir a verlas. Aquí eran amigos.
- Aquí sí, pero allí todo es distinto.
- Las personas son las mismas en cualquier parte.
- ¡Ojalá no te equivoques!
Las cartas de Marta hacían surgir la polémica entre marido y mujer. Como si por haberse ido a estudia a La Sorbona peligrase la conducta de la niña.
Su madrina era una anticuada.
- ¿Has visto a Ricardo Ruiz? - preguntó Alicia.
- Si te refieres a nuestro vecino de Madrid, le he visto.
- ¿Has hablado con él?
- Naturalmente. ¿Por qué no había de hacerlo?
- Suele estar tan entretenido. Parece ser que las francesitas no se le dan del todo mal.
- Eso a mí no me interesa.
- Mujer, ya lo sé. Es sólo un comentario.
- Pues me parece una majadería perder el tiempo hablando de ello. Al fin y al cabo, allá él. Es muy dueño de hacer lo que le venga en gana.
- La verdad es que hay que reconocer que Ricardo está muy bien. No me extraña que tenga éxito.
- Puede ser, pero ¿no te parece que haríamos mejor si dejásemos ese tema y estudiásemos un poco?
- No me apetece demasiado, pero si te empeñas...
Marta prefería estudiar. Le aburría el diálogo de su amiga. Siempre era el mismo tema. A ella también le parecía que estaba muy bien. Pero ¿de qué servía? Ricardo siempre la miraba como a la compañera de estudios, o como a la ahijada de los Villaverde. Sabía que si las llamaba era por compromiso, para quedar bien, pero sabía también que él en París lo pasaba muy bien, a su manera.
De todas formas no podía engañarse a sí misma. Sentía por él algo muy distinto del afecto que se le puede tener a un amigo, pero no se atrevía a reconocerlo. Sabía que no era correspondida.
Tenía el libro delante, y aunque no podía estudiar en aquellos momentos, aparentó hacerlo para no entablar conversación con Alicia.
Alicia descolgó el teléfono, que sonaba insistentemente.
- Es para ti.
- ¿Quién es? - preguntó a su interlocutor.
- ¡Hola! ¿Qué hay?
- ¡Ah! ¿Eres tú?
Se le había hecho un nudo en la garganta.
- Necesitaba que me dejases los apuntes que dieron en la clase de ayer, ¿podrás?
- Sí, pero...
- Si te parece bien, puedo pasar a recogerlos.
- Está bien. Ven cuando quieras. No voy a salir.
- Hasta luego, entonces.
No sabía si había hecho bien o mal, pero ya estaba.
Alicia, al enterarse de que Ricardo pasaría por allí, optó por quedarse en casa, cosa que no solía hacer.
Unas horas después llamaron a la puerta.
Ricardo las saludó afablemente y departió con ellas, particularmente, sobre temas de estudio.
Alicia fue la que más empeño puso en ser agradable.
Marta estuvo la mayor parte del tiempo en silencio. Le molestaba que Alicia coqueteara tan descaradamente, pero no podía evitarlo. Por otra parte, su amiga desconocía sus sentimientos. No tenía, por tanto, nada que reprocharle. ¿Y si se lo confesase ella misma? No. Era demasiado orgullo. Ricardo ya se había levantado para marcharse.
- A propósito. Se me olvidaba deciros que hemos organizado un baile de disfraces para el fin de curso. Tengo preparado mi traje de Arlequín.
Alicia aceptó encantada.
No así Marta, que contestó tajante.
- La mía puedes quedártela. No pienso ir.
- ¿Por qué no? Será divertido.
- A mi no me divierten esas cosas.
- Yo, de todas formas, te dejaré la invitación, por si a última hora te arrepientes.
- Como quieras, pero no creo que cambie de opinión.
- Si me lo permites te diré que haces mal. Llevas una vida que no corresponde a tus años. Tu forma de ser no va con la época actual. Uno puede divertirse sin que su dignidad megüe un ápice.
- No te molestes en animarme - replicó Marta.
Ricardo se despidió de ellas sin importarle demasiado que aceptasen la invitación. Marta una vez se hubo marchado él, se quedó pensando en el baile. Como sabía el disfraz que él usaría, se regocijó con la idea de...
El Arlequín estaba en la barra tomando una bebida.
Vio cómo se le acercaba una joven.
- ¿Bailas conmigo?
- No faltaría más.
No le apetecía mucho, pero estaba aburriéndose. Así, al menos, pasaría el tiempo.
La chica que le había invitado a bailar era morena, de pelo corto. Cubría su rostro con un antifaz plateado. Vestía pantalones negros y llevaba una blusa también plateada, a juego con los zapatos.
Su conservación era de lo más amena. No cabía la menor duda de que se trataba de una chica culta. Se desenvolvía con la misma habilidad en un tema político que en uno religioso o social.
Bailaron incansablemente.
El ejercicio desarrollado era extraordinario.
El conjunto musical que amenizaba el baile hizo una pausa para dar paso a una orquesta que anunció:
- Durante media hora, música para enamorados.
La miró interrogante.
Ella empezaba a sospechar que estaba llegando un poco lejos con su juego. Hasta aquel momento todo había ido muy bien, se estaba divirtiendo de lo lindo, pero ahora el asunto empezaba a tomar otro cariz.
No obstante, no podía resistir la tentación. Después de todo, él no tenía ni la menor idea de quién se trataba. ¿Por qué, pues, sacrificar un deseo tan anhelado?
Sin pensar más asintió con un gesto.
La asió con suavidad.
Ella le rodeó el cuello con sus brazos.
Durante quince minutos bailaron sin decir palabra. Sus caras iban muy juntas y sus cuerpos bien pegados. Parecían enamorados.
La apartó un poco y buscó sus ojos, que correspondieron a su mirada un tanto inquisitiva. ¿Qué había en ellos? Le parecía leer la palabra amor en letras muy grandes, pero no era posible.
De pronto, al atraerla hacia sí, la besó en la boca.
Ella no se resistió. No podía hacerlo, lo estaba deseando. Fue un beso largo, que despertaba en ambos una sensación estremecedora. Un beso de no separarse.
- ¡Perdóname! - dijo él con acento ahogado.
- No...no me pidas perdón. No tengo nada que perdonarte. He sido culpable.
- Dime, entonces, quién eres.
- ¿Qué importa eso? Olvídate de esta noche. Hazte a la idea de que nunca nos hemos conocido.
- No podré olvidarte nunca.
- No seas chiquillo. No vas a decirme que es la primera vez que besas a una mujer.
- No. Claro que no. No podría negarlo.
Pero ésta ha sido distinto. Es como si te conociera de toda la vida. Como si siempre hubiese estado enamorado de ti y no lo hubiese descubierto hasta hoy.
- No irás a decirme que te has enamorado de mí, si ni siquiera sabes quién soy.
- No importa quién seas. Sé que a partir de hoy no podré vivir sin tí.
- ¿Y si supieras que soy una mujer fácil?
- No soy un chiquillo. Las conozco bien. Tú ni siquiera sabes besar. Juraría que he sido el primero.
- Puedes pensar lo que quieras, pero ya no volveremos a vernos.
- ¿Por qué? ¿Por qué me has dejado entonces...?
- Ha sido la noche, la música, el ambiente...
- No irás a convencerme de que sólo ha sido un sueño, que no ha sido una noche real.
- La noche ha sido real. Yo, sólo una máscara.
- ¿Y por qué me has elegido precisamente a mí?
- Ha sido el azar.
- Dime al menos, cómo te llamas.
- ¿Para qué? Se rompería el encanto de un enigma.
- Permíteme tan sólo que te acompañe a tu casa.
- Seré mejor que nos despidamos aquí mismo.
- No voy a insistir más. Si tú lo quieres así, serán inútiles mis súplicas.
Y aprovechando un descuido de él, mientras en la barra pedía una nueva consumición, Marta desapareció.
Él permaneció en el baile hasta el final. Amanecía.
No podía apartar de su imaginación las horas vividas momentos antes. Él, tan mimado por las mujeres, se sentía atraído de pronto por una que no sabía quién era.
Marta no se movió siquiera.
- ¡Qué extraña era aquella chica! - pensó para sí.
Siempre a lo suyo, pareciendo importarle un rábano lo que ocurría a su alrededor.
Daba la sensación de permanecer ajena al diálogo sostenido entre Alicia y él.
Al menos, eso era lo que Ricardo pensaba.
- Y dices que no tienes ni idea de quién podrías ser la chica por la que te pregunto.
- No. Pero si tanto interés tienes...no creo que sea muy difícil averiguarlo.
- ¿Cómo? - preguntó ansioso de hallar una pista.
- Puedes buscar un detective privado.
- Preferiría encontrarla de otra forma.
- Pues la verdad, yo creo que sería la mejor solución.
- No sé. Creí que podrías ayudarme. Vine aquí convencido de ello, pero veo que no estás dispuesta.
A Alicia le pareció que se había puesto demasiado cargante. NI que no hubiese más mujeres en el mundo. Los hombres eran así de caprichosos. Tenía que ser precisamente aquélla, que no sabía ni quién era.
Ricardo pensó que ya que estaba allí no iba a perder del todo el tiempo. Tomaría unos apuntes. Seguramente que Marta tenía los últimos que el profesor les había dado en clase. Se dirigió a ella. Era la clásica empollona, enterada de todos los pormenores que a estudios concernían.
- Ahí, en el tercer cajón de la derecha, están las notas que he tomado últimamente. Abrió el cajón, sacó la carpeta.
Se sentó dispuesto a escribir. Abrió la carpeta. Allí había un montón de notas interesantes. En medio de los papeles había visto brillar una cosa, pero no le dio importancia. De pronto tuvo como un presentimiento. Buscó ávidamente. Ante sus ojos apareció...la mejor pista que podía hallar. Un antifaz plateado. Lo reconoció enseguida. Tenía una quemadura en la parte derecha, que le había hecho involuntariamente con un pitillo. ¿Cómo era posible? ¿Cómo habría ido a parar allí?
No acertaba a explicárselo. Tal vez Alicia...Pero no, eso descartado. Era más superficial que la chica que él había conocido.
Marta no se había enterado.
No le había mirado de frente desde que llegó.
Él se acercó con el antifaz en la mano.
Levantándole la barbilla, la miró fijamente.
- ¿Quién es, Marta? Tienes que decirme de quién se trata. Me estás oyendo toda la tarde haciendo preguntas a tu amiga, y tú, cómplice de la otra, ahí tan callada.
- ¿Qué dices? - se sobresaltó.
Él le mostró el antifaz.
Sintió cómo el rubor enrojecía sus mejillas.
- ¿Dónde...dónde lo has encontrado?
- ¿Qué importa eso ahora?
- No estaba en el tercer cajón.
- Estaba en el segundo. Da igual. Me confundí al abrirlo. En vez de abrir el de la derecha, abrí el de la izquierda, pero eso no tiene ahora interés. Lo único importante es que ya podré encontrarla.
- No tienes derecho a descubrir los secretos de los demás.
- Pero ¿cómo? ¿es qué no vas a decírmelo?
- No puedo.
- No me iré de aquí mientras no me lo digas.
- Será... será inútil.
Estaba roja como la grana.
Él se dio cuenta entonces...
- Eres...tú, Marta.
Bajó la cabeza. No sabía qué responder.
- Sí...- murmuró al fin -. Sí, era ayer, pero hoy no.
- Por qué no me lo has dicho, di, ¿por qué?
- Me habrías evitado el desasosiego de pensar que no te encontraría, la inquietud vivida durante horas.
- ¿Y ahora que me has encontrado?
- No te dejaré escapar. Pero dime, ¿cómo eres en realidad?
- Ante todo quiero que seas tú siempre. Así, como ahora. Tan concentrada para una lección de francés como para quererme a mí.
- ¡Oh! Ricardo...¡qué ciego has estado!
- ¿Desde cuando es esto? dime...
- Creo..., creo que desde siempre.
- Y yo sin enterarme. ¡qué tonto he sido!
- Aún estamos a tiempo. ¿no crees?
- Sí, sí. Lo estamos.
La atrajo hacia sí y la besó como lo había hecho la noche anterior.
- ¡Marta! ¡Marta! Preciosa. No nos separemos más.
Alicia que había presenciado todo sin atreverse a intervenir, los dejó solos y pensó para sí: "¡Qué suerte tiene mi amiga!"

El tesoro escondido (Gran Bretaña)

 Un campesino muy pobre soñó durante tres noches seguidas que debajo de una roca, cerca de su casa, estaba enterrado un tesoro. En aquel sue...