Me llamo Bárbara Silvela. Vivo en una ciudad pequeña. Pertenezco a la mejor sociedad de esta ciudad. Soy lo que se dice una niña bien. Pero esto, a mí, la verdad, me tiene muy sin cuidado.
No tengo madre. Falleció cuando yo había cumplido los ocho años. Hoy tengo diecisiete.
Me educaron en un colegio muy elegante, muy caro, muy para niñas como yo...Papá, a los cuatro años de haber muerto mamá, se casó con una viuda llamada Irene. Yo no tenía nada contra Irene. Parecía hacer feliz a papá, a mi me trataba con consideración; me respetaba como hija de su marido, pero nada más.
Irene tenía un hijo llamado Ricardo Salazar, cuatro años mayor que yo.
Ricardo estudiaba primero de arquitectura. Siempre nos llevamos bien. No lo consideraba un hermano pero sí un buen amigo. No he dicho nada del socio de papá.
Por que si escribo esto, la culpa la tiene ese socio de papá y su hijo. Es decir, Santiago Acuña. Un chico de veinticinco años que, según papá, me quiere mucho.
¿Os cuento cómo empezó todo?
Irene me dijo aquella mañana:
- Bárbara, tu padre te espera en el despacho.
¿Ya dije cómo era Ricardo?
Un empollón. Jamás tuvo un suspenso. Terminó el bachiller a los diecisiete años. A los dieciocho se fue a estudiar arquitectura. Fue cuando falló un poco, pero eso ya todos lo teníamos previsto. El ingreso en la escuela es duro y Ricardo no es un cerebro privilegiado.
Total, que a los veintiún años estudiaba el segundo, o por lo menos, entraba en él, pues cuando escribo esto estamos en pleno verano y Ricardo está aquí, en la ciudad, en casa de mi padre, estudiando muchas horas al día para enfrentarse al próximo curso. Me desvié de la cuestión. Estaba diciendo que Irene me advirtió que papá me esperaba en el despacho, y yo, mirándola asombrada, le pregunté:
- ¿Qué desea papá? ¿Es que se siente mal?
- No lo sé. Ha llamado por el teléfono interior y me pidió que te buscara y te enviara a su despacho.
- ¡Qué raro!
Me alcé de hombros y me dirigí al despacho de papá.
- ¿Adónde vas tan apurada? - me dijo.
Yo le miré. Me gustaba mirar a Ricardo. Era muy alto, delgado. Llevaba el pelo largo, sin exageración. Con esa pelusilla en la nuca que gusta tanto a las chicas. Lo peor es que usaba lentes que, lejos de restarle atractivo, se lo aumentaban. Siempre iba vestido de sport. No es que a mí me gustase Ricar, pero a su lado respiraba mejor, como si él tuviera un sedante para mis nervios.
- Me llamó papá a su despacho. ¿Qué crees que puede desear de mí?
- No tengo ni idea.
- ¿Qué vas a hacer ahora?
Pareces dispuesto a salir.
- Te estaba esperando por si quieres venir a la playa. Me gustaría ir con él. Las amigas andaban locas por una sonrisa de Ricardo.
¡Qué tontería! ¿verdad? A mí, Ricardo me sonreía todos los días y no me envanecía por ello. Pero es que mis amigas andaban locas por él, pero Ricardo no se ponía a tiro. Se pasaba el día estudiando y sólo salía un rato por la mañana y otro por la tarde. Era lo que más le censuraba. Su forma de devanarse los sesos estudiando.
- Iré después de hablar con papá.
- Te espero en el jardín.
- De acuerdo.
- Voy a sacar el auto del garaje.
No he dicho aún que Ricardo era un hombre rico. Heredó de su padre, y su madre tuvo el acierto de no tocar su fortuna. Eso bueno tenía Irene, aunque yo no sintiera por ella una gran simpatía.
- Tengo que hablarte muy en serio - me dijo papá -. Se trata de tu porvenir.
Era una novedad. Papá preocupándose de mi porvenir. Por si las moscas, me puse en guardia.
- Tú dirás. ¿Qué tiene mi porvenir que no sea el de cualquier chica de mi edad?
- Mucho. Tú sabes que soy socio de Acuña.
- Claro.
- ¿Sabes que el hijo de mi socio está enamorado de tí? ¿Santiaguín Acuña enamorado de tí?
No me faltaba más que eso. Era horrible, repulsivo, odioso. No estudiaba. Empezó diez carreras y dijo después que ninguna le iba. Vestía siempre a la última, exagerando la nota hasta el máximo.
- Ni pensarlo - grité alteradísima -. Ni pensarlo, papá.
¡Qué serio se puso el autor de mis días!
- Siéntate. Tienes que casarte con él.
- ¿Y me dices tú eso? Si jamás pudo terminar una carrera porque es un burro con orejotas. ¿Me pides que me case con un tipo embustero, vago y fanfarrón?
- ¡Basta!
Caramba, la cosa parecía en serio.
- Bárbara - añadió papá al rato, cuando yo quedé medio desvanecida, sin fuerzas para seguir gritando -, a mi me conviene. No necesita tener ninguna carrera. Su padre tiene bastante dinero. He recibido la visita de ambos. Vinieron a pedir tu mano, y si no te casas con él retirará su capital del negocio de fundición y yo me quedaré en la ruina.
- Pues lo siento, papá, pero yo no me vendo a un tipo de tan escasas cualidades.
- ¡Bárbara!
- Lo dicho.
Y me dirigí a la puerta.
- ¡Bárbara!
No valía que me llamase.
Salí del despacho sin mirar atrás y atravesé el vestíbulo antes de que pudiera salir detrás de mí, salvé la distancia que me separaba del coupé azul claro de Ricardo y le grité con histerismo:
- Al fin del mundo, si quieres. Arranca de una vez.
- ¿Qué te pasa?
- Arranca, te digo. Ya te contaré.
De repente me sentí a gusto junto a Ricardo. No sé qué tiene Ricardo. Una personalidad callada, pero a veces, sin hablar, parece que grita diciendo que está allí.
Deslizó la mano del volante y oprimió la mía con suavidad.
- Tranquila - me dijo con esa voz suya tan poderosa y tan suave a la vez -. Respira hondo, mira al frente y después cuéntame lo que te ocurre si te hace bien.
- Me quieren casar.
¡Cosa rara! Ricardo se quedó tan pancho. ¿Lo sabía? Se lo pregunté a gritos:
- ¿Es que lo sabes?
- ¿Qué te quieren casar con el socio de tu padre? Claro. Me lo dijo mamá.
- ¿y qué dices tú?
- Que no lo harás.
- ¿No? ¿y en qué basas esa opinión?
- En que tienes énfasis.
- ¿En qué?
- Fuerza en tu corazón, fuerza en tu voz, fuerza en tu alma, fuerza en tu dignidad...
- ¿y de qué me sirve?
- Empléala para eso.
Soltó mis dedos; yo, cosa extraña, me quedé como vacía. Aquel contacto de los dedos de Ricardo me hacía bien. ¿Estaría enamorada de Ricardo?
- Olvida ese asunto - me dijo Ricardo cuando llegábamos al Tenis Club -. No se lo digas a nadie.
- ¿Y si me encuentro con Santiaguito?
- Si a mí me llamaseis Ricardito, os mataba a todas.
La pandilla vino corriendo a nuestro encuentro y yo, la verdad, me olvidé de Santiaguito.
Papá me estaba esperando, con cara de juez.
También estaba Irene, que, en aquel instante, es la verdad, me parecía una madre dispuesta a defender la felicidad de su hija. ¡Si sería tonta! Creo que sentí unos enormes deseos de llorar. Cuando entré, Irene vino a mi lado.
- Querida, tranquilízate, tu padre puede rectificar.
- Nada de eso - gritaba como un energúmeno -. Nada de eso. Toda mi fortuna depende de que ella se case con Santiago Acuña. ¿Sabes lo que supone la ruina? Pues así me quedaré yo.
- Y para evitarlo me vas a vender a mí - grité.
- Tú te callas. Harás lo que yo te diga.
- No tienes derecho - saltó Irene.
¡La adoré en aquel instante!
Papá la miró furioso.
- Cállate, Irene. Esto es cosa de mi hija y yo.
No quise saber más.
Eché a correr gritando como una loca. Y no paré hasta llegar al cuarto de Ricardo. Le encontré estudiando. Estaba en mangas de camisa, con el pantalón arremangado y descalzo. Al verme entrar se turbó y empezó a buscar los zapatos y a bajarse los pantalones.
- Perdona, Bárbara - decía todo alterado -. No sabía que ibas a entrar así...Hace tanto calor.
- Pero si estás saladísimo - dije yo, olvidándome un poco del asunto de papá-. Pareces un bravo pescador, Ricardo. ¿Sabes qué dicen mis amigas? Que estás como un tren y todas quieren ligar contigo.
Creo que se puso coloradísimo. Tan aturdido, buscando la chaqueta, que no encontró, y terminó por quedarse inmóvil, mirándome inquisidoramente.
- ¿Sabes a lo que vengo?
- No - dijo todo desconcertado.
- A pedirte un favor.
- ¿Qué puedo hacer por ti?
- Escaparte conmigo.
- ¡Estás loca!
- Papá insiste en casarme, y yo creo que estoy enamorada de ti.
- ¡Bárbara!
- He dicho una necedad.
Ricardo se pasó los dedos por la frente, nerviosamente.
- No se puede jugar con estas cosas - dijo sentencioso, muchísimo más aturdido que antes.
- Si no me caso con Santiaguito - dije empezando también a sentirme turbadísima ., papá asegura que se queda en la ruina, pero a pesar de ello no pienso venderme.
- Hablaré con tu padre.
Pasó delante de mí como una exhalación.
Lo sentí hombre. Ya no era el crío que me ayudaba a buscar nidos por el jardín. Ni el amigo del alma que me llevaba por las noches a las fiestas de los amigos. Me pareció madura y firme en sus convicciones. ¡Le admiré más y me dio vergüenza haberle dicho que casi estaba enamorada de él! Nunca me gustó escuchar, pero aquel día, no sé por qué, seguí a Ricardo y me quedé como clavada detrás de la puerta.
- No vengas tú en defensa de Bárbara. No tengo más remedio que casarla con Santiago Acuña. Ellos me lo exigen así. De lo contrario retirarán su capital.
- Tienes mi capital para compensar el de ellos.
- ¿El tuyo? ¿Crees que lo voy a aceptar?
- Esteban - decía Irene -, no tienes más remedio. Además, es hora de que lo sepas, Ricardo está enamorado de tu hija.
- ¿Cómo?
- Sí - dijo Ricardo con una voz que me estremeció de pies a cabeza -. No pienso casarme con ella hasta que no termine la carrera, pero te pido permiso para considerarla mi novia.
Sé que eché a correr y no paré hasta llegar a la alcoba de Ricardo. Allí estuve hasta que él entró.
- ¿No estabas escuchando? - preguntó riendo.
- Pero me asusté - dije yo como una tonta.
Ricardo avanzó hacia mí. ¡Estaba tan emocionada!
- Bárbara - dijo, agarrándome una mano -, yo lo sabía, ¿entiendes?
- Saber...¿qué?
- Que estabas enamorada de mí.
- Oh.
- ¿Tú no lo sabías?
- Yo... - ¿no iba a echarme a llorar como una tonta?
Irene entró en aquel instante y papá detrás.
Yo no sabía dónde meterme. ¡Me daba una vergüenza!
- Bárbara - dijo papá con una voz temblona que nunca aprecié en él - Ricardo acaba de pedirme tu mano. Se la he concedido. ¿Hice bien o mal?
Yo no podía contestar.
Entonces vino Irene hacia mí. Me eché en sus brazos como una criatura desvalida. ¡Lloré apoyada mi cabeza en su pecho sin decir palabra!
Ha transcurrido mucho tiempo. Los Acuña, en efecto, retiraron su capital. Ricardo, prestó el suyo, y la fundición, lejos de arruinarse, subió más.
Me carteaba con Ricardo todos los días. Ni un dejaba. ¡Estaba tan loca por él!
Nunca suspendía ninguna materia porque yo, la verdad, le tenía una vela puesta a la Virgen de Begoña. Cada vez que regresaba a pasar las vacaciones, nos divertíamos como enanos.
¡Nos queríamos con locura!
Ricardo me decía a veces:
- Niña, que nos ven.
Y es que yo, por quererlo tanto, era una empalagosa. Pero él no se quedaba atrás ¿eh? Lo pasábamos los dos bárbaro. Nos casamos cuando Ricardo terminó la carrera, y como él deseaba conocer Irlanda, nos fuimos en viaje de novios.
- ¡Ay, de tan feliz como soy me da miedo morirme! Pero...¿por qué voy a morirme? Ricardo dice que tengo que vivir eternamente.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
El tesoro escondido (Gran Bretaña)
Un campesino muy pobre soñó durante tres noches seguidas que debajo de una roca, cerca de su casa, estaba enterrado un tesoro. En aquel sue...
-
La ayuda a un familiar de su jefe, llegado de la India, dio un fatal giro a su vida. Al final se produjo la tragedia. Hortensia Rodríguez...
-
Durante el otoño del año 1827, mientras residía cerca de Charlottesvitrabé relación por pura casualidad con Mr. Augustus Bedloe. Este joven ...
-
Sería imposible explicar con exactitud por qué los dos hombres eligieron a la anciana Mrs. Hartman como su víctima. Quizá fuera por su evide...
No hay comentarios:
Publicar un comentario